Esta semana he sido testigo de una ridícula polémica, en torno a las vacunas contra el coronavirus, que me ha hecho recordar uno de los problemas del catolicismo hodierno; y no me refiero a este pontificado, me refiero a los últimos 200 años.
El caso en concreto es simplemente una pequeña muestra del fenómeno, no me detendré mucho en él: un sacerdote publica sus razones para no vacunarse; nos hacemos eco diciendo que no todo el clero sigue la línea marcada por el Papa y el Vaticano en esta cuestión ―es público que abogan fuertemente por la vacunación―; y el sacerdote en cuestión tiene que excusarse con cierto aire dramático diciendo que su adhesión al Papa es absoluta y bla bla bla
No entro en el tema vacunas sí, vacunas no; no quiero analizar la conveniencia de que un sacerdote o el Papa opinen sobre cuestiones médicas; lo que me preocupa es que un sacerdote tenga que excusarse acongojado porque opina diferente al Pontífice reinante sobre vacunas; no sobre el dogma de la Santísima Trinidad, la Inmaculada o la divinidad de Cristo; sobre malditas vacunas.
Me pregunto, como Carlos Esteban: ¿En que momento se convirtió la Iglesia en una secta? ¿Es que tenemos que opinar igual que el Papa en todo? Algunos parece que así lo piensan, y ven prácticamente como un acto cismático, o una amenaza contra la manida unidad, manifestar opiniones diferentes a Su Santidad en medicina o inmigración; geopolítica o energía nuclear.
¡Qué lío tener que opinar igual que el Papa en todo! Sobre todo, porque ha habido 266. Y, además, ¿cómo funciona? ¿Hay que opinar como el actual o como los anteriores? ¿A partir de cuántos años se puede criticar a un Papa? ¿100, 200? Porque, de hecho, aquellos que no toleran una simple crítica o un disentir del Papa actual, sí se permiten, en cambio, hablar de épocas oscuras de la Iglesia, de los Borgia y de la Inquisición.
Ayer, el Papa dijo que las alambradas fronterizas significan odio. ¿Ahora tenemos que arrancar las púas de las verjas de nuestras casas para ser buenos católicos fieles al Santo Padre? ¿Tenemos que pedir a nuestros gobernantes que retiren las vallas de Ceuta y Melilla para estar en comunión con la Iglesia? ¿O, más bien, es una cuestión opinable y podemos disentir públicamente con Su Santidad?
Sinceramente, me inclino por lo último. No somos una secta.
Fernando Beltrán