“El respeto de todas las opiniones, aun de las más falsas o perversas, no es más que la orgullosa negación del respeto debido a la Verdad, Para amar sinceramente la verdad y el bien es necesario no tener ninguna simpatía por el error y el mal. Para amar verdaderamente al pecador y contribuir a su salvación es menester detestar el mal que hay en él”.
Fray Reginald Garrigou-Lagrange OP, La naturaleza de Dios.
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Pocas cosas me irritan más que oír a alguien decir que “respeta todas las opiniones”. Quien dice algo así o bien no sabe lo que dice o no dice más que tonterías. Respetar todas las opiniones es, en realidad, imposible, porque equivale a negar el bien, la verdad, la lógica, la razón y el propio ser, sin los cuales no se puede afirmar nada con sentido. A fin de cuentas, si una opinión y la contraria son igualmente respetables, eso significa que la verdad y el error son igualmente respetables, con lo que cualquier razonamiento pasa a ser fútil y carente de sentido. Por lo tanto, cuando alguien empieza declarando que respeta todas las opiniones, de inmediato se deduce que sus propias opiniones no son respetables, sino disparatadas.
Por definición, sólo se pueden respetar lo bueno, lo verdadero y lo bello, porque nada que no sea bueno, verdadero o bello es digno de la veneración del hombre. Lo malo, lo erróneo y lo feo a lo sumo se pueden tolerar, con el fin de preservar un bien mayor y siempre con el deseo de que lo tolerado acabe desapareciendo como merece.
Esto, que es un principio básico para toda criatura pensante, se ha oscurecido desgraciadamente en la mentalidad de nuestra época. La rebelión contra Dios que está en el origen de la modernidad ha llevado al hombre a sucumbir ante los tres grandes disparates trillizos del voluntarismo, el relativismo y el feísmo, que pretenden que no hay cosas buenas, verdaderas o bellas en sí mismas, sino que todo depende de lo que decida uno mismo (o de lo que decidan la moda, los expertos, el Estado o quien sea).
Es la vieja tentación gnóstica, que rechaza la creación como algo malo y busca liberarse de ella. Las consecuencias las vemos por todas partes, por ejemplo cuando la televisión intenta convencernos de que ser hombre o mujer es cuestión que el propio interesado decide a voluntad. O cuando se pretende que no hay nada bueno ni malo y lo único importante es lo que uno siente en su interior. O, por dar un ejemplo más cercano, cuando los pobres fieles tienen que tragarse (y pagar) horrendas iglesias de cemento que no suscitan más que desesperanza y revulsión, pero son obra de algún arquitecto famoso y carísimo.
“Liberarse” del respeto debido a la verdad, la belleza o el bien y del correspondiente desprecio debido a sus opuestos, aunque sea con la excusa de no ofender a nadie, solo puede conducir a la destrucción del ser humano. Ante esta tentación, los cristianos debemos ser santamente intolerantes y recordar sin descanso que el error y el mal, lejos de ser dignos de respeto, no merecen más que nuestro desprecio, nuestro rechazo y nuestro aborrecimiento.
Bruno Moreno