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viernes, 11 de junio de 2021

Actualidad Comentada | Alemania, a mi pesar | P. Santiago Martín | Magnificat.tv | 11-06-2021

Magnificat TV Franciscanos de María

Duración 9:01 minutos

https://youtu.be/U_wfiZ70ir4


Consideraciones sobre la temida modificación del Motu Proprio Summorum Pontificum

 ADELANTE LA FE


Esta misma entrada aparece en el blog pero tomada de Ecclesia e post Concilio y usando el traductor de Google. He aquí otra traducción de Adelante la Fe

Con ocasión del simposio de filosofía dedicado a la memoria de monseñor Antonio Livi (aquí), he procurado identificar los elementos que siempre se han repetido a lo largo de la historia en la obra engañosa del Maligno. En aquel análisis me concentré en el fraude de la pandemia, demostrando cómo las razones aducidas para justificar medidas de coacción ilegítimas y las no menos ilegítimas limitaciones de las libertades naturales eran en realidad la profasis*, es decir los motivos aparentes que ocultaban un empeño doloso y un plan criminal. La publicación de los correos de Anthony Fauci (aquí) y la imposibilidad de censurar las cada vez más voces que se alzan en desacuerdo con la narrativa oficial han confirmado mi análisis y nos permiten esperar una clara derrota de los perpetradores del Gran Reinicio (*profasis: alusión culta a un personaje mitológico griego que representaba las excusas o pretextos; N. del T.).

Recordarán que en aquella intervención dije que también el Concilio fue una especie de Gran Reinicio para el cuerpo de la Iglesia, junto con otros sucesos históricos pensados y planeados para revolucionar la sociedad. De hecho, también en aquel caso las excusas aducidas para legitimar la reforma litúrgica, el ecumenismo y la parlamentarización de la autoridad de los sagrados pastores no se cimentaban en la buena fe sino en el engaño y la mentira para hacernos creer que el bien seguro al que renunciábamos –la Misa apostólica, la unidad de la Iglesia para la salvación, la inmutabilidad del Magisterio y la autoridad de la Jerarquía podría justificarse en aras de un bien superior. Lo cual, como sabemos, no sólo no ha sucedido (ni podría suceder) sino que se ha manifestado en toda su impactante significado sedicioso: las iglesias están vacías, los seminarios desiertos, los conventos abandonados y la autoridad desacreditada y pervertida por una tiranía provechosa para los malos pastores o ineficaz para los buenos. Sabemos también que el propósito del mencionado Reinicio, de esta devastadora revolución, era desde el principio era inicuo y doloso, por muy envuelto que estuviera en buenas intenciones para convencer a los seglares y a los seglares de que deben obedecer.

En 2007 Benedicto XVI reconoció pleno derecho de ciudadanía a la venerable Misa tridentina, y le devolvió la legitimidad que abusivamente le habían quitado hacía cincuenta años. En su motu proprio, Benedicto Summorum declaró:

«Por eso es lícito celebrar el Sacrificio de la Misa según la edición típica del Misal Romano promulgado por el beato Juan XXIII en 1962, que nunca se ha abrogado, como forma extraordinaria de la Liturgia de la Iglesia. […] Para dicha celebración, siguiendo uno u otro misal, el sacerdote no necesita permiso alguno.» (Aquí).

En realidad, ni la carta del Motu Proprio ni los documentos de actualización llegaron a cumplirse del todo, y el coetus fidelium que actualmente celebra según el rito apostólico sigue teniendo que dirigirse a su ordinario para solicitar permiso, aplicando con ello el indulto del motu proprio anterior Ecclesia Dei de Juan Pablo II. El honor que con justicia corresponde a la liturgia tradicional se mitigó equiparándolo a la liturgia de la reforma postconciliar calificando a aquella de forma extraordinaria y ésta de forma ordinaria, como si la Esposa del Cordero pudiera tener dos voces –una plenamente católica y la otra equívocamente ecuménica– para dirigirse a la Divina Majestad y a la asamblea de fieles. Aunque por otra parte es indudable que la legitimación de la Misa Tridentina ha hecho mucho bien, nutriendo la espiritualidad de millones de personas y acercando a la Fe a muchas almas que no encontraban en la esterilidad del rito reformado el menor aliciente para la conversión o el crecimiento interior.

