Esto me escribe mi amigo:
Más de una vez, con mucha pena, hemos tenido que escuchar de profesores, sacerdotes e incluso de obispos que hay una conexión real entre el amaneramiento de algunos sacerdotes y revestirse con alba de puntillas. Incluso, más de uno sostiene, con tono burlesco, que revestirse con ese tipo de ornamentos es muy femenino. Por tanto, quienes se revisten de esta manera están reflejando externamente su actitud interior.
A los que sostienen esta tesis me bastaría con mostrarles algunas fotos de San Pío X, Pío XII y Benedicto XVI. No creo que ninguno se atreva a decirle en la cara al Papa emérito lo que afirman en sus clases o charlas, algunas de ellas visibles en internet. Por otro lado, me parece que algunos sacerdotes tenemos un gusto por lo feo. Muchos no somos culpables de ello, pues el gusto se forma, se educa, como se hace en otros ámbitos como la música, el cine, la pintura, etc.
Cuando escuchas a alguien decir que las puntillas son de amanerados, pues, lastimosamente pierde peso lo que dice. Recurrir a la burla para argumentar en contra, quita credibilidad a quien la usa.
En líneas fundamentales, casi todos estamos de acuerdo que la Liturgia es una acción sagrada, memorial del Misterio Pascual de Cristo, donde el sacerdote que preside junto a la asamblea ofrece la víctima, Cristo mismo, agradable al Padre. Junto con tal valiosísima víctima toda la Iglesia se ofrece a sí misma. Sin embargo, hay algunas afirmaciones secundarias que en muchas exposiciones se sostienen y que necesitan aclaración o puntualización.
La reforma pretendió un cambio de mentalidad y no sólo un cambio de ritos, se dice. Esta afirmación es interesante, pues en las conferencias o charlas sobre estos temas se suele rechazar la expresión “Misa nueva”. Se dice que es la misma Misa, que nada ha cambiado. Sin embargo, es realmente una misa nueva. No lo digo yo, sino Pablo VI en dos audiencias de 1969. El Santo Padre habla, en la audiencia del 19 de noviembre, de “un nuevo rito de la Misa”, “un nuevo espíritu”, “nuevas direcciones”, “nuevas reglas”, “lenguaje litúrgico nuevo y más expansivo”, “innovación”. Añade Pablo VI: “la Misa se celebrará de una manera bastante diferente a la que estamos acostumbrados a celebrar en los últimos cuatro siglos, desde el reinado de San Pío V, después del Concilio de Trento, hasta el presente «.
Siete días después, en la audiencia del 26 de noviembre de 1969, Pablo VI nos da a conocer que la celebración es una novedad, un cambio: “Una vez más queremos invitar a vuestras almas a volverse hacia la novedad litúrgica del nuevo rito de la Misa, que se establecerá en nuestras celebraciones del Santo Sacrificio, a partir del próximo domingo, primer domingo de Adviento, 30 de noviembre. Nuevo rito de la Misa: es un cambio, que concierne a una venerable tradición secular, y por tanto afecta a nuestra herencia religiosa”.
Estas citas precedentes no pretenden sino mostrar con las mismas palabras del Santo Padre que realmente la reforma litúrgica apuntó no solo a un cambio de mentalidad, sino también de ritos, que constituyeron de hecho una novedad.
No se puede rezar sino en la lengua materna, dicen algunos. Esta afirmación contradice la enseñanza del Concilio Vaticano II, que reconoce el canto gregoriano como el propio de la liturgia romana, y nosotros usamos el misal romano. Por otro lado, contradice la experiencia cristiana de siglos. Ciertamente, había sus defectos en las celebraciones litúrgicas antes del Vaticano II, en las que se notaba una deficiente participación por parte de muchos fieles, así por ejemplo, los hombres salían a fumar durante el sermón del sacerdote. Sin embargo, pienso en los santos, hombres y mujeres de a pie, que iban a Misa todos los días. ¿Alguien se atrevería a decir que ellos no rezaban, porque no “entendían”? ¿Seguro que no entendían? ¿Quién nos asegura que la gente ahora entienda? Basta con darse una vuelta por las parroquias para percatarnos que muchos ni siquiera saben lo que el sacerdote ha dicho apenas pronunciado el prefacio en su lengua materna. Es suficiente con ver las encuestas para darse cuenta que un alto porcentaje de fieles no cree que en la Eucaristía está Dios, y eso, los que van a Misa.
