Cuando esta mañana empecé a leer Traditiones custodes, no me lo podía creer cuando vi el impropio título (habría sido mucho más exacto llamarla Traditiones perditores, destructores de la Tradición), y a cada párrafo me costaba más creer lo que leía. Cuando terminé de leer la carta adjunta, me había adentrado profundamente en el ideológico país de las maravillas donde viven Bergoglio y otros enemigos de la liturgia tradicional en la Iglesia de hoy. Me daba la impresión de que la redacción del texto se la habían encargado a una especie de George Orwell en ciernes. El documento rebosa menosprecio y crueldad. Está concebido a modo de navaja suiza para que los obispos dispongan de un buen arsenal de medios con los que poner tantas trabas como puedan o persigan a los católicos amantes de la Tradición.
Se declara, además, que el contenido entra en vigor inmediatamente, y se condenan todas las demás «normas, instrucciones, concesiones y costumbres».
Es como si, para todo el mundo y como si nos enfrentásemos a una pandemia de tradicionalismo de proporciones planetarias, fuera necesario atajar por todos los medios posibles. El lenguaje del motu proprio da a entender que la Misa latina de siempre se considera como una suerte de versión eclesiástica del covid-19: una enfermedad que es preciso monitorear de cerca, estableciendo cuarentenas y fijando límites con todos los medios de ingeniería social que las autoridades centrales juzguen necesarios. Desde luego, teniendo en cuenta que la Misa en latín se manda retirar de las parroquias y que no se pueden crear nuevas parroquias personales donde celebrarla, ya sólo falta que quienes asistan a ella porten una estrella amarilla [como los judíos en tiempos de Hitler] o lleven al cuello una campanita como los leprosos antiguamente. Benedicto XVI se esforzó por sacar a la Tradición de los guetos, pero éstos no sólo han vuelto, sino que son objeto de clamorosa aprobación.
Huelga decir que es todo lo contrario de la tan proclamada acción pastoral, la cálida acogida que acompaña a todos en el camino (aunque disientan de la doctrina católica en infinidad de cuestiones), las románticas periferias a las que los pastores tienen que manifestar misericordia y toda esa retórica política de la que tanto alardea este pontífice. En el nuevo motu proprio, ya no son los pastores los que tienen que oler a oveja, sino que se les dice a las ovejas cómo tienen que oler para que las pastoreen, y si no, van a ver lo que es bueno.
No sé si pequé de ingenuo, o quizá creí equivocadamente que este papa peronista tendría un mínimo de respeto a sus semejantes y sus correligionarios católicos, y no me podía esperar una monstruosidad y una falsedad como Traditionis Custodes. Es mucho peor de lo que me imaginaba: el texto rebosa desprecio, mezquindad y espíritu revanchista. Ni siquiera se ha molestado en proporcionar un contexto o, por muy hipócrita que fuera, en quitar hierro o amortiguar el golpe; nunca se ha visto un documento en que falte a tal extremo la gracia más elemental y afecte a tantos católicos. Es una bofetada de proporciones históricas a los pontífices que han precedido a Francisco, desde San Gregorio Magno hasta San Pío V, e incluso a los papas postconciliares, que se dieron cuenta de que el amor a la liturgia tradicional no se había apagado ni apagaría jamás, y tomaron medidas para atender a las necesidades espirituales de los católicos que nos apacentamos con estos venerables ritos. Para innumerables almas esta espléndida liturgia les ha brindado una renovada motivación para vivir conforme a las exigencias del Evangelio, una base firme para la familia y la vida social, y una fuente de hermosas vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa.
A Francisco todo eso lo tiene sin cuidado. Lo único que le preocupa es una unidad artificial; mejor dicho, uniformidad; o más exactamente, ideología. Una uniformidad que se caracteriza por todas las desviaciones y aberraciones (a pesar de sus afectadas advertencias para contener las riendas en la fiesta que dura ya más de cinco décadas), pero intolerante con la seriedad, sobriedad y trascendencia de un acto de culto al que no le afecta el tiempo.