El año pasado, manifestando la típica actitud de los novadores, la Santa Sede envió a las diócesis de todo el mundo un cuestionario con miras a solicitar información sobre la aplicación del motu proprio de Benedicto XVI (qui): la misma redacción de las preguntas delataba una vez más otro fin. Por otra parte, las respuestas llegadas a Roma debían sentar las bases de una aparente legitimidad para fijar límites al motu proprio, o incluso su abrogación definitiva. Es indudable que si en el solio pontificio se sentase todavía el autor de Summorum Pontificum, el cuestionario habría permitido al Sumo Pontífice recordar a los obispos que ningún sacerdote tiene que pedir permiso para celebrar la Misa por el rito antiguo, y que tampoco puede ser suspendido por celebrarla. Pero la verdadera intención de quienes han querido interpelar a los obispos no parece basarse en la salud de las almas, sino la aversión teológica a un rito que expresa con claridad meridiana la Fe inmutable de la Santa Iglesia, y que por tanto es ajeno a la eclesiología conciliar y a la liturgia y la doctrina que presupone y transmite. No hay nada más contrario al supuesto magisterio del Concilio que la liturgia tridentina: toda oración, toda perícopa (como dirigían los liturgistas) es una afrenta a los delicados oídos de los novadores y toda ceremonia una ofensa a sus ojos.

El simple hecho de tolerar que haya católicos que deseen abrevar en las sagradas fuentes de aquel rito, les parece una derrota que sólo pueden soportar si queda restringida a grupúsculos de viejos nostálgicos o excéntricos estetas. Ahora bien, si la forma extraordinaria –que ciertamente lo es en el sentido vulgar del término– se vuelve lo normal para millares de familias, de jóvenes, de gente de la calle que la ha escogido a propósito, entonces se convierte en piedra de tropiezo y es objeto de implacable aversión, se le fijan límites y es abolida. Porque no puede haber nada que contrapese la liturgia reformada, ninguna alternativa a la miseria de los ritos conciliares, del mismo modo que nada se puede oponer al discurso oficial del mundialismo ninguna voz disidente ni refutación argumentada; como tampoco puede permitir que se contrapongan remedios eficaces a los efectos secundarios de las vacunas que demostrarían la ineficacia de éstas.

Y no debería sorprendernos: quien no viene de Dios no puede soportar nada que le recuerde remotamente una época en que la Iglesia estaba gobernada por pastores católicos, no por pastores infieles que abusan de su autoridad; una época en que la Fe se predicaba íntegramente al pueblo sin adulterarla para complacer al mundo; una época en que quien tenía hambre y sed de verdad las saciaba con una liturgia terrena en la forma y divina en la sustancia. Y si cuanto hasta ayer era santo y bueno hoy es objeto de condena y desprecio, consentir que queden rastros de ello es inadmisible y constituye una afrenta intolerable. Porque la Misa Tridentina toca fibras del alma a las que no puede ni acercarse el rito montiniano.

Es evidente que quienes maniobran entre los bastidores del Vaticano para acabar con la Misa Católica son los mismos que en el motu proprio ven comprometida su labor de décadas, ven en peligro la posesión de tantas almas como tienen sometidas, y se debilita la tiranía que ejercen sobre la Iglesia. Los sacerdotes y obispos que al igual que yo han redescubierto aquel tesoro inestimable de fe y espiritualidad –o que por la gracia de Dios no lo han abandonado a pesar de la feroz persecución postconciliar– no están dispuestos a renunciar a él, porque han encontrado en él el alma de su sacerdocio y el alimento de su vida sobrenatural. Y resulta inquietante, además de escandaloso, que a pesar del mucho bien que reporta a la Iglesia la Misa Tridentina haya quienes quieran prohibirla o limitar su celebración alegando pretextos.

