Ya sabemos que no existe el magisterio aeronáutico. Las entrevistas o declaraciones que ofrezca un Papa a los periodistas mientras viaja por los aires (o mientras está en Roma) no son ni siquiera lejanamente magisteriales. Son opiniones personales de la misma persona que, en otro contexto, puede hablar magisterialmente. Ningún católico está obligado a coincidir con esas opiniones, que solo tienen el peso de las razones o sinrazones que las acompañen y de la mayor o menor sabiduría de quien las expresa.
No obstante, el hecho de ser extramagisteriales no implica que sean irrelevantes. Del mismo modo que un Papa o cualquier otro obispo pueden hacer mucho bien con sus palabras aunque no sean magisteriales, también pueden hacer mucho mal con ellas, incluso cuando no son magisteriales. Un cargo de autoridad conlleva una gran responsabilidad, que no debe tomarse nunca a la ligera. Si de toda palabra ociosa que hablen los hombres les pedirán cuentas el día del Juicio, con mucha más razón deberán cuidar esas palabras lo que han sido elegidos por Dios para enseñar en su nombre.
Digo todo esto por las enésimas respuestas del Papa Francisco a los periodistas en su último viaje, que, con todo el respeto, son desoladoras. Podrían analizarse varias cosas, pero creo que basta con estas breves frases del Papa:
“También ocurre lo mismo con los santos que no son solamente los de los altares, son los santos de todos los días. […] Los santos, hombres y mujeres, que viven su fe, sea la que sea, con coherencia. Que viven los valores humanos con coherencia. La fraternidad con coherencia”
Es difícil expresar adecuadamente lo terribles que son estas afirmaciones desde el punto de vista de la fe católica, porque de hecho niegan la realidad de la gracia de Dios, la fe, la Revelación, la encarnación de Cristo y la redención por su muerte y resurrección, el perdón de los pecados y, en resumen, todo lo que creemos los católicos. No es nada sencillo conseguir algo así con dos docenas de palabras.
En tres frases, el Papa iguala la fe sobrenatural cristiana con las creencias religiosas más o menos disparatadas de los hombres, como si estuvieran al mismo nivel (error fundamental pero no casual, porque se repite varias veces en la declaración del Papa en unión con el imán de Abu Dhabi y en otros textos). Asimismo, parece ignorar que la santidad no es ni puede ser una cualidad meramente humana, que surge al margen de la fe católica, porque es un don sobrenatural que Dios da por medio de la fe y al hilo de los sacramentos. Reducir la santidad a la fraternidad humana es lo mismo que decir que no hacía falta que Cristo se encarnara ni que muriera por nosotros, que la salvación no era necesaria. Si cualquier religión no cristiana puede hacernos santos, ¿qué sentido tienen los sacramentos, la liturgia, la doctrina y el propio magisterio? Si la fraternidad humana basta para alcanzar la santidad, la gracia y la filiación divina que nos ofrece la Iglesia se convierten en irrelevantes.
Del mismo modo, esos “valores humanos” que procuran vivir “con coherencia” los miembros de otras religiones y que para el Papa son la única condición para alcanzar la santidad en realidad son, a menudo, profundamente inhumanos, porque no cuentan con la Revelación divina que hemos recibido en el Hijo de Dios. La coherencia con el error no es algo bueno ni deseable ni mucho menos santo, sino que, en el mejor de los casos, simplemente puede atenuar la responsabilidad de los pecados objetivos cometidos.
Si nos tomáramos en serio las palabras del Papa, en nuestras Iglesias, junto a Nuestra Señora, a los apóstoles y los mártires deberíamos colocar imágenes de Lutero, el fundador de los Testigos de Jehová, Aleister Crowley o unos cuantos Daláis Lamas, porque serían tan santos los unos como los otros. A fin de cuentas, si lo que importa es ser “coherente” con las propias creencias, por muy equivocadas y absurdas que sean esas creencias, todos ellos sin duda lo habrán sido en mayor o menor medida. Es más, si se puede ser santo siguiendo a Buda, a Confucio, a Mahoma o a Joseph Smith, ya no es cierto que solo se nos ha dado un nombre bajo el cielo que pueda salvarnos, el de Jesucristo. Si todo es santidad, nada es santidad. Si todas las religiones salvan, Jesucristo nos engañó al presentarse como el único Hijo de Dios.
Para valorar todo esto, sin duda hay que tener en cuenta, con todo el respeto y el cariño filiales, que el Papa no es un gran teólogo ni un gran pensador, ni siquiera uno medianillo. Después de varios años, resulta evidente que la mayoría de las cuestiones teológicas le superan por completo (y no pasaría nada, porque ya ha habido Papas muy poco formados en el pasado, si no fuera porque él mismo parece no ser consciente de lo que no sabe y eso resulta muy peligroso). Nuestro Papa actual, como tantos otros clérigos, es producto de la pésima formación que aqueja a la Iglesia en nuestro tiempo y que, de hecho, tiende a impedir distinguir en la práctica entre verdades y errores o incluso a olvidar que existe una distinción entre ambas cosas. A eso parece unirse, en su caso, el gusto por rodearse de personas aduladoras (y quizá faltas de fe) que, en lugar de señalarle sus equivocaciones, prefieren adularle y elogiar esas ocurrencias personales disparatadas. Por supuesto, el hecho de que sean ocurrencias en consonancia con los errores dominantes de nuestra época dificulta aún más que el interesado note que existe un problema.
Es decir, es muy posible, incluso probable, que el propio Papa no sea consciente de la gravedad de estas afirmaciones, diametralmente opuestas a la doctrina de la Iglesia y que destruirían por completo esta doctrina si se aceptasen como ciertas. No obstante, al margen de la responsabilidad subjetiva de su autor, que a los demás nos importa poco, son afirmaciones que objetivamente hacen un gran daño a los fieles y a la Iglesia. Quizá sea la hora de que los demás sucesores de los Apóstoles abandonen la estrategia del avestruz y empiecen a rechazar con claridad esos errores. Si la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, también el error es el error, en boca de un donnadie o de un Papa. A fin de cuentas, los desastres extramagisteriales siguen siendo desastres.
Bruno Moreno