Hablar de la naturaleza de la Liturgia debería tener un carácter propositivo. Sin embargo, estamos habituados a escuchar críticas muy severas, y a veces injustas, a la misa que celebraba antes del Concilio Vaticano II. Cargar sobre una forma de celebración antigua todos los defectos que notamos, debería, siendo honestos, llevarnos a cargar también sobre la misa nueva todos los defectos y abusos que actualmente se realizan. A esto último, más de uno podrá decir que no son defectos de la celebración en sí misma, sino de los celebrantes. ¿Acaso no podemos decir lo mismo de los abusos antiguos en la misa tradicional? También son culpa del celebrante y de los fieles, y no de la misa tradicional en sí misma.
Los abuelos tenían a veces un modo no aceptable de evitar ciertos comportamientos. Cuando el pequeño estaba a punto de llorar, si sus abuelos eran mal hablados, les decían: “No llores que eso es de…”. Algo parecido sucede con el acercamiento de algunos sacerdotes jóvenes a lo tradicional. Se les dice: “No se te ocurra revestirte de alba de puntillas que eso es de amanerados”. Con ello muchas veces consiguen, a través de etiquetas, que los jóvenes no se acerquen a todo lo que “huela” a tradicional, y no necesariamente a la misa en forma extraordinaria.
Me parece que la atracción a lo tradicional es una consecuencia de los abusos que los obispos aún no logran corregir. Es interesante, pues todos los jóvenes no han sido formados en la misa tradicional. Ni siquiera se les ha hablado de ella en los seminarios, menos en las clases; sin embargo, les atrae. Es algo que quizás a los curas que no son tan jóvenes cuesta aceptar. En la carta a los obispos que acompaña al motu proprio Summorum Pontificum sobre el uso de la liturgia romana anterior a la reforma efectuada en 1970, Benedicto XVI reconoce esa proximidad de los jóvenes a la misa tradicional:
“Enseguida después del Concilio Vaticano II se podía suponer que la petición del uso del Misal de 1962 se limitaría a la generación más anciana que había crecido con él, pero desde entonces se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía”.
Es interesante el verbo descubrir, pues refleja que es algo que los jóvenes no han visto, pero que han encontrado. Es decir, hay un grupo (coetus en latín) que no necesariamente ha pervivido décadas después de la reforma, sino que ha descubierto y se ha sentido atraído por esta forma de celebración.
Decía un profesor de liturgia: “En clases puedo tener mis opiniones, pero cuando me revisto con una casulla hago lo que hace la Iglesia”. Si la Iglesia afirma que hay dos formas de celebrar la Eucaristía en el rito romano, ¿Quiénes somos nosotros para negarlo? Un fiel cristiano o un sacerdote reconocen que las dos formas de celebración, la ordinaria y la extraordinaria, son válidas. Si hay alguna persona que niega la validez de la misa nueva de Pablo VI, considérese fuera de la Iglesia. Ambas formas, insistimos, son válidas y sagradas.
Una vez en clases me dijo un profesor: “No necesito conocer la misa tradicional para amar la misa nueva”. A lo que respondí: “Yo tampoco. Pero tiene que reconocer que yo sé más que usted. Pues celebrar la misa tradicional es tener una experiencia de la que usted carece y que se aprende no solo en los libros”. Criticar en mal tono la misa en forma extraordinaria y todo lo que suene a tradicional parece una falta de sensibilidad al pasado, a lo que ha sido y es sagrado. Pero, la sensibilidad, como el gusto, también se educa, se forma, y eso lo facilita la experiencia.
Un seguidor de La Cigueña de la Torre