Con todo, si nos ponemos en el lugar de los novadores, entenderemos que es plenamente coherente con su visión distorsionada de la Iglesia, pues para ellos no es la sociedad perfecta jerárquicamente instituida por Dios para la salvación de las almas, sino una sociedad humana en la que una autoridad corrupta y sometida a la élite complace los caprichos y orienta las exigencias de vaga espiritualidad de las masas, renegando del fin para el que la dispuso Nuestro Señor; y en la que los buenos pastores se ven obligados a permanecer inactivos por culpa de trabas burocráticas que son los únicos en cumplir. Este callejón sin salida jurídico permite que los abusos de autoridad se impongan a los súbditos porque reconocen en ella la voz de Cristo, incluso ante la evidencia de la maldad intrínseca de las órdenes recibidas y de las motivaciones que los impulsan y de los propios súbditos que las ponen por obra. Por otro lado, muchos están obedeciendo también en el ámbito civil durante esta pandemia normas absurdas y perjudiciales porque las impusieron médicos, virólogos y políticos que deberían preocuparse por la salud y el bienestar de los ciudadanos; y muchos no han querido creer, ni siquiera ante la evidencia de un plan criminal, que esos fuesen capaces de desear positivamente que millones de personas pudieran enfermar o morir. Es lo que los psicólogos llaman disonancia cognitiva, que lleva a las personas a refugiarse en un nicho cómodo de irracionalidad antes que reconocerse víctimas de un colosal fraude y reaccionar con valor.

No nos preguntemos, pues, por qué cuando se multiplican las comunidades ligadas a la antigua liturgia, cuando florecen las vocaciones casi exclusivamente en el ámbito del motu proprio, se incrementa la frecuencia de los sacramentos y la coherencia de vida cristiana en cuantos lo siguen, haya quienes maquiavélicamente deseen conculcar un derecho inalienable y poner impedimentos a la Misa de los Apóstoles; la pregunta está errada y la respuesta iría por otro lado.

Preguntémonos más bien por qué iban a permitir los herejes notorios y los inmorales fornicadores que sus errores y su deplorable modo de vida sean objeto de crítica por parte de una minoría de fieles y clérigos no tutelados si pueden impedirlo. Entonces comprenderemos bien que esa aversión no puede manifestarse de otra forma que derogando el motu proprio, abusando de una autoridad usurpada y pervertida. También en tiempos de la pseudorreforma protestante la tolerancia a algunos usos litúrgicos arraigados en el pueblo tuvo vida breve, porque la devoción por la Virgen María, los himnos en latín y el toque de campanilla durante la Elevación –que ya no era Elevación– estaban irremediablemente destinados a desaparecer por ser expresión de una Fe de la que habían renegado los seguidores de Lutero. Sería absurdo, además, esperar que pueda haber una coexistencia pacífica del Novus y el Vetus Ordo, o entre la Misa católica y la Cena luterana, dada la incompatibilidad ontológica entre ellas. Bien mirado, el fracaso del Vetus Ordo al que aspiran los partidarios del Novus no deja de ser coherente con sus principios, del mismo modo que el fracaso del Novus lo sería para los del Vetus. Se equivocan cuantos creen posible la coexistencia de dos formas opuestas de culto católico en nombre de una pluralidad de expresión litúrgica que es hija de la mentalidad conciliar, ni más ni menos que de la hermenéutica de la continuidad.

