La segunda cuestión de la Suma de Teología versa sobre la existencia de Dios, uno de los pasajes más conocidos de la obra del Doctor Angélico y demostración palmaria de la necia posición de los ateos, como proclama el salmista.
Hay muchos aspectos de la religión a los que difícilmente puede llegarse por las solas luces de la razón y para los que es generalmente precisa la fe. No así para saber que Dios existe. Que es precisamente lo que niegan los ateos.
Eso del ateísmo es un fenómeno típicamente moderno. Nunca el hombre había caído, en proporciones significativas, en el exceso de negar la existencia de la divinidad, hasta que llegaron Darwin, Marx y Nietzsche.
La claridad de la cuestión se refleja también en el parco número de artículos que el aquinate dedica a su tratamiento, uno de los más breves de toda la Suma. En número de tres despacha el gran teólogo la cuestión. Es como si quisiera decirnos que no merece la pena discutir mucho más sobre este asunto. Y, sin embargo, algunos se afanan en darle vueltas y más vueltas.
Un aspecto conviene, no obstante, conceder a los escépticos. La existencia de Dios no es evidente. Así comienza afirmándolo santo Tomas. A Descartes, por otros senderos considerablemente más pantanosos, le costó muchísimo llegar a acreditarla, produciendo un desaguisado fenomenal a las generaciones venideras.
En puridad, el fraile de Aquino se aparta significativamente de san Juan Damasceno, quien afirmó que el conocimiento de que Dios existe está impreso en todos por naturaleza. Luego, de acuerdo con el imponente doctor sirio, sería antinatural desconocer a Dios. A tanto no llega nuestro dominico.
Ni siquiera cabe deducirse de forma evidente que Dios exista por haber proclamado Nuestro Señor que Él es la Verdad. Puesto que la existencia de la verdad es evidente, pero no la Verdad absoluta, la verdad con mayúsculas. Por cierto, que desde Lutero y Descartes empieza a dudarse incluso de la misma verdad con minúsculas, que como explica incontestablemente santo Tomas sí es evidente.
Entonces, ¿cómo cabe demostrarse esto que no es evidente? Por sus efectos, contesta nuestro autor, toda vez que ellos son más evidentes para nosotros, constituyen lo primero que conocemos. Los efectos podrán ser finitos, siendo Dios infinito. Ello no nos proporcionará, por consiguiente, un conocimiento exacto de Dios; pero sí un conocimiento suficiente de que existe.
Y aquí es donde aparecen las cinco famosas vías, o tipos de efectos, que permiten al más inmenso de los teólogos de la Iglesia demostrar científicamente la existencia de Dios. Porque recordemos que la teología no sólo es ciencia, sino también la mayor de entre las ciencias.
El primero de los efectos, el movimiento, es el más claro de todos; pero, cuidado, se trata del termino filosófico de “movimiento”, que expresa un concepto más amplio que el traslado puramente físico de un lugar a otro. Aquí, la idea que se presenta es el paso de la potencia al acto, tomada de Aristóteles. Pero es necesaria la existencia de un primer motor no movido previamente por ningún otro, es decir, Dios. Esto es igualmente necesario en teorías físicas como la del “Big Bang”, que tienen dificultades para explicar lo que se produjo en los primeros instantes del universo a través de la sola expansión de motores intermedios.
La segunda prueba es la de la causa eficiente, nuevo término filosófico tomado de Aristóteles. Junto a la causa material, la causa formal y la causa final, todo fenómeno se explica por estas cuatro causas. La causa eficiente es aquella externa y previa al fenómeno que lo produce. Nada puede ser causa de sí mismo, por lo que es necesaria una primera causa, que es Dios.
El tercer efecto que permite racionalmente conocer la existencia de Dios es la idea de necesidad. Todos los seres, excepto uno, pueden no existir; no existieron en un cierto momento, existen en otro y en un tercero dejarán de existir. Pero es necesario que un ser, absolutamente necesario, crease a los restantes seres cuando nada había.
En cuarto lugar, santo Tomás se fija en los grados de perfección. Al contemplar el mundo sensible, cabe realizar una escala de graduación, que permite a su vez ser conceptualizada como grados de perfección del ser, ascendiendo al ser máximamente perfecto, Dios.
Finalmente, observamos la idea de orden. Todas las cosas se dirigen a un fin. El azar, error tan comúnmente extendido en la física contemporánea, queda excluido. Algunas no son capaces de conocer dicho fin, otras sí. En todo caso, unas y otras son dirigidas a su fin respectivo por una misma causa, Dios.
