No ha habido ningún concilio ecuménico en la historia aparte el Vaticano II del que se haya afirmado que tiene un espíritu propio. No hay un espíritu de Nicea, del segundo de Letrán ni del Concilio Vaticano I. El espíritu del Concilio Vaticano II fue inventado y avalado por teólogos, liturgistas y sacerdotes que creían, o al menos declaraban, que el texto propiamente dicho de los documentos del Concilio Vaticano II no fue otra cosa que el punto de partida para una relectura radical de la Fe y la práctica católicas a fin de acomodarse a las necesidades del hombre moderno.
La iconoclasia que caracterizó la década posterior al Concilio, en la que tantos templos fueron saqueados –altares desmontados y sustituidos por mesas, estatuas retiradas o destruidas, sagrarios trasladados a rincones en que pasaban desapercibidos, sustitución del canto gregoriano y la polifonía por canturreos sentimentaloides que imitaban algunas de las peores canciones populares de los años setenta, sorpresiva aparición de monaguillas y ministras de la Eucaristía– no se puede achacar directamente a Sacrosanctum Concilium, la constitución sobre la liturgia promulgada por el Concilio Vaticano II. Lo cierto es que la revolución litúrgica que siguió al Concilio es hija de quienes se sacaron de la manga el espíritu del Concilio con miras a imponer su concepto de aggionarmento o actualización de la Iglesia. Lo malo del aggionarmento es que su aplicación siempre llega con retraso. Cuando se pusieron en práctica los frutos del espíritu del Concilio ya habían pasado los años sesenta.
La santidad de Pablo VI no se forjó en su aceptación del espíritu del Concilio y su imposición del Novus Ordo Missae en la Iglesia, rito que no tiene mucho que ver con Sacrosanctum Concilium sino más bien con los supuestos peritos que despreciaban la Misa Romana tradicional. La santidad de Pablo VI se forjó después de descubrir que el humo de Satanás se había metido en la Iglesia postconciliar y aceptó el sufrimiento que le suponía saberlo. Desde luego, Dios escribe derecho con renglones torcidos.
Muy al contrario de los de sus dos predecesores inmediatos, el pontificado de Francisco se ha distinguido por una aplicación radical del espíritu del Concilio. De manera especial ha intentado imponer ese espíritu en la Iglesia de EE.UU. La repulsión de Francisco por EE.UU. es evidente. Esa repulsión no procede únicamente de que vea a los estadounidenses como unos groseros materialistas empedernidos en su concepto particular de sus obligaciones para con los pobres (lo cual no es del todo falso), sino también porque está claro que, en su mayor parte, EE.UU. no parece muy metido en el espíritu del Concilio. Por lo visto aceptó lo importante y siguió adelante. Claro, también en eso hay excepciones, y las premia con birretas rojas. Peor todavía es que a los ojos de Francisco los seminaristas de EE.UU. y los sacerdotes ordenados en los últimos años sean en su mayoría tradicionalistas, y algunos lleguen al extremo de amar la Misa Tradicional. Esto para el Papa es una pésima noticia, porque no se ajusta al espíritu del Concilio.
El torpe e incoherente motu proprio Traditiones custodes y la reciente carta apostólica Desiderio desideravi –esta última denota que el Papa al menos tiene noticia de que hay abusos generalizados en la Iglesia actual– son muestras de su irracional antagonismo hacia la tradición litúrgica. Ambos documentos son ejemplo de cómo el espíritu del Concilio hace posible afirmar cosas que enmarañan la realidad y la verdad. Ese espíritu siempre apunta a un futuro que ya pasó, que quedó atrapado en los años sesenta y setenta, empantanado en el hipismo, un optimismo superficial y una perspectiva del mundo que contrasta con la que presenta el Evangelio según San Juan.
Hay una foto que capta la esencia del espíritu del Concilio. Se ve mejor acompañada de la voz en off del misionero que se jacta de no haber bautizado nunca a un solo indígena de la zona. En la foto aparecen varios clérigos importantes, entre ellos el papa Francisco, en los jardines vaticanos observando un rito con la Pachamama. Uno o dos de los prelados presentes dan la impresión de sentirse incómodos en ese acto. Esto demuestra que el espíritu del Concilio no es infalible. El espíritu del Concilio ha encandilado a muchos, pero a algunos todavía les queda suficiente vista para que al menos por un momento se sientan incómodos en una ceremonia de esas características.
Algunos de esos que todavía ven algo son de la generación que mamó el espíritu del Concilio en el seminario durante la época postconciliar y no tienen mucha experiencia de cómo eran las cosas antes del Concilio, tanto las buenas como las malas. En su mayor parte están a cargo de la Iglesia actual. Es verdad que todavía respiran aires del Concilio, pero no en su pureza original, sino más bien como los fumadores pasivos. Muchos son excelentes personas que aman a Cristo y a la Iglesia. Pero ahora se las ven con un movimiento que desde dentro de la Iglesia los deja perplejos. Y también están descubriendo que no pueden con los jóvenes, sean consagrados o laicos, que han descubierto la Tradición católica, para los que ésta es algo nuevo y maravilloso que les proporciona gran dicha. Y lo han descubierto precisamente en el contexto de la Misa Tradicional. Lo que han descubierto esos jóvenes no es un espíritu de su edad. Han encontrado la perla preciosa de la parábola, reluciente en todo su esplendor. Y nadie les podrá arrebatar esa perla.
Padre Richard Gennaro Cipola
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)