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viernes, 18 de febrero de 2022

Culpa, responsabilidad y autoridad en la Iglesia (Bruno Moreno)




En los comentarios del último artículo, me reprochaba un lector que culpara “a la jerarquía, al Papa y a los obispos” de la situación actual de la Iglesia. Nunca se me habría ocurrido hacer algo así, pero, en efecto, si lo hubiera hecho, el artículo sería injusto.

A fin de cuentas, la culpa es algo intrínsecamente personal, interior y misterioso. Eso significa que no podemos juzgar esa culpa adecuadamente en los demás. Por ello en el acto penitencial de la Misa decimos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” y no “por nuestra culpa” o “por la culpa de Juanito, que vaya un envidioso que está hecho”. Lo cierto es que, incluso en el caso de que las acciones de Juanito o de Monseñor Nomeacuerdo sean objetivamente malas, no conocemos sus circunstancias interiores, que pueden ser atenuantes (o agravantes, claro) de las mismas. Es decir, la cuestión de la culpa en principio se la dejamos a Dios: no juzguéis y no seréis juzgados.

A esto se añade algo que sabemos por revelación de Dios, pero que normalmente no terminamos de creernos: cada uno de nosotros tiene cierta culpa en relación con la crisis y los problemas de la Iglesia. Del mismo modo que, por la comunión de los santos, cada miembro de la Iglesia se beneficia de sus tesoros y de los méritos de los demás, también nuestros pecados, nuestra falta de santidad y nuestra tibieza dañan a toda la Iglesia. La crisis de la Iglesia es, en parte, culpa mía y en este tema siempre debemos partir de ahí, pidiendo perdón a Dios por nuestra propia culpa.

De todas formas y fuera de ese hecho dogmático fundamental, ni siquiera la propia culpa la conocemos del todo bien. Absuélveme de lo que se me oculta, dice el Salmista. El alma, por su propia naturaleza, es un misterio que supera nuestro limitado conocimiento y solo Dios la entiende de verdad. El día del Juicio nos llevaremos muchas sorpresas, tanto sobre nosotros mismos como sobre los demás y, en especial, sobre la justicia y misericordia infinitas e insondables de Dios.

Dicho todo esto, a veces se confunde la cuestión de la culpa con otra relacionada pero distinta: la cuestión de la responsabilidad. Si la culpa es algo interior, misterioso para nosotros y en gran parte subjetivo, la responsabilidad es algo exterior, claro y objetivo: quien recibe una misión tiene la responsabilidad de llevarla a cabo lo mejor que pueda. Es responsable de ella, es decir, debe responder de lo que ha hecho ante quien se la ha encargado y ante aquellos que se ven afectados por su cumplimiento o incumplimiento.

Esto se aplica a cualquier misión. Pero si se trata de una misión encomendada por Dios y destinada a la salvación eterna de las almas, la responsabilidad es incomparablemente mayor. Esta es precisamente, la responsabilidad de los obispos y el Papa. Sobre las culpas concretas por la crisis de la Iglesia, apenas podemos decir nada y ciertamente no podemos atribuirlas con certeza a ninguna persona en particular. En cambio, si estamos hablando de responsabilidad por la crisis de la Iglesia, la cosa cambia. Puesto que la Iglesia les está encomendada a los obispos y al Papa como pastores supremos, su responsabilidad es incomparablemente mayor que la de ningún otro. Y deben responder de ella. Sobre todo ante Dios, claro, pero también ante los fieles que tienen derecho a que sus obispos desempeñen adecuadamente esos deberes.

