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En toda conversación
que los mortales tenemos
(y aún más en los silencios),
el único tema es Dios.
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Ya sé que ahora parece que de lo único que quiere hablar todo el mundo es de la guerra de Ucrania, pero nos lo parece porque somos cortos de vista. Lo cierto es que, igual que el año pasado (cuando parecía que todos querían hablar de la pandemia) e igual que hace dos siglos o diez o cincuenta, el verdadero tema de todas nuestras conversaciones es Dios.
Esa es la realidad. No hablamos de otra cosa, porque es lo único que verdaderamente nos importa. No hace falta para ello que seamos filósofos, teólogos, sacerdotes ni creyentes. Basta que seamos humanos. “Nos hiciste, Señor, para ti", decía San Agustín, y eso es lo que somos y lo único que podemos ser: criaturas hechas para Dios.
Si hablamos de un hermoso paisaje, estamos hablando de la belleza de Dios, que se refleja en montañas, prados, mares o cascadas, como criaturas que son. Si conversamos sobre un problema que nos ocupa, estamos hablando de teodicea y dándole vueltas al mysterium iniquitatis. Si confiamos a un compañero del trabajo las ganas que tenemos de comprarnos un coche, es como si le estuviéramos confesando la incurable nostalgia del cielo que sentimos, que no conseguimos llenar con nada, por mucho que lo intentemos. ¿La guerra de Ucrania? Como decían Belloc, Chesterton y nuestro Donoso Cortés, todos los conflictos humanos, en última instancia, son teológicos. Aunque nos esforcemos, no podemos hablar de otra cosa.
Por eso en este blog hemos hablado de bicicletas, abuelas, latín, velas, bolas de billar, puentes, epitafios, espadas e infinidad de cosas más… para hablar, en realidad, de Dios. Todo es de Dios y todo remite a Dios, porque nada existe sin Él ni se explica sin Él ni tiene sentido sin Él. Todo deseo es, al final, deseo de Dios. Toda alegría es, en el fondo, acción de gracias al Autor de todos los bienes. Toda verdad es mensajera de la Verdad con mayúsculas. Todo sufrimiento nos habla del Calvario. Toda esperanza es anhelo de la esperanza teologal.
Incluso cuando insultamos, murmuramos, mentimos, perjuramos o blasfemamos, estamos hablando de Dios, aunque sea contra Él o contra su imagen en nuestro prójimo o en nosotros mismos. No podemos prescindir del ipsum esse subsistens, porque sin Él nuestras mismas frases no tienen consistencia y carecen de sentido. En esta vida y en cada palabra que decimos, no existe la neutralidad: las dos únicas posibilidades son con Dios o contra Dios, pero siempre en el centro está Dios.
El problema no es que no hablemos de Dios, porque no podemos hablar de otra cosa. Mas bien, el problema es que no sabemos lo que decimos, como le ocurrió a Pedro en el Tabor. Nos deslumbran las criaturas y no nos damos cuenta de que están señalando al creador y dándole gloria; nos admiran las hermosuras que encontramos por ahí, hasta el punto de olvidar que son reflejo del más hermoso de los hombres; nos angustian y destruyen los sufrimientos porque hemos olvidado o nadie nos ha dicho que Cristo tomó precisamente esos sufrimientos nuestros sobre sí en el huerto de los olivos.
Hablamos de Dios y de sus cosas y pensamos que estamos hablando de fútbol, de matemáticas, del vecino, de las vacaciones o de cualquier cosa menos de Él. Somos inconstantes e irracionales como caballos y mulos, cuyo brío hay que domar con freno y brida. Nos dan miedo la profundidad, la altura y la inmensidad de Dios y nos distraemos con cualquier cosa. Por eso no entendemos nada, generalmente no decimos más que tonterías y, sobre todo, nos perdemos lo mejor. ¿Qué puede haber que sea mejor que hablar de Él? Y Dios, que lo sabe, hizo que siempre estuviéramos haciéndolo, para que nunca esté lejos de nosotros la felicidad, si quereremos encontrarla.
Cuando por fin nos demos cuenta de que todo, todo, todo habla de Dios, entonces y solo entonces, comprenderemos lo que es el cielo. Es decir, entenderemos qué significa contemplar a Dios por toda la eternidad y por qué eso, lejos de ser un aburrimiento como creen los modernos, es la suma de todos los bienes, el cumplimiento de todos nuestros deseos y una fuente inagotable de felicidad.
Bruno Moreno