Apreciados aulladores:
A menudo centramos nuestras críticas por colaborar en la plandemia en periodistas y políticos, pero creo que deberíamos centrarnos un poco más en los que les proporcionan a estos el contenido supuestamente científico en el cual apoyarse y sin el que no tendrían esa impostada autoridad moral.
Me refiero a eso tan poco definido que se conoce como “científicos” que desde el principio de todo dan cobertura deliberadamente a las aberraciones que después los malos periodistas tergiversan aún más.
Muchas veces hemos explicado que la mayoría de los médicos y cirujanos (que no es lo mismo) no son científicos, son técnicos; excepción hecha de aquellos de ellos que, abandonando el ejercicio de su profesión, se hayan dedicado a investigar por su cuenta o por la ajena. Son muy pocos, yo diría que no llegan al 1%. También es justo decir que aquellos médicos curiosos que se entregan a la investigación suelen ser excelentes, y de hecho mis mayores referentes en esta lucha son médicos ¡hasta Felix Rodríguez de la Fuente lo era!
Por alguna razón, alguien que estudió medicina y después fue capaz de escapar a las tentaciones de su propio lobby es alguien excepcional, con mucha valía, más por lo segundo que por lo primero.
La carrera de medicina es dura deliberadamente para que aquellos que la superen entren después en su propio sistema endogámico con un estentóreo “porque yo lo valgo”, del cual la mayoría no salen jamás.
Siempre me ha impresionado cómo a todos nos marcan las estrategias de cada disciplina universitaria hasta el punto de determinar nuestra mente el resto de nuestras vidas.
Los profesores imprimen en sus alumnos mucho más que contenidos académicos, les contagian un espíritu corporativo, una forma de ver el mundo, y sobre todo, una actitud ante él.
Cuando estudiaba Biología en la Universidad Complutense de Madrid almorzaba cada día en el bar de la Escuela de ingenieros de Montes, que estaba al lado y era mucho más señorial. Para que se hagan una idea, yo tenía el pelo muy largo, a menudo con una coleta, lo cual entonces era extraordinariamente raro, y más en un estudiante, y más en el elegante bar de Montes.
Era curioso contrastar lo que imbuía el ambiente a los futuros ingenieros de Montes en comparación con nosotros los perroflautas de Biológicas.
A ellos les decían durante toda su estancia en la escuela que algún día serían “caballeros ingenieros”, mientras a nosotros nos inculcaban que el paro nos esperaba. El caso es que ambos estudiábamos la naturaleza, aunque desde puntos de partida opuestos.
Para nosotros un bosque era un ecosistema complejo y para ellos era un cultivo que se podía “limpiar”. Limpiar un bosque es un concepto absurdo, un oxímoron, como potabilizar el mar.
Tras cinco años de oír ambos mantras, los nuevos ingenieros de Montes salían a comerse el mundo creyéndose los marqueses del musgo mientras los flamantes biólogos lo hacíamos mirando al suelo como si empezara nuestro calvario. Pocos imaginaban que unos años más tarde el planeta entero estaría pendiente de los biólogos con sus diferentes denominaciones: microbiólogo, bioquímico, genético, virólogo, científico, investigador, epidemiólogo, vacunólogo...
Pues bien, a los médicos les pasa igual, padecen un exceso de ego que no mejora con los años. Una bata blanca y un fonendo colgando confieren un poder místico, sobre todo si los pacientes entran muertos de miedo al otro lado de la mesa desde que son niños. El impacto de un médico ante un niño crea una impronta de falsa autoridad que nunca olvidamos.
Algo así no es sano para nadie, y me refiero a ellos, los galenos, que además, son de los pocos gremios de la tierra que tienen licencia para matar literalmente, un “no funcionó” es suficiente, el sistema y su gremio los protegerán.
Tras superar una carrera difícil y larga privándose de gran parte de las juergas a las cuales sus amigos que estudiaban periodismo les invitaban, y otros diez años siendo dioses en las consultas, hay que tener una enorme valía humana para no creérselo demasiado y seguir pensando de forma científica. Por eso los que lo consiguen son extraordinarios. Si además les va bien económicamente, tienen prestigio en su entorno, reciben aportaciones de los laboratorios y fabricantes de prótesis, y se hacen dos o tres viajes de lujo al año pagados, ello hace mella en su capacidad de crítica a un sistema en el cual están encantados. No es el mejor ambiente para levantarse un día y decir “he leído un paper y lo tiro todo por la borda a causa de la verdad y la justicia”... y si acaso alguno tiene la tentación, pronto su pareja le recordará que tienen tres niños en colegio privado, una casa en Menorca por pagar y dos Mercedes que hay que mantener.