Tengamos en cuenta que la Iglesia, sobre todo en su parte Occidental, ha sufrido una crisis tremenda en el último medio siglo (una crisis que tiene raíces mucho más antiguas, pero que se ha acelerado en ese tiempo de forma asombrosa y aún más en la última década). Digámoslo de forma sencilla: la desbandada ha sido general. Los antiguos países cristianos se han descristianizado hasta extremos indecibles. Las apostasías se cuentan por cientos de millones. Esta descristianización, además, es muchísimo peor que lo que muestran las cifras teóricas, porque lo cierto es que la gran mayoría de los supuestos “católicos” no creen en la fe de la Iglesia ni en su moral ni su vida se diferencia en nada de la de los apóstatas o agnósticos. Los países antiguamente cristianos, tanto en sus habitantes como en sus leyes, tradiciones y costumbres, han dejado de serlo en todos esos aspectos. A lo que se suma que la crisis eclesial es, en gran medida, endógena: no se trata de una persecución terrible, como la que acabó con la Iglesia en el norte de África, sino de una corrupción interior que ha deformado o destruido la fe de los fieles.

Los responsables, por el ministerio que tienen, son ante todo los obispos, en el sentido de que deberán dar cuentas a Dios. En una curiosa transformación de la parábola, no solo no han incrementado los talentos recibidos, sino que ni siquiera pueden decir que al menos han conservado el talento enterrándolo, como hizo el siervo malo y holgazán. Dios les entregó el talento de millones de cristianos y los obispos del último medio siglo se presentarán a rendir cuentas con un número diez o veinte veces menor. Teniendo en cuenta la durísima reacción del Señor en la parábola, ¿qué les dirá a los que objetivamente lo han hecho mucho peor aún que el siervo malo? Es como mínimo para echarse a temblar.

Por supuesto, como decíamos antes, la culpa subjetiva que pueda haber no la conoce más que Dios, pero la responsabilidad es tremenda y debería producir una gran inquietud a los responsables. Sin embargo, esa inquietud brilla por su ausencia en las manifestaciones episcopales exteriores, que consisten más bien en la actitud constante de “aquí no pasa nada”, congratulaciones mutuas y sonrisas complacientes, una llamativa obsequiosidad ante las autoridades seculares frecuentemente anticristianas, la tolerancia del mal que se sigue extendiendo en la Iglesia y la adulación sistemática al superior incluso cuando dice barbaridades. Al verlo, uno está tentado de pensar que no creen en el Juicio. O que son unos inconscientes. O ambas cosas a la vez.

Tengo varios amigos sacerdotes que podrían ser buenos obispos y, a mi juicio, estarían muy por encima de la media de los actuales. Sin embargo, si les ofrecieran el nombramiento y me preguntaran mi opinión, les aconsejaría que se lo pensaran muchísimo antes de aceptarlo, porque temo que uno de los grupos que en la actualidad tienen mayor riesgo objetivo de condenación eterna sean los obispos.

A mi entender y a diferencia de tiempos anteriores, vivimos en una época en que los obispos casi solo tienen dos opciones: ser santos o condenarse. Pasó el tiempo en que era posible una mediocridad más o menos honrosa, en que bastaba no estropear mucho lo recibido para desempeñar aceptablemente la misión episcopal. En la grave situación actual de la Iglesia, esa mediocridad equivale a abandonar a los fieles a los lobos, del mismo modo que no es lo mismo que un médico calle o se dedique a hablar de ecologías y fraternidad universal cuando el paciente está sano que cuando está gravemente enfermo.

La responsabilidad episcopal es grande y, por diversas razones, parece tomarse muy a la ligera. Vivimos en una época muy blandita y los obispos, con honrosas excepciones, también tienden a ser así así, blanditos y acomodaticios. En fin, quizá en tiempos de tibieza la ignorancia tenga que hacer el papel de la caridad y cubrir la multitud de los pecados. En cualquier caso, a nosotros lo que nos toca es pedir perdón por nuestras propias culpas, confiar en Dios, rezar mucho por los obispos y cuidar a los buenos sacerdotes que, en unos años, serán los únicos que queden y, Deo volente, darán lugar a obispos según el corazón de Dios.

Bruno Moreno