Venite, faciamus nobis civitatem et turrim,
cujus culmen pertingat ad cœlum.
Génesis 11,4
«Vendrá un tiempo en que los hombres perderán la razón, y cuando vean a alguien que no esté loco se abalanzarán contra él diciendo: “estás loco”, porque no es como ellos»
San Antonio Abad
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Mi más sentido agradecimiento al Dr. Patrick Coffin por brindarme la oportunidad de participar en la cumbre mundial Truth Over Fear: Covid-19, the Vaccine and the Great Reset. Antes de hablar, aprovecho para saludar a los participantes y bendecir su compromiso con la verdad, en particular en estos tiempos de gran confusión y entenebrecimiento de las mentes y las conciencias.
Sin duda tienen noticia de mi declaración del pasado 25 de marzo, en la que manifesté mi intención de celebrar este acto y presentar de antemano los temas a tratar, exponiendo algunos de ellos con más precisión. Lo que les voy a decir se refiere a otros aspectos y tiene por objeto completar mi exposición anterior.
Los medios de prensa, los políticos, los grandes empresarios y hasta los sacerdotes y los obispos nos hablan obsesivamente de un mundo interconectado en el que las facultades humanas se verán ampliadas por una serie de apéndices tecnológicos que nos permitirán dar instrucciones a nuestro automóvil, encender la luz de la sala hablando a un cilindro plástico, solicitar información relativa al tránsito diario, encargar la cena al restaurante por el teléfono móvil y saber si es inminente la fecha de expiración del cartón de leche que tenemos en el refrigerador. Según nos dicen, un mundo así supone una conquista y un progreso para la humanidad. Muchas de las maravillas que nos esperan ya existen. Otras son de inminente aparición; ya están patentadas y a punto de salir al mercado.
Imaginemos por un momento que a principios del año pasado alguno de nosotros se hubiera visto por casualidad aislado de todo lo que estamos viviendo. Supongamos que decidió retirarse a una casita en la montaña para escribir un libro, o que ingresó en un monasterio para una temporada de retiro y oración. Lejos de la televisión, los periódicos y otros medios informativos, y sin recibir las últimas noticias en el teléfono celular. Sólo oye la música de la naturaleza, el canto de los pájaros, el susurro del viento, el fragor de un torrente y el tañido de la campana. Hasta que al cabo de más de un año este afortunado amigo concluye su aislamiento y regresa al mundo, creyendo lo encontraría tal como lo dejó.
¿Qué se encontraría a su regreso esta persona que estuvo apartada de todo mientras los demás estábamos encerrados en nuestra casa durante el confinamiento impuesto por casi todos los gobiernos del mundo?
Nuestro amigo descubrirá que mientras él se entregaba a escribir su novela o a meditar sobre los textos de los Padres de la Iglesia el mundo se volvió loco, ni más ni menos. Un síndrome gripal, que según datos oficiales tiene aproximadamente la misma tasa de mortalidad entre los ancianos y las personas de salud frágil que cualquier gripe estacional ha servido de pretexto para sembrar el terror en la población, con la complicidad de los políticos, la prensa, los médicos y hasta las fuerzas del orden. Se verá rodeado de personas que se cubren el rostro con mascarillas quirúrgicas incluso en la calle, porque les han dicho que así se evita el contagio. Cuando vuelva a su ciudad e intente ir de compras, verá que no lo dejan entrar en el supermercado por no llevar el ridículo bozal, y tampoco podrá entrar a un restaurante sin que primero lo sometan a una PCR, prueba que hasta el año pasado se consideraba ineficaz como método diagnóstico. Le dirán que esta pandemia ha causado millones de muertes, y eso que en 2020 el número de fallecimientos a nivel mundial fue prácticamente el mismo que en años anteriores. También le dirán que por un virus gripal que es sabido que muta como cualquier otro coronavirus las autoridades de todos los países han adquirido miles de millones de dosis vacunas de reconocida ineficacia, pues no garantizan la inmunidad, y de hecho tienen graves efectos secundarios, cosa que nadie quiere reconocer.
Nuestro amigo quedará estupefacto al enterarse de que en cuanto se dio el primer brote en un lugar remotísimo de China, en vez de suspender los vuelos y cerrar las fronteras, hubo quienes declararon que aquello era una campaña racista contra el país asiático y se desvivieron por manifestar solidaridad yendo a comer rollitos de primavera a un restaurante chino de su localidad, con una cohorte de fotógrafos y reporteros para dar cuenta del acto. Sabrá por la prensa que desde hacía más de una década, muchos países habían abandonado sus sistemas de salud, cerrado hospitales y descuidado los planes de contingencia para epidemias. No entenderá cómo es que se han prohibido tratamientos eficaces y en la propia casa, dejando que los enfermos empeoren para atiborrar con ellos las unidades de cuidados intensivos y dejarlos morir conectados a respiradores. Quedará horrorizado cuando le digan que no se practicó la autopsia a los cadáveres, y que se los incineró sin hacerles honras fúnebres en la iglesia, como si quienes los dejaron morir no quisieran que quedara rastro de sus fechorías.