Llegado este punto tenemos al 99% de los médicos que deciden mirar para otro lado y mantener su status quo, y al otro 1% que son, para mi, los más valientes y valiosos del mundo. A estos pocos los he conocido a casi todos gracias a este desastre, lo cual es un filtro de amistades excelente. No solo se han enfrentado a toda una vida de aleccionamiento y privilegios, sino que también son atacados son piedad por sus propios compañeros, familiares y amigos; tengo para mi que a sus colegas les incomodan en extremo porque les recuerdan lo que ellos deberían hacer pero no son capaces.
Por eso, para mi, un médico negacionista está a nivel semidiós en el baremo de seres sobrehumanos a elogiar. Es casi tan taro como un ingeniero de Montes humilde.
Pero como hemos visto no es culpa de ellos.
A la inversa ocurre con muchos biólogos moleculares, los que en la facultad llamábamos “de bata” para distinguirlos de los “de bota” que al menos teníamos cierto glamour de aventureros. Los biólogos de laboratorio no ligaban mucho, y suelen licenciarse acomplejados, por eso cuando les va bien ocultan la palabra “biólogo” y la sustituyen enseguida por cualquier otra como científico, investigador, genético...
De todos es sabido que un acomplejado es fácil de comprar. Los más brillantes biólogos de bata, tras cambiar sus nombres, son captados por la industria médico farmacéutica para servir a sus fines. Los pacientes normales jamás los verán, no los atienden directamente, pero son los que trabajan con los microbios y los que fabrican las vacunas y los medicamentos, son los que trabajan con los genes, son la parte más importante de toda esta trama. Usted verá al médico o enfermero, que siguen protocolos, pero eso que le inyectan lo han ideado y fabricado aquellos estudiantes a los que les decían que la biología eran delfines y leones que no le importaban a nadie.
Que los biólogos sean acomplejados y los médicos soberbios ha sido el caldo de cultivo perfecto para que la falsa Pandemia arrasara el mundo.
Los que saben no hablan, y los que hablan no saben... pero poseen la autoridad social y la falta de humildad suficientes para mentir sin despeinarse.
Mi médico del centro de salud, mi hermano que es médico, mi amigo que es médico, mi prima que es médico... me lo dijo es la frase mágica en la que el 40% de la población se confió, caso cerrado. Nadie se dio cuenta de que un odontólogo, una neuróloga, un pediatra o un traumatólogo saben de vacunas y virus muy poco más que un fontanero. La falta de esa humildad necesaria para responder “no lo sé” y las presiones exteriores impuestas por protocolos para no hacerlo, liberaron a la mayoría de los médicos del remordimiento de conciencia de forma temporal.
Ahora están siendo testigos de la matanza lenta y sostenida que causó su silencio; están viendo las consecuencias de las inyecciones génicas experimentales que promocionaron sin haberlas estudiado; y eso debe ser muy duro para los que tengan conciencia, porque supone admitir que han sido colaboradores necesarios en un genocidio con sus propios familiares y amigos, incluso consigo mismos.
Pero si antes fue difícil admitirlo, ahora es mucho peor. Por eso hay tantos con depresión, tristes, rezando para que todo acabe sin que tengan que entonar un mea culpa harto incómodo... “yo no sabía”, “era lo que entonces pensábamos todos” se dicen sin convicción.
Eso los que son buenas personas, los otros están felices, salen en la TV y se hicieron famosos, los laboratorios los premian, ascienden, dan premios, financian y agasajan. Si siguen colaborando pronto serán los jefes de todo ¡y quien sabe! puede que acaben en la OMS a 10.000 euros al mes más dietas a cambio de seguir callados.
Este establishment biomédico funciona así, lo tomas o lo dejas.
Por eso era tan importante que en la universidad unos salieran engreídos y los otros amilanados.
Un aullido.
Fernando López Mirones