Según el prestigioso The Lancet, el aborto, en crecimiento sostenido, es ya la primera causa de muerte en el planeta. Pero Su Santidad, en el discurso inaugural de los Estados Generales de la Natalidad promovidos por el Foro de Asociaciones Familiares junto con el primer ministro italiano Mario Draghi, consiguió no mencionar la palabra una sola vez.
En estas páginas hemos defendido que la afirmación de Francisco a comienzos de su pontificado, en el sentido de que los católicos no debíamos “obsesionarnos” con las cuestiones de vida y familia en la lucha cultural es, en algún sentido, razonable. Es evidente que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad no se hizo hombre para predicar que la vida empieza con la concepción y que matar al niño en el vientre de su madre es una atrocidad. Por lo demás, es un concepto de ley natural que cualquiera puede entender sin necesidad de la fe.
Y, sin embargo, es innegable que sonó extraña y produjo un hondo efecto de desánimo en el movimiento católico provida, porque, pese a lo que hemos escrito antes, la Iglesia ha liderado indiscutiblemente estas iniciativas por juzgar, correctamente, que el aborto es una de las peores lacras de nuestro tiempo.
Dicho de otro modo, hay pocos asuntos de ámbito social más claros, urgentes y sangrantes, y la Iglesia Católica es, entre otras cosas más importantes, la conciencia del mundo, la voz profética que denuncia las injusticias que el mundo se niega a ver.
Pero de no ‘obsesionarse’ con el asunto a dirigir un largo discurso a una asamblea centrada en la espantosa crisis demográfica de nuestro tiempo, que deja nuestras sociedades condenadas a la extinción a medio plazo, con una tasa de natalidad muy por debajo de la tasa de sustitución, hay un larguísimo trecho.
«Cada año es como si una ciudad de más de doscientos mil habitantes desapareciera”, explica, gráficamente, el Santo Padre en su discurso. “En 2020 tocó el número más bajo de nacimientos desde la unidad nacional: no sólo por Covid, sino por una tendencia continua y progresiva a la baja, un invierno cada vez más duro».
La asamblea se centra en el caso Italiano, perfectamente asimilable al nuestro y al de toda Europa, y el Papa deploró la situación de “lo que se está convirtiendo en el viejo continente no ya por su gloriosa historia, sino por su avanzada edad». Habló de padres desgarrados entre el trabajo y la familia, de abuelos como botes salvavidas, y sentenció que «para que el futuro sea bueno, es necesario, por tanto, atender a las familias, especialmente a las jóvenes, asaltadas por preocupaciones que corren el riesgo de paralizar sus proyectos de vida».
Incluso criticó la situación en la que se encuentran tantas mujeres en el trabajo, temerosas de que un embarazo pueda suponer un despido, hasta el punto de llegar a ocultar su barriga. «¿Cómo es posible que una mujer sienta vergüenza por el regalo más hermoso que la vida puede ofrecer? No la mujer, sino la sociedad debería avergonzarse, porque una sociedad que no acoge la vida deja de vivir. Los niños son la esperanza que hace nacer a un pueblo».
¿No era la ocasión perfecta, lógica, natural, para recordar que nuestras civilizaciones dan por bueno el procedimiento de masacrar esa “esperanza” en el vientre mismo de sus madres, ese “regalo más hermoso que la vida puede ofrecer”? En Latinoamérica, su Latinoamérica, se produce ya un aborto por cada tres embarazos y es la región del planeta donde más está creciendo esta plaga. ¿Y ni siquiera una mención de pasada, un párrafo, una frase; pronunciar la palabra?
Esta semana, la carta de Ladaria tratando de frustrar un documento del episcopado norteamericano sobre negar la comunión a los políticos que defienden y aprueban leyes abortistas insistía en que la palabra “preeminente” aplicada a la gravedad del aborto podía malinterpretarse en el sentido de convertirlo en problema único. No creemos que los fieles sean tan estúpidos como para no entender su propio idioma. Pero en este caso no es que el asunto del aborto sea “preeminente”; es que parece haber desaparecido de la agenda pastoral.
