La situación que estamos viviendo en la Iglesia es tan desconcertante que uno, a veces, comienza a dudar de estar en sus cabales. Porque aquí alguien está loco (y por loco entiendo a aquel que es incapaz de conectarse correctamente con la realidad), y a veces pienso si no seremos nosotros, el minúsculo grupo de católicos tradicionales. Y lo pienso, porque resulta difícil afirmar que todo el resto de los católicos es el que está loco, resto que incluye a los obispos y a la mayor parte de los sacerdotes. ¿Es que nadie con autoridad para hacerlo es capaz de señalar el proceso de destrucción al que está conduciendo la Iglesia el Papa Francisco? Advertirlo, de seguro lo advierten, pero quienes deberían hablar, callan.
Señalo algunos episodios desconcertantes de los últimos días. Apareció un libro titulado Love Tenderly. Sacred Stories of Lesbian and Queer Religious (Amar tiernamente. Relatos sagrados de religiosas lesbianas y queer). Allí, veintitrés religiosas lesbianas y queer (¿qué será una monja queer?) cuentan sus historias de “amor sagrado”. La congregación de las Hermanas de la Misericordia ha expresado que esperan que este libro “ilumine las mentes a la sacralidad y a la infinita diversidad de Dios”. Y hasta ahora, la Congregación del Religiosos del Vaticano, no ha dicho nada y las monjitas lesbianas autoras del libro seguirán felices revolcándose en sus amores impuros.
Paralelamente, el Santo Padre ha aceptado la renuncia al cargo de arzobispo de París de Mons. Aupetite, que había puesto a su disposición luego de que un semanario lo acusara de mantener una relación sentimental con una mujer. A esta acusación, el arzobispo respondió que se trató de una situación ambigua que había ocurrido en 2012, que sus superiores estuvieron siempre al tanto de la situación y que esa relación, aunque inconveniente, no tuvo de ninguna manera una dimensión sexual. A pesar de todo esto, fue expulsado de su sede. Mons Aupetite era un obispo moderado o conservador, sobre todo en algunas cuestiones como la bioética y la homosexualidad, sobre lo que se había expresado con toda la claridad de la doctrina de la Iglesia. Probablemente haya sido esto lo que motivó la rápida aceptación de su renuncia.
Resulta entonces que el Vaticano —es decir, el gobierno de la Iglesia católica—, permanece callado frente a un escándalo como es la publicación de los amores lésbicos de unas cuantas monjas, y actúa con la mayor dureza ante un caso oscuro y ciertamente fogoneado por sus enemigos, que involucra a un obispo respetuoso de la doctrina de la fe. Y todo al mismo tiempo. ¿No es esto una cosa de locos?
El 2 de diciembre, reunido en Chipre con los católicos allí presentes, el Papa Francisco dijo:
“No hay y no debe haber muros en la Iglesia católica, por favor. Es una casa común, es el lugar de las relaciones, es la convivencia de la diversidad: ese rito, ese otro rito; uno lo piensa así, esa monja lo vio así, la otra lo vio de otro modo. La diversidad de todos y, en esa diversidad, la riqueza de la unidad”.
¿Alguien puede negar el descaro de Bergoglio? Habría que recordarle a este hombre que hace pocos meses, él mismo edificó un muro enorme, con alambradas y vidrios de botellas rotas en los bordes, para dejar fuera de la Iglesia católica —es misma que él afirma que no tiene muros—, a los fieles que prefieren el rito tradicional, a través de un motu proprio llamado Traditionis custodes. No estoy haciendo interpretación; estoy relatando hechos.
Resulta que en el término de pocos días se nos dice que estamos en la Iglesia de la diversidad, en la que hasta las monjas lesbianas son consideradas una prueba de la riqueza de la creación divina, pero se prohíbe ferozmente la existencia de unos pocos “diversos”: los rígidos de siempre, que se aferran a un rito abrogado, según Mons. Roche. Hay diversos buenos y diversos malos; hay que derribar los muros que nos separan de los musulmanes, de los protestantes, de los homosexuales y de cualquier otra minoría, pero hay que edificar un muro, con empalizada y foso en el que naden cocodrilos y tiburones, para dejar fuera a la indeseable minoría de los católicos tradicionales.
El sábado, el Papa Francisco se reunió con las más altas autoridades de Grecia, país en el que está de visita apostólica. Y allí, muy orondo, hizo una enconada defensa de la democracia, y dijo estar preocupado puesto que “se registra un retroceso de la democracia. Ésta requiere la participación y la implicación de todos y por tanto exige esfuerzo y paciencia; la democracia es compleja, mientras el autoritarismo es expeditivo…”.
Yo no sabré cuál será la reacción de los líderes mundiales hacia este descarado personaje. El descrédito de Bergoglio debe ser descomunal —espero— en los altos círculos del poder. En primer lugar, me pregunto con qué cara un monarca absoluto se pone hablar de democracia, y a despotricar contra el autoritarismo. Parece una broma. Uno de los Papas más autoritarios de los últimos tiempos, reclamando consensos y democracias. ¿Qué dirá el cardenal Angelo Becciú que fue desposeído no solamente de todos sus cargos sino también de sus privilegios cardenalicios expeditivamente, en el curso de una entrevista con el Sumo Pontífice? Becciú no es santo de mi devoción, pero todo hombre tiene derecho a un juicio justo. Pues él no lo tuvo. El monarca absoluto decidió su culpabilidad y le aplicó la pena; y todo en diez minutos, y en su despacho. El “juicio” se está sustanciado en estos días a puertas cerradas, pero no muy herméticamente, puesto que se están filtrando los videos que publica diariamente el Corriere della sera. Y, por lo que parece hasta ahora, Francisco autorizó todas y cada una de las opacas y millonarias operaciones inmobiliarias, que terminaron en un desastre, y de las que después culpó a Becciú.
Pero más importante aún, me pregunto cómo un Papa puede ponerse a pontificar sobre la democracia, y sobre sus debilidades y retrocesos. Pues ahora pareciera que los principios de la Revolución eran los acertados y la democracia liberal que hoy campea en el mundo es el ideal del gobierno de todas las naciones. Y esto es justo lo contrario a lo que la Iglesia enseñó unánimemente a lo largo de los dos últimos siglos. ¿A quién le hacemos caso? ¿Al Papa Francisco o a los Papas anteriores?
Ya sabemos que el coro de obispos, sacerdotes y fieles se levantará a gritos a decirnos que debemos estar en todo de acuerdo con el Papa Francisco. Cuidado. Como bien nos alertaban la semana pasada Carlos Esteban y Fernando Beltrán, la Iglesia católica se está convirtiendo rápidamente en una secta. Y cuando esto termine de ocurrir, para lo cual no falta mucho, ya no será la iglesia de Cristo, y las puertas del infierno tendrán el poder de prevalecer sobre ella.
Reflexión ulterior: Resulta asombroso que una institución milenaria como la Iglesia latina no haya previsto mecanismos legales para actuar en casos como el del actual pontífice. Es verdad que en siglos pasados se recurría, sin demasiados remilgos, a un té debidamente condimentado o a una ventana abierta en las alturas de Castel Sant’Angelo. Pero, a mi entender, se debió haber previsto algún recurso canónico que permitiera, cuando menos, amordazar a un Papa desequilibrado.
The Wanderer