Similes illis fiant qui faciunt ea,
et omnes qui confidunt in eis.
Sal. 113, 16
Mientras países que antes eran católicos introducen en su legislación el aborto, la eutanasia, la ideología de género y las uniones sodomíticas; mientras en Estados Unidos un presidente legítimamente electo ve cómo usurpa la Casa Blanca un presidente corrupto, depravado y abortista, elegido mediante un fraude colosal, con el aplauso adulador de Bergoglio y de los obispos progresistas; mientras la población mundial está convertida en rehén de conjurados que lucran con la psicopandemia y con la imposición de pseudovacunas ineficaces y peligrosas, Francisco pone todo su empeño en la catequesis con un monólogo puesto en escena el pasado 30 de enero para el seleccionado público de la Oficina Nacional de Catequesis de la Conferencia Episcopal Italiana (aquí). Este circo ha tenido lugar con ocasión del LX aniversario de la fundación de la Oficina de Catequesis, «instrumento indispensable para la renovación catequética después del Concilio Vaticano II».
En dicho monólogo, redactado con toda probabilidad por algún oscuro funcionario de la CEI a modo de borrador y más tarde desarrollado como buenamente salga gracias al arte que tan augusto orador se da para improvisar, se repiten todas palabras gratas a los seguidores de la Iglesia conciliar, empezando por aquel kerigma que ningún buen modernista puede omitir jamás en sus homilías aunque casi siempre ignore el significado de dicha voz en griego, lengua que casi seguro no sabe declinar sin hacerse un lío con acentos y desinencias. Es evidente que la ignorancia de quien repite el estribillo del Concilio es un instrumentum regni desde que se obligó al clero a abandonar la doctrina católica para sustituirla para privilegiar el nuevo método creativo. Es cierto que decir anuncio en vez de kerigma banalizaría los discursos de los iniciados, además de manifestar la ignorancia despreciativa de la casta hacia la plebe que se aferra tercamente al nocionismo postridentino.
No es casual que los novadores detesten con todas sus fuerzas el Catecismo de San Pío X, que por su brevedad y claridad en las preguntas y las respuestas no deja lugar para la inventiva del catequista. Catequista que debería ser –y no lo es desde hace sesenta años– el que transmite lo que ha recibido, y no un esquivo personaje con memoria de elefante para hablar de la historia de la salvación que de vez en cuando escoge qué verdad transmitir y cuál omitir para no ofender a sus interlocutores.
En la misericordiosa iglesia bergogliana, heredera de la iglesia postconciliar (ambas derivadas de un espíritu que ya no tiene nada de católico) es lícito debatir, contradecir y refutar todo dogma, cualquier verdad de fe, cualquier documento magisterial anterior a 1958. Porque, según dice Francisco, podemos ser «hermanos y hermanas todos, independientemente de la fe». Cualquier fiel entiende bien las gravísimas consecuencias del pseudomagisterio actual, que contradice abiertamente la enseñanza constante de las Sagradas Escrituras, la divina Tradición y el Magisterio apostólico. Con todo, la ingenua víctima de décadas de reprogramación conciliar de los católicos podría creer que en esta compleja babel de herejes, rebeldes y viciosos quede algún espacio para los ortodoxos, los devotos súbditos del Romano Pontífice y los virtuosos.
¿Hermanos todos, independientemente de la fe? Este principio de tolerante acogida sin distinciones no conoce otros límites sino –precisamente– el de ser católicos. Y así, podemos leer en el monólogo que soltó Bergoglio el pasado 30 de enero en la Sala Clementina:
«Esto es magisterio: el Concilio es magisterio de la Iglesia. O estás con la Iglesia y por tanto sigues el Concilio, y si no sigues el Concilio o lo interpretas a tu manera, como quieres, no estás con la Iglesia. A este respecto tenemos que ser exigentes, severos. No, el Concilio no se negocia para tener más de estos… No, el Concilio es así. Y este problema que estamos viviendo, de selectividad del Concilio, se ha repetido a lo largo de la historia con otros Concilios».