Les ofrecemos el discurso del Papa, publicado en español por la Oficina de Prensa de la Santa Sede:
Queridos hermanos y hermanas
Os saludo cordialmente y agradezco al presidente del Foro de Asociaciones Familiares, Gianluigi De Palo, la invitación y sus palabras de presentación. Doy las gracias al Dr. Mario Draghi, presidente del Gobierno, por sus palabras claras y esperanzadoras. Os doy las gracias a todos vosotros que reflexionáis hoy sobre el tema urgente de la natalidad, fundamental para invertir la tendencia y volver a poner en marcha Italia, empezando por la vida, empezando por el ser humano. Y está bien que lo hagáis juntos, involucrando a las empresas, los bancos, la cultura, los medios de comunicación, el deporte y el espectáculo. En realidad, hay muchas otras personas aquí con vosotros: hay sobre todo jóvenes que sueñan. Los datos dicen que la mayoría de los jóvenes quieren tener hijos. Pero sus sueños de vida, brotes de renacimiento del país, chocan con un invierno demográfico todavía frío y oscuro: sólo la mitad de los jóvenes cree que podrá tener dos hijos en el transcurso de su vida.
Así, Italia se encuentra desde hace años con el menor número de nacimientos de Europa, en el que está convirtiéndose en el viejo continente no ya por su gloriosa historia, sino por su avanzada edad. Este país nuestro, en el que cada año es como si desapareciera una ciudad de más de doscientos mil habitantes, alcanzó en 2020 el número más bajo de nacimientos desde la unidad nacional: no sólo por la Covid, sino por una continua y progresiva tendencia a la baja, un invierno cada vez más duro.
Y sin embargo, todo esto no parece haber atraído todavía la atención general, centrada en el presente y en lo inmediato. El presidente de la República ha reiterado la importancia de la natalidad, que ha definido como «el punto de referencia más crítico de esta temporada», afirmando que «las familias no son el tejido conectivo de Italia, las familias son Italia» (Audiencia al Foro de Asociaciones Familiares, 11 de febrero de 2020). ¡Cuántas familias en estos meses han tenido que hacer horas extras, dividiendo sus hogares entre el trabajo y la escuela, con los padres haciendo de profesores, técnicos informáticos, operadores, psicólogos! ¡Y cuántos sacrificios se piden a los abuelos, los verdaderos botes salvavidas de las familias! Pero no sólo: ellos son la memoria que nos abre al futuro.
Para que el futuro sea bueno, debemos ocuparnos de las familias, sobre todo de las jóvenes, acosadas por preocupaciones que corren el riesgo de paralizar sus proyectos de vida. Pienso en el desconcierto que provoca la incertidumbre del trabajo, pienso en los miedos que provocan los costes cada vez menos asequibles de la crianza de los hijos: son miedos que pueden engullir el futuro, son arenas movedizas que pueden hundir una sociedad. También pienso, con tristeza, en las mujeres a las que en el trabajo se les disuade de tener hijos o que tienen que ocultar su vientre. ¿Cómo es posible que una mujer tenga que avergonzarse del regalo más hermoso que puede ofrecer la vida? No la mujer, sino la sociedad debería avergonzarse, porque una sociedad que no acoge la vida deja de vivir. ¡Los hijos son la esperanza que hace renacer a un pueblo! Por fin, en Italia se ha decidido convertir en ley una subvención, definida como única y universal, para cada niño que nazca. Expreso mi agradecimiento a las autoridades y espero que esta subvención responda a las necesidades reales de las familias, que han hecho y hacen tantos sacrificios, y marque el inicio de reformas sociales que pongan a los hijos y a las familias en el centro. Si las familias no están en el centro del presente, no habrá futuro; pero si las familias vuelven a ponerse en marcha, todo vuelve a funcionar.