Al pan, pan y al vino, vino: es una declaración de guerra total a la que debemos resistirnos valerosamente a cada paso, pase lo que pase y cueste lo que cueste. Los verdaderos guardianes de la Tradición serán ahora los sacerdotes, religiosos y seglares que continúen con la liturgia tradicional frente al odio infernal dirigido contra ellos. Si Francisco quiere guerra, espero que haya suficientes hombres para alistarse, y rezo por ello, así como suficientes hombres para dirigirlos. En cuanto a éstos últimos, me refiero a sacerdotes que estén dispuestos a entregarse en cuerpo y alma a atender las necesidades de los fieles que se adhieran correctamente a la Tradición contra viento y marea. Están en peligro las almas, incluida la del propio sacerdote. Porque no puede desaprender lo que ya sabe, y no puede dejar de amar aquello de lo que se ha enamorado. El precio a pagar en aras de la obediencia a un régimen triturador de almas, por mucha autoridad que afirme tener, es demasiado alto.
Este nuevo motu proprio sólo será tan malo si creemos que nos obliga y lo reflejamos en nuestro actuar, como si sus disposiciones fueran lícitas. Mientras que si reconocemos su carácter inherentemente anticatólico y que ningún papa tiene potestad para pisotear a los miembros de la Iglesia y sus venerables ritos, como está intentando hacer Francisco, lo veremos más como una carga externa, una epidemia, una guerra, una hambruna o un mal gobierno al que hay que derrocar o soportar hasta que caiga. ¿Acaso tiene el Papa autoridad para proclamar semejante ucase? Nada eso. No vale ni el papel en que está escrito.
Los que aman la liturgia tradicional y reconocemos en ella el punto focal del legado de la Iglesia seguirán adelante lo mejor que puedan. No pedirán permiso para celebrar la Misa de siempre. No harán las lecturas en lengua vernácula ni en la versión oficial del episcopado. Prefieren morir mártires antes que como vergonzosos apóstatas.
Yo diría que al menos habrá algunos obispos que se queden estupefactos al ver la frialdad, dureza y necedad del motu proprio de Bergoglio contra la Misa Tradicional, que tiene tanto encanto como un decreto de Stalin ordenando purgar a los ucranianos disidentes. Por supuesto, habrá otros que lo acogerán con los brazos abiertos, pero me cuesta creer que prelados que han sido testigos de los numerosos frutos buenos de Summorurm pontificum –entre los que destaca la constante y con frecuencia generosa contribución económica procedente de los grupos tradicionales– y mantienen buenas relaciones con sacerdotes y parroquias que celebran sin problemas la Misa de siempre quieran molestarlos para que se amolden a lo que dicta un tirano que no durará mucho. Todo obispo que de verdad ame a la Iglesia Católica y sea consciente de la pujanza del amor a la Tradición entre los jóvenes, y de la capacidad de éstos para revitalizar la Iglesia después del estancamiento (por no decir caída libre) de las últimas décadas, dejará tranquilamente de lado tan doloroso documento y seguirá adelante como si nada. Mejor dicho, con plena certeza de que, como se decía en un tweet en Rorate Caeli, «Francisco morirá, pero la Misa Tradicional seguirá adelante».
Por el lado práctico, a la mayoría de los obispos no les sobra clero en una medida como para que se puedan permitir ganarse la enemistad de una cantidad considerable de sus sacerdotes. Si una cantidad suficiente de sacerdotes de las diócesis más conservadoras se aferraran a la Misa Tradicional, a la que tienen un derecho inalienable e irrevocable, ¿qué harían los obispos? ¿Destituirlos a todos? ¿Dónde encontrarían pastores? ¿Dónde encontrarían vocaciones? ¿Necesita el episcopado otro problema de proporciones, una guerra civil, un descontento latente que consuma tiempo y energía por todos lados? Benedicto XVI negoció una paz frágil dentro de la que cabía cierta medida de normalidad libre de polémica. Muchos querrán mantener esa paz dejando las cosas como están en vez de reanudar las hostilidades.