Tenga el lector la bondad de no detenerse en la incierta prosa del orador, que une a la improvisación el embrollo doctrinal asesinando la sintaxis. El mensaje del discurso a los catequistas sume en la contradicción las misericordiosas palabras de Fratelli tutti obligando a cambiar el título de la encíclica por el de Hermanos todos menos de los católicos. Y si es innegable y se puede estar de acuerdo en que los concilios de la Iglesia Católica son parte del Magisterio, no se puede decir lo mismo del único concilio de la nueva iglesia. El cual, como ya he dicho tantas veces, es el más tremendo engaño que hayan impuesto los fieles a la grey del Señor. Engaño –repetita iuvant– perpetrado en el momento en que una camarilla de expertos conjurados decidió valerse de los instrumentos de gobierno eclesiásticos –autoridad, actos magisteriales, discursos pontificios, documentos de las congregaciones, textos litúrgicos…– con un fin contrario al establecido por su divino Fundador cuando instituyó la Iglesia. De esa forma se impuso a los súbditos la adhesión a una nueva religión cada vez más claramente anticatólica y en definitiva anticristiana, usurpando la sagrada autoridad de la vieja, despreciada y reprobada religión preconciliar.
Nos encontramos así en la grotesca situación de ver cómo se niegan la Santísima Trinidad, la divinidad de Jesucristo, la doctrina del sufragio por los difuntos, los fines del Santo Sacrificio, la Transustanciación y la virginidad perpetua de María Santísima sin incurrir en sanciones canónicas (de lo contrario casi todos los consultores del Concilio y de la Curia actual estarían excomulgados a estas alturas). Todo lo contrario: «Si no sigues el Concilio o lo interpretas a tu manera, como quieres, no estás con la Iglesia». La glosa de Bergoglio a esta vinculante condena de toda crítica al Concilio deja con la boca abierta:
«A mí me da tanto que pensar un grupo de obispos que después del Vaticano I se fueron, un grupo de laicos, otros grupos, para continuar la “verdadera doctrina” que no era la del Vaticano I. “Nosotros somos los verdaderos católicos”… Hoy ordenan a mujeres.»
Habría que señalar que ese «grupo de obispos, grupo de laicos, otros grupos» que no quisieron adherirse a la doctrina infaliblemente definida por el Concilio Vaticano I fueron condenados y excomulgados inmediatamente, mientras que hoy los acogerían con los brazos abiertos «independientemente de la fe». Y que los papas que entonces condenaron a los veterocatólicos condenarían hoy en día el Concilio Vaticano II y Bergoglio los acusaría de no estar con la Iglesia. Por otra parte, las lectoras y acólitas de reciente invención no preludian otra cosa que el «hoy ordenan a mujeres» donde infaltablemente desembocan cuantos abandonan las enseñanzas de Cristo.
Curiosamente, la apertura ecuménica, el camino sinodal y la Pachamama no les impiden ser intolerantes con los católicos que no han hecho otro mal que no querer apostatar de la Fe. Y sin embargo, cuando Bergoglio pide «ninguna concesión a los que intentan presentar una catequesis que no sea concorde con el Magisterio de la Iglesia» se contradice a sí mismo y a la presunta primacía de la pastoral sobre la doctrina que teorizó en Amoris laetitia como conquista de quienes tienden puentes en vez de levantar muros, por usar expresión de la que gustan los aduladores de Santa Marta.
Así pues, a partir de ahora podremos actualizar el comienzo del Símbolo Atanasiano, Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est, ut teneat Modernistarum hæresim*».
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
3 de febrero de 2021
Sancti Blasii Episcopi et Martyris
*«Quien desee salvarse debe, ante todo, observar las herejías modernistas». El original dice «debe observar ante todo la Fe católica». N. del T.