Para redondear la cuestión, dos objeciones plantea el doctor latino, a cuál más interesante. La primera está muy generalizada entre el vulgo, a saber, la existencia del mal y el aparente misterio que comporta. ¿Cómo puede existir un Dios que permite el mal, que tolera la enfermedad de los justos o la muerte de los inocentes? Este tipo de consideraciones, o de experiencias en el caso de que desgraciadamente se produzcan a nosotros o a nuestros allegados, puede ser causa de la pérdida de la fe o de la hundimiento en el ateísmo.
Nuestro autor nos explica por qué no hemos de caer en una tal simplificación. Y lo hace acudiendo a su gran antecesor en la teología católica, san Agustín. El obispo de Hipona sentenció: Dios, en su infinita bondad y omnipotencia, puede sacar bien del mal. Y en nuestro idioma español, tan cercano a Dios por la fe imperecedera de nuestra patria, lo hemos recogido en un refrán: “No hay mal que por bien no venga”. Todo mal sucede porque Dios lo permite; y lo permite porque de él saca algún bien, a veces misterioso de descubrir o incluso atisbar. Con menor capacidad de síntesis que san Agustín y santo Tomas ha quedado evocado este problema en otro artículo de Marchando Religión.
La segunda objeción a la existencia de Dios es igualmente de gran actualidad y engloba, en realidad, dos errores diferentes, aunque semejantes.
Por una parte, muchos piensan que todo se explica por la naturaleza. La madre naturaleza, la llaman algunos, incluso católicos, a pesar de que ninguno tenemos una quinta madre, junto a nuestra madre biológica, nuestra Madre en el Cielo, que es la Santísima Virgen, nuestra primera madre Eva y la Santa Madre Iglesia, madre mística que lo es de todos los bautizados.
También afirman otros indocumentados que la naturaleza nunca se equivoca. El único ser que no comete error alguno es Dios. Por lo tanto, eso de que la naturaleza nunca se equivoca, además de una afirmación evidentemente errónea, se acerca a la blasfemia y es un gran desprecio de nuestro Creador.
El naturalismo se extendió de modo terrible desde el siglo XIX. No obstante, santo Tomás se adelantó más de seiscientos años a ese disparate de considerar a la naturaleza en la cima del ser. Lo hizo a través de una sola frase, con una economía de medios que todavía nos deja pasmados: La naturaleza obra por un determinado fin, sin duda conviene en eso con los modernos; pero, atención, interesa no olvidar que ese fin le es dado por un ser que la dirige, que es precisamente Dios.
Por otra parte, el segundo error advertido por santo Tomas, siglos antes de que por decadencia se generalizase entre nosotros, consiste en pensar que la razón y la voluntad humana explican todo lo intencionado que existe en el mundo. También es naturalismo, pues vuelve a negar el orden sobrenatural. Todo se explica por la actuación del hombre. Aunque esta pretensión, típica del cientifismo del siglo XIX -recordemos a un Pío Baroja, que a comienzos del siglo siguiente arrastraba el dislate procedente de fuera de nuestras fronteras importándolo en la católica España-, está menos de moda que el panteísmo de la naturaleza al estilo de Greta Thunberg, las Naciones Unidas y la Agenda 2030 de Pedro Sánchez y el Partido Popular, también sigue dando coletazos.
El hombre, su razón y su voluntad, han sido endiosados de tal forma que no es preciso acudir a Dios, hasta el punto de negar su existencia. Incluso algunos católicos hablan de “humanismo” (a veces, adjetivándolo) y de poner a la persona humana en el centro de la reflexión.
Santo Tomas recuerda que la razón y voluntad humanas son mudables y perfectibles. Solo Dios es puro acto, por consiguiente inmutable, y absolutamente perfecto. Y aquellas mutabilidad y perfectibilidad, o sea, defectuosas en el ser, sin embargo operan como confirmaciones de la existencia de Dios; porque ya se ha demostrado que son necesarias la existencia de un primer motor y la de un ser absolutamente necesario, por tanto no mutable ni, mucho menos, contingente.
En 1979, apenas iniciado el largo pontificado de Juan Pablo II, se publicó en español la más difundida de las obras del recientemente fallecido teólogo suizo Hans Küng: “¿Existe Dios?”, así, con interrogaciones. Se trata de un volumen de casi novecientas páginas para poner en duda lo que santo Tomás demuestra en tres. A estas alturas, el sesudo profesor de Tubinga ya habrá comprobado quien tenía razón.
Miguel Toledano Lanza
Domingo vigésimo segundo después de Pentecostés, 2021.
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