Nos podemos imaginar lo absurdo e incomprensible que resulta todo esto para quien no está bombardeado día y noche por los terroristas medios de prensa. Igual de inconcebible es la pasividad y resignada obediencia de las masas a los dictados de las autoridades civiles y religiosas. Porque nuestro amigo también descubrirá que en la Iglesia también ha cambiado la situación: ya no hay agua bendita, los reclinatorios han desaparecido para dejar lugar a sillas espaciadas con letreros que te dicen dónde te puedes sentar, se limita el aforo en los templos y la Comunión sólo se puede recibir en la mano por razones higiénicas. Se enterará de que no sólo los párrocos y los obispos se han sumado a la histeria colectiva, sino que hasta han hecho su contribución personal, en algunos casos llegando al extremo de exigir PCR y certificado de vacunación a quienes quieran asistir a Misa. Hasta ponen el famoso video de Bergoglio solito en la Plaza de San Pedro, o la entrevista en que afirma que vacunarse es «un deber moral”, a pesar de que las vacunas están producidas a partir de tejidos procedentes de fetos abortados. Y también le dirán que la Congregación para la Doctrina de la Fe se apresuró a decir que era moralmente lícito ponerse esas vacunas.
Cuando hable con amigos a los que no ha visto en más de un año, nuestro amigo descubrirá que les han prohibido salir, verse en vacaciones, celebrar Semana Santa y Navidad, ir a Misa, confesarse y recibir otros sacramentos; que el Estado ha decretado confinamientos domiciliarios y toque de queda, y se han cerrado tiendas, restaurantes, museos, gimnasios, colegios y bibliotecas. Todo está cerrado por miedo a un virus que se podría –que se puede– curar con tratamientos que han prohibido la OMS y otros supuestos expertos, ordenando en su lugar una «prudente espera». Y si pregunta cómo es que nadie ha protestado, le explicarán que también se han prohibido las manifestaciones de protesta y reprimidas duramente por la policía. Y que en algunos países se han construido centros de detención para quienes no quieran someterse a la vacunación, y que se ha hecho obligatoria una app. que permite ubicar a los ciudadanos en todo momento, y ya se teoriza el empleo de un microchip subcutáneo capaz de detectar positivos o servir de pasaporte que identifique a los vacunados, lo cual les permitiría viajar en avión y acceder a restaurantes.
Todo esto ha sido posible gracias al silencio de los magistrados, mientras comisiones científicas anónimas imponían tiránicamente su autoridad por medio de una normativa absurda e ineficaz. Millones de personas confinadas en arresto domiciliario tendrían que haber reducido lógicamente el número de contagios, cuando la verdad es que los países en que no se impuso confinamiento han registrado menos muertes. Millones de personas impedidas de trabajar, reducidas a la miseria por medio de decisiones ilegítimas e inconstitucionales, han obedecido a la espera de unas limosnas miles de veces prometidas que nunca llegan. Millones, por no decir miles de millones, de personas sufren las consecuencias de las decisiones de unos pocos filántropos que han conseguido imponer unas vacunas producidas por compañías farmacéuticas de las que son los principales accionistas, con la aprobación de organismos supervisores financiados por ellos mismos. Sin conflicto de intereses, sin crímenes de lesa humanidad, sin infringir las libertades naturales y los derechos fundamentales de los ciudadanos. Todo ha ido como una seda, como en una película distópica.
Pues bien, amigos; aquello a lo que se enfrenta nuestro amigo es el mundo soñado por el Gran Reinicio, por los promotores del Nuevo Orden Mundial, los secuaces de la secta mundialista. Un mundo transhumano en el que algoritmos brotados de mentes morbosas y diabólicas deciden si uno puede salir de casa, qué tratamientos se le deben administrar, qué actividades se le permiten y quiénes tienen derecho a trabajar. Y mientras nos tenían encarcelados sin rejas en nuestra casa confiados en la demencial publicidad de la televisión y las redes sociales, al amparo de las tinieblas iban instalando torres de telefonía 5G por todas partes para hacer posibles los avances tecnológicos que permitirán conectarnos a todos y a todo, desde una batidora o un iPad hasta los automóviles eléctricos, pasando por la enseñanza a distancia. Con la perpetua obligación del distanciamiento social y teniendo que vacunarse cada seis meses, aunque todo vaya bien, en nombre de una pandemia cuyos estragos sólo se ven en los medios de difusión y en su desafortunado manejo por parte de los políticos y los médicos del régimen.