Quisiera ahora fijarme precisamente en la reanudación y proponeros tres reflexiones que espero sean útiles de cara a una esperada primavera que nos saque del invierno demográfico. La primera reflexión gira en torno a la palabra regalo. Todo regalo se recibe, y la vida es el primer regalo que cada uno ha recibido. Nadie puede dárselo a sí mismo. En primer lugar, hubo un don. Es un antes que olvidamos en el transcurso de la vida, siempre empeñados en mirar al después, a lo que podemos hacer y tener. Pero ante todo hemos recibido un don y estamos llamados a transmitirlo. Y un hijo es el mayor de los regalos para todos y está por encima de todo. A un hijo, a todo hijo, le acompaña esta palabra: primero. Al igual que a un niño se le espera y se le ama antes de que vea la luz, nosotros debemos dar prioridad a los hijos si queremos volver a ver la luz después del largo invierno. En cambio, «la falta de hijos, que provoca un envejecimiento de las poblaciones, junto con el abandono de los ancianos a una dolorosa soledad, es un modo sutil de expresar que todo termina con nosotros, que sólo cuentan nuestros intereses individuales.» (Carta encíclica, Fratelli tutti, 19). Hemos olvidado la primacía del don, -¡la primacía del don!- código fuente de la vida en común. Ha ocurrido sobre todo en las sociedades más ricas y consumistas. Vemos, en efecto, que donde hay más cosas, suele haber más indiferencia y menos solidaridad, más cerrazón y menos generosidad. Ayudémonos a no perdernos en las cosas de la vida, para redescubrir la vida como sentido de todas las cosas.
Ayudémonos mutuamente, queridos amigos, a redescubrir el valor de dar, el valor de elegir la vida. Hay una frase del Evangelio que puede ayudar a cualquiera, incluso a los que no creen, a orientar sus decisiones. Jesús dice: «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,21). ¿Dónde está nuestro tesoro, el tesoro de nuestra sociedad? ¿En los hijos o en las finanzas? ¿Qué nos atrae, la familia o la facturación? Hay que tener el valor de elegir lo que más nos importa, porque allí es donde se atará el corazón. La valentía de elegir la vida es creativa, porque no acumula ni multiplica lo que ya existe, sino que se abre a la novedad, a las sorpresas: toda vida humana es una verdadera novedad, que no conoce un antes y un después en la historia. Todos hemos recibido este don irrepetible, y los talentos que tenemos sirven para transmitir, de generación en generación, el primer don de Dios, el don de la vida.
La segunda reflexión que me gustaría brindaros está relacionada con esta transmisión. Gira en torno a la palabra sostenibilidad, una palabra clave para construir un mundo mejor. A menudo hablamos de sostenibilidad económica, tecnológica, medioambiental etc.. Pero también tenemos que hablar de la sostenibilidad generacional. No podremos alimentar la producción y proteger el medio ambiente si no prestamos atención a las familias y los hijos. El crecimiento sostenible pasa por aquí. La historia nos los enseña. Durante las fases de reconstrucción que siguieron a las guerras que devastaron Europa y el mundo en siglos pasados, no hubo reinicio sin una explosión de nacimientos, sin la capacidad de infundir confianza y esperanza en las generaciones más jóvenes. También hoy nos encontramos en una situación de reinicio, tan difícil como llena de expectativas: no podemos seguir modelos de crecimiento miopes, como si todo lo que se necesitara para preparar el mañana fueran unos cuantos ajustes apresurados. No, las dramáticas cifras de natalidad y las aterradoras cifras de la pandemia exigen cambios y responsabilidad.