El modus operandi de los novadores se manifiesta una vez más en esta operación contra el motu proprio: para empezar, algunos de los más fanáticos opositores de la liturgia tradicional lanzan la provocación de insinuar la abrogación de Summorum Pontificum calificando la Misa Tridentina de divisiva; después, la Congregación para la Doctrina de la Fe pide a los ordinarios que respondan a un cuestionario con respuestas prácticamente preparadas de antemano (el futuro del obispo dependerá del apoyo que preste a lo que informe a la Santa Sede, porque del contenido del cuestionario también se enterará la Congregación para los Obispos; y así, como quien no quiere la cosa, durante una reunión a puerta cerrada con los miembros del episcopado italiano, Bergogglio afirma estar preocupado por los seminaristas «que parecen buenos pero son rígidos» (aquí) y por la difusión que está teniendo la Misa Tradicional, y siempre recalca que la liturgia postconciliar es irreversible; para colmo, nombra prefecto de la Congregación para el Culto Divino a un enemigo acérrimo del Vetus Ordo, para que sea su aliado a la hora de aplicar las restricciones que vinieren al caso; y por último, nos enteramos de que los cardenales Parolin y Ouellet son de los primeros en desear ese redimensionamiento del motu proprio (aquí); esto hace, como es natural, que los obispos conservadores se apresuren a defender el actual régimen de coexistencia de las formas ordinaria y extraordinaria, lo cual da a Francisco la oportunidad de quedar como un prudente moderador de dos corrientes opuestas, con lo que se limita a fijar restricciones a Summorum Pontificum en vez de abrogarlo. Que es, como ya sabíamos, ni más ni menos lo que ya tenía pensado desde el principio.

Independientemente del resultado final, el deus ex machina de esta obra de final previsible es y sigue siendo Bergoglio, que tan dispuesto está a atribuirse el mérito de un gesto de clemente indulgencia hacia los conservadores como a descargar la responsabilidad de una aplicación restrictiva en los hombros del nuevo prefecto, monseñor Arthur Roche y sus subalternos. Así, en caso de una protesta masiva de los fieles y una reacción excesiva del Prefecto o de otros prelados, se disfrutará una vez más del encuentro entre progresistas y tradicionalistas y se dispondrá de excelentes argumentos para afirmar que la convivencia de ambas formas del Rito Romano trae división a la Iglesia y conviene por tanto volver a la pax montiniana, o sea a la prohibición total de la Misa de siempre.

Exhorto a mis compañeros del episcopado, a los sacerdotes y a los laicos a defender ardorosamente su derecho a la liturgia católica, solemnemente sancionado por la bula Quo Primum de San Pío V, y a defender junto con ella a la Santa Iglesia y al Papado, porque una y otro están expuestos al descrédito y al escarnio por parte de los propios pastores. La cuestión del motu proprio no es negociable en modo alguno, porque corrobora la legitimidad de un rito que jamás ha sido ni podrá ser revocado. Es más, al daño innegable que estas novedades causarán a las almas y el provecho indudable para el Demonio y sus secuaces se añadirá el indecoroso desaire de Bergoglio a Benedicto XVI, todavía vivo. Bergoglio debería saber que la autoridad que ejerce el Romano Pontífice sobre la Iglesia es vicaria, y que la autoridad le viene de Nuestro Señor Jesucristo, única Cabeza del Cuerpo Místico; abusar de la autoridad apostólica y el poder de las Santas Llaves para un fin contrario a aquel por el que fueron instituidas por el Señor es una ofensa inaudita a la Majestad Divina, una deshonra para la Iglesia y una culpa por la cual deberá rendir cuentas a Aquel de quien es vicario. Además, quien rechaza el título de Vicario, sepa que con ello perjudica la legitimación de su propia autoridad.