Aunque nuestro amigo no es médico, al no haber estado sometido a este año y medio de delirante bombardeo por la televisión, el celular y la computadora, se da cuenta de la locura de lo que nos han hecho a todos con este plan criminal urdido por la élite. Y también se ha dado cuenta –como nos la dimos nosotros– de que la jerarquía católica ha desempeñado un papel importante en lo que se refiere a imponer el discurso oficial, valiéndose de la autoridad de la Iglesia para ser cómplice de un crimen monstruoso, un fraude colosal contra Dios y la humanidad.
Si comparamos cómo vivíamos en enero de 2020 con cómo han terminado por obligarnos a vivir, no podemos menos que reconocer el éxito alcanzado por este plan infernal, aceptado por la mayoría como algo inevitable. Hay quienes, incapaces de aceptar la irracionalidad intrínseca de las medidas adoptadas por los gobernantes, han suspendido totalmente el juicio y se han entregado a sus verdugos. Otros, buscando un sentido espiritual a la histeria colectiva, ruegan a Dios por el fin de una plaga inexistente o se adaptan a la nueva liturgia pagana del covid. Y algunos otros, más combativos, son incapaces de resignarse a la monstruosidad de lo que pasa y esperan una intervención divina.
Ojalá tuviéramos el sentido común para pensar por nosotros mismos, para hacer uso de la razón con que nos ha dotado el Padre Eterno. Entonces comprenderíamos al momento que este horror no es otra cosa que el mundo patas arriba al que aspira el Enemigo eterno de la especie humana, la pesadilla infernal deseada por los siervos de Satanás, el Nuevo Orden Infernal que preludiará la llegada del Anticristo y del final de los tiempos. Sólo así nos daremos cuenta de la apostasía que ha tenido lugar en las más altas instancias de la Iglesia, entregada a demostrar su obediencia a la ideología mundialista, hasta el punto de negar a Cristo crucificado y preferir las pesadas cadenas de Lucifer al ligero yugo de Cristo.
Si hay un Gran Reinicio que necesita la humanidad, sólo lo podrá encontrar regresando a Dios, en la verdadera conversión de las personas y de la sociedad a Cristo Rey, a quien hemos permitido durante mucho tiempo que sea destronado en aras de una perversa libertad que lo permite y legitimiza todo excepto el bien.
El Gran Reinicio tuvo lugar en el Gólgota, en el momento en que Satanás creyó que mataba al Hijo de Dios evitando así la Redención, cuando en realidad había sellado su derrota definitiva. Lo que actualmente presenciamos no es sino una secuela de la batalla entre Cristo y Satanás, entre el linaje de la Mujer vestida de luz de la que habla el Apocalipsis y el linaje condenado de la antigua Serpiente.
Al aproximarnos a la persecución del final de los tiempos, contamos con la certeza sobrenatural de que esta misma grotesca pandemia, miserable pretexto para la instauración de una sinarquía antihumana y anticristiana, está destinada al fracaso, porque Cristo ya ha derrotado al eternamente vencido en una victoria aplastante e inexorable. Fortalecidos con la certidumbre de tan épica victoria, que tal vez veamos muy pronto, hemos de combatir bajo la bandera de Cristo Rey y el amparo de la Reina de las Victorias, a quien dio el Señor poder para aplastar la cabeza del Maligno.
Si volvemos a Cristo, comenzando por nosotros mismos y nuestras familias, no sólo lograremos que se nos abran los ojos para entender el absurdo de la situación que vivimos, sino que también sabremos combatir eficazmente con las armas imbatibles de la Fe. «Omne, quod est ex Deo, vincit mundum: et haec est victoria, quae vincit mundum, fides nostra: Todo lo que es nacido de Dios vence al mundo; y ésta es la verdad que ha vencido al mundo: nuestra fe» (1 Jn 5,4). Entonces, la nueva Torre de Babel, el castillo de naipes covidiano, la farsa de las vacunas y el fraude del Gran Reinicio colapsarán inevitablemente manifestando con su diabólica naturaleza el plan asesino del Adversario y sus secuaces.
Pongamos la vista en la Nueva Jerusalén que desciende del Cielo, la Santa Iglesia, que en la visión de San Juan apareció «como una novia que se engalana para su Esposo» (Ap. 21,4) Nuestro Gran Reinicio lo lleva a cabo Nuestro Señor: «He aquí, Yo hago todo nuevo » (Ap.21,5); «Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin» (Ap.21,6). Que toda la Corte Celestial nos asista y proteja en esta épica batalla en la que nos gloriamos de servir bajo los estandartes de Cristo Rey y nuestra Reina María.
+Carlo Maria Viganò, arzobispo
Ex nuncio apostólico en los Estados Unidos de América
[1] La plataforma que iba a transmitir el acto, programado para el 30 de abril y el 1º de mayo pasados, ha sido víctima de la censura e inutilizada. El acto ha tenido lugar una semana más tarde.
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(Traducido por Bruno de la Inmaculada)