La lógica de Traditiones custodes es tortuosa, por decir lo menos. Guardianes de la Tradición… que atacan una Tradición romana de culto divino con siglos a sus espaldas. Se empodera a los obispos… pero para fijar límites y prohibir. No pueden fomentar, apoyar ni multiplicar los centros de culto y difusión. El Papa fomenta la unidad… haciendo una de las cosas más destructivas para la unidad que quepa imaginar. El Papa elogia a su predecesor… contradiciendo en todos sus enseñanzas y revocando lo que hizo. Y como la Tradición católica les ha enseñado que quien manda es el Papa, no olviden que hay obedecerlo sin rechistar cuando mande rechazar las tradiciones que no le gustan, por mucho que las hayan sostenido sus predecesores, que no tenían menos autoridad que él, y a pesar de que el peso acumulado del apoyo que prestaron a esa Tradición pese mucho más que el de él.
Recordamos que en una ocasión le preguntaron al Papa a quemarropa por la posibilidad de la salvación para un hombre que dio sobradas muestras de morirse ateo y renegando de Dios, y dio una respuesta positiva en cuanto su salvación. Y en cambio, en su carta sobre los católicos apegados a la Sagrada Tradición de la Iglesia, exige una obediencia incondicional a su persona cuando ordena que se extirpe ese apego a la Tradición.
Y si no le obedecen, les recuerda que no es posible la salvación para el católico que no se somete a la persona de él. Invirtamos la situación. Si uno niega totalmente a Dios y muere ateo, las palabras del Papa rebosan esperanza; es más, admitamos que se salva por misericordia. Pero si alguno tiene la temeridad de apegarse a las tradiciones de la Iglesia a pesar de que se le haya prohibido, es un cismático que va camino de salirse de la Iglesia y rumbo a la perdición. ¿Cómo no ver en ello el derrumbe total de la papolatría que convierte al Sumo Pontífice en un dios mortal, en un oráculo divino que se permite reescribir la liturgia, la teología, la moral y hasta la historia con fines ideológicos?
El papa Francisco recuerda a arquitectos modernos como Le Corbusier, que diseñaban sobre cimientos ideológicos, y luego se sorprendían cuando venían las goteras, las manchas y los derrumbes y todo se venía abajo. Es natural que la gente quiera trasladarse a edificios más elegantes, firmes y tranquilos como los de antes.
¿Hay esperanza de que salga el sol después de la tormenta? Tal vez en que al final caerán todas las máscaras que disimulan el mortal juego que se traen entre manos los modernistas?
El contraste entre la festividad de Nuestra Señora del Carmen y la detonación del arma más destructiva concebida por el hombre –que mata a justos y pecadores y es simiente de enfermedad para años– nos da la clave para entender la importancia de esta fecha. El signo de la Virgen, la que recibió el Verbo y engrandeció a Dios, se alza frente al de la Serpiente, que desprecia soberbia los dones de Dios exaltando su propia voluntad. El primigenio non serviam resuena en la voz de quien se niega a ser servus servorum Dei.
«Por sus frutos los conoceréis»: ése fue el mensaje del Evangelio del domingo pasado, séptimo después de Pentecostés en el Rito Extraordinario de antes, más conocido como Misa de siempre. Los frutos de este nuevo motu proprio serán confusión generalizada y mayor división; tentaciones de resentimiento, desánimo y desesperación; tensiones y problemas para los obispos de todo el mundo; vacilaciones incapacitantes para jóvenes que tenían pensado hacerse seminaristas de acuerdo con lo dispuesto en Summorum pontificum; que numerosos católicos se pasen a la Fraternidad San Pío X (¡por lo que no juzgo a nadie!) y a grupos sedevacantistas (lo cual, por el contrario, sí que sería trágico) porque los ordinarios no entienden –y no deberían ser capaces de entender– que un papa pueda actuar en contra de la Iglesia, sus tradiciones y el bien común, como hace y ha hecho tantísimas veces Francisco. De todo eso y más tendrá que dar cuenta Jorge Bergoglio cuando comparezca ante el temible tribunal de Cristo.
En este tenebroso día, no nos limitemos a invocar a la Virgen del Carmen y portar su escapulario; veamos también en ese escapulario un recordatorio del manto protector con que cubre a todos sus hijos y a todo lo que es católico, incluidas las tradiciones que nos unen entre nosotros y con todas las generaciones de creyentes, hasta llegar a Nuestra Señora. Pues fue Ella quien dijo en palabras que debemos invocar con fiel perseverancia: «Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y ensalzó a los humildes».
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)