No es aceptable que la autoridad suprema de la Iglesia se permita eliminar en una inquietante operación estilo cancel culture en clave religiosa el legado que recibió de sus Padres; como tampoco lo es considerar excluidos de la Iglesia a cuantos no estén dispuestos a aceptar la privación de la Santa Misa y los Sacramentos celebrados en la forma que ha creado casi dos milenios de santos. La Iglesia no es una empresa cuyo departamento de mercadeo pueda retirar del catálogo productos obsoletos para presentar otros nuevos a pedido de los clientes. Ya fue doloroso que se impusiera por la fuerza a los sacerdotes y los fieles la revolución litúrgica en nombre de la obediencia al Concilio, privándolos del alma misma de la vida cristiana para sustituirla por un rito que el masón Bugnini copió del Book of Common Prayer del anglicano Cranmer. Este abuso, parcialmente corregido por Benedicto XVI con el motu proprio, no puede de ninguna manera repetirse ahora en presencia de elementos que están todos ampliamente a favor de la liberalización de liturgia de siempre. En todo caso, si de verdad se quisiese ayudar en esta crisis al pueblo de Dios, sería necesario abolir la liturgia reformada, que en cincuenta años ha causado más daño del que hizo el calvinismo.

No sabemos si las temidas restricciones que la Santa Sede pretende fijar al motu proprio afectarán a los sacerdotes diocesanos o sólo a algunos institutos cuyos miembros celebran exclusivamente el rito antiguo. Con todo, temo –como por otro lado ya expresé en otra ocasión– que la acción demoledora de los novadores se centre precisamente en estos últimos. Tal vez los novadores puedan soportar los aspectos ceremoniales de la liturgia tridentina pero no aceptarán en modo alguno la adhesión al andamiaje doctrinal y eclesiológico que ésta supone, y que contrasta claramente con los desvíos conciliares que quieren imponer sin excepción. Por eso, es de temer que se exija a los mencionados institutos que se sometan de alguna manera a la reforma conciliar, por ejemplo haciendo obligatoria la celebración al menos ocasional del Novus Ordo, como ya deben hacer los sacerdotes diocesanos. De ese modo, quienes se acojan al motu proprio no sólo se verán obligados a aceptar implícitamente la liturgia reformada, sino también a aceptar públicamente el nuevo rito con su carga doctrinal. Quien celebre de las dos maneras quedará ipso facto desacreditado ante todo en cuanto a coherencia, dando la impresión de que la opción litúrgica será un hecho meramente estético, se podría decir coreográfico, y privado de todo juicio crítico a la Misa montiniana y al espíritu que la conforma; porque se verá obligado a celebrar esa Misa. Estamos ante una operación maquiavélica y astuta, con una autoridad que abusa de sus atribuciones deslegitima a quien se opone al permitir por un lado el rito antiguo, convirtiéndolo en una cuestión de mera estética y obligando a un insidioso birritualismo y a una adhesión insidiosa a dos estructuras doctrinales opuestas y contrastantes. ¿Cómo se puede pedir a un sacerdote que celebre unas veces un rito venerable y santo en el que encuentra perfecta coherencia entre doctrina, ceremonia y vida, y otras un rito falseado que hace concesiones a los herejes y calla vilmente lo que el otro proclama con ardor?

Roguemos, pues. Roguemos a la Divina Majestad, a la cual rendimos un culto perfecto al celebrar el venerable rito apostólico, que se digne iluminar a sus sagrados pastores para que desistan de sus propósitos y aumenten así las misas tridentinas por el bien de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Invoquemos a los santos patrones de la Misa –principalmente San Gregorio Magno, San Pío V y San Pío X– y a todos los santos que a lo largo de los siglos celebraron el Santo Sacrificio en la forma en que se nos transmitió para que la custodiemos fielmente. Que su intercesión ante el trono de Dios nos alcance la conservación de la Misa de siempre para que gracias a ella podamos santificarnos, afianzarnos en la virtud y resistir los ataques del Maligno. Y si los pecados del clero llegasen en algún momento a merecer un castigo tan severo como el que profetizó Daniel, preparémonos para descender a las catacumbas ofreciendo esa prueba por la conversión de los pastores.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

9 de junio de 2021

Feria IV infra Hebdomadam II

post Octavam Pentecostes

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)