Sostenibilidad rima con responsabilidad: es el tiempo de la responsabilidad para que florezca la sociedad. Aquí, además del papel principal de la familia, es fundamental la escuela . No puede ser una fábrica de nociones que se vierten sobre los individuos; debe ser el momento privilegiado del encuentro y del crecimiento humano. En la escuela no se madura sólo mediante las notas, sino a través de las caras que se conocen. Y para los jóvenes es esencial entrar en contacto con modelos elevados que formen tanto los corazones como las mentes. En la educación, el ejemplo hace mucho, también pienso en el mundo del espectáculo y el deporte. Es triste ver modelos que sólo se preocupan por parecer, siempre bellos, jóvenes y en forma. Los jóvenes no crecen gracias a los fuegos artificiales de la apariencia, maduran si se sienten atraídos por quienes tienen el valor de perseguir grandes sueños, de sacrificarse por los demás, de hacer el bien al mundo en que vivimos. Y mantenerse joven no pasa por hacerse selfies y retocarse, sino por poder reflejarse un día en los ojos de los hijos. A veces, en cambio, el mensaje que se transmite es el de que realizarse significa ganar dinero y tener éxito, mientras que los hijos parecen casi una excepción, que no debe obstaculizar las aspiraciones personales. Esta mentalidad es una gangrena para la sociedad y hace insostenible el futuro.
La sostenibilidad necesita un alma, y este alma, – la tercera palabra que os propongo es la solidaridad. Y también a ella le asocio un adjetivo: así como necesitamos una sostenibilidad generacional, necesitamos una solidaridad estructural. La solidaridad espontánea y generosa de muchas personas ha permitido a muchas familias salir adelante en estos tiempos difíciles y hacer frente a la creciente pobreza. Sin embargo, no podemos quedarnos en el ámbito de lo urgente y lo temporal, tenemos que dar estabilidad a las estructuras que apoyan a las familias y ayudan a los nacimientos. Son indispensables una política, una economía, una información y una cultura que promuevan con valentía la natalidad.
En primer lugar, necesitamos políticas familiares de largo alcance y con visión de futuro: no basadas en la búsqueda de un consenso inmediato, sino en el crecimiento del bien común a largo plazo. Aquí radica la diferencia entre gestionar los asuntos públicos y ser buenos políticos. Es urgente ofrecer a los jóvenes garantías de un empleo suficientemente estable, seguridad para sus hogares e incentivos para no abandonar el país. Es una tarea que también concierne de cerca al mundo de la economía: ¡qué maravilloso sería ver aumentar el número de empresarios y empresas que, además de producir utilidades, promueven la vida, que se cuidan de no explotar nunca a las personas con condiciones y horarios insostenibles, que llegan a distribuir parte de las ganancias a los trabajadores, con el fin de contribuir a un desarrollo impagable, el de las familias! Es un reto no sólo para Italia, sino para muchos países, a menudo ricos en recursos, pero pobres en esperanza.
La solidaridad debe declinarse también en el precioso servicio de la información, que tanto influye en la vida y en la forma de contarla. Está de moda utilizar palabras fuertes, pero el criterio para formar informando no es la audiencia, no es la polémica, es el crecimiento humano. Necesitamos una «información de tamaño familiar», en la que la gente hable de los demás con respeto y delicadeza, como si fueran sus propios parientes. Y que al mismo tiempo saque a la luz los intereses y tramas que perjudican el bien común, las maniobras que giran en torno al dinero, sacrificando a las familias y a las personas. La solidaridad llama también al mundo de la cultura, el deporte y el espectáculo a fomentar y potencien la natalidad. La cultura del futuro no puede basarse en el individuo y en la mera satisfacción de sus derechos y necesidades. Urge una cultura que cultive la química del conjunto, la belleza del dar, el valor del sacrificio.
Queridos amigos, por último me gustaría decir la palabra más sencilla y sincera: gracias. Gracias por los Estados Generales de la Natalidad, gracias a cada uno de vosotros y a todos los que creen en la vida humana y en el futuro. A veces os sentiréis como si estuvierais gritando en el desierto, luchando contra molinos de viento. Pero id adelante, no os rindáis, porque es hermoso soñar el bien y construir el futuro. Y sin natalidad no hay futuro. Gracias.
Carlos Esteban