Su Santidad insiste siempre, y con frecuencia, en la etimología de la palabra ‘sínodo’, en ese “caminar juntos” que debe ser la Iglesia. Y eso hace especialmente alarmante la escasísima participación de los fieles en un sínodo que trata, básicamente, de esa participación.
Hay algo sonrojantemente soviético en ese contraste abismal entre el entusiasmo manufacturado de la propaganda oficial y la realidad tibia e indiferente de la recepción entre los supuestamente interesados.
Madrid es el caso que tengo más cercano, del que escribe aquí nuestro inestimable Diego Lanzas. No hay interés; no hay participación en el sínodo de la participación. Si todo sínodo tiene cierta tendencia a convertirse en una reunión de especialistas, con su propio lenguaje y sus propias formas alejadas de las del común, este parece suscitar menos interés aún que la media entre los fieles, precisamente cuando trata específicamente de escucharles.
¿A qué responde esta apatía? Su hipótesis es tan buena como la mía, pero sospecho que tiene algo o mucho que ver con la percepción, después de años, de que el jaleado ‘diálogo’ y la omnipresente ‘escucha atenta’ no son exactamente universales.
Que, por primera vez en la historia de la Iglesia, la Curia presuma de que en el nuevo sínodo se va a escuchar incluso a los no católicos, los no cristianos e incluso los no creyentes en religión alguna, como muestra de apertura total, no consigue ocultar el hecho evidente de que hay un grupo al que no se está dispuesto a escuchar: los motejados de ‘rígidos’, es decir, quienes ven con recelo unos aires renovadores en sospechosa connivencia con los intereses del mundo secular y sienten un comprensible apego a la tradición de la Iglesia.
Con estos no hay diálogo o, por lo menos, no se fomenta la escucha atenta. Por el contrario, han sido tan a menudo denunciados en los discursos papales (muy recientemente) que se dirían más allá de cualquier acercamiento posible.
Pero aquí está el problema: los ‘rígidos’ (eufemismo para designar a los tradicionalistas) son muy pocos, pero su crecimiento es exponencial. La Iglesia abierta al mundo se queda sin vocaciones en una ‘primavera’ que se parece al más crudo de los inviernos, mientras que las diócesis donde estos grupos son más activos alientan un verdadero auge vocacional. Lo que se presenta como el brillante futuro se agosta, mientras que lo que se denuncia como reliquia muerta de un muerto pasado no hace más que crecer y dar fruto.
Carlos Esteban