Algunas personas no tienen la capacidad de hablar bien en público de forma espontánea y sin haber preparado el discurso. Mejor dicho, la gran mayoría de las personas no tienen esa capacidad. A estas alturas no creo que sorprenda a nadie si señalo que el Papa Francisco forma parte de esa gran mayoría de la humanidad. Hablar en público no es uno de sus dones y sus colaboradores cercanos deberían decírselo. Entiendo que a nadie le gusta que le recuerden sus defectos. Y entiendo también que a nadie le gusta tener que ser el que recuerda esos defectos a su jefe. Pero a veces es necesario y un deber.
Ser Papa no conlleva tener todas las cualidades del mundo y es normal que no se le dé bien hablar en público. Como decíamos, eso le sucede a la mayoría de la gente, obispos incluidos. Lo que no es normal es que, aparentemente, no sea consciente de que no sabe hablar espontáneamente en público, se empeñe en hacerlo a tiempo y a destiempo con desastrosas consecuencias y ninguno de sus colaboradores tenga el valor de decírselo.
Los ejemplos son tan numerosos que, literalmente, darían para escribir un libro. En multitud de ocasiones ha hecho afirmaciones asombrosas, desde que nuestra Señora no había nacido santa a que la multiplicación de los panes y los peces no había sido un milagro, pasando por llamar “conejas” a las madres de familias numerosas o “la vieja” a Santa Teresa, afirmar que hablar mal de otros es “terrorismo”, decir que la mayoría de los matrimonios son nulos o el famoso “quién soy yo para juzgar”.
Las declaraciones inconvenientes son, a menudo, de carácter teológico, como, por ejemplo, cuando afirmó que santos son los “que viven su fe, sea la que sea, con coherencia” y los que “viven los valores humanos con coherencia”, que no hay que anunciar el Evangelio más que a los que “piden que hables”, que la pena de muerte “es inadmisible porque atenta contra la inviolabilidad y la dignidad de la persona”, que en las distintas religiones vemos “la riqueza de caminos distintos para llegar a Dios” y un larguísimo etcétera. Estas afirmaciones, por supuesto, tienen una gravedad especial porque su misión específica es confirmarnos a los demás en la fe y no sembrar la confusión, aunque sea de forma inconsciente.
Cuando habla de temas políticos le sucede lo mismo. Pontifica sobre temas que claramente no conoce, dice a menudo cosas inapropiadas por completo, hace simplificaciones terribles y ofende a multitud de personas sin ninguna necesidad. Quizá por el ambiente informal, las afirmaciones alcanzan cotas más altas de imprudencia cuando el Papa habla en el avión a los periodistas durante sus viajes. Ayer mismo, en el viaje de vuelta desde Kazajistán, el Papa habló, por ejemplo, de China, realizando afirmaciones asombrosas, en las que será mejor no detenerse. También habló sobre la guerra y el comercio de armas, diciendo exactamente lo contrario de lo que ha dicho otras veces acerca del tema, sin que esa contradicción parezca preocuparle. Todo ello aderezado con múltiples expresiones que simplemente no tienen sentido, de modo que, si uno hace un análisis frase por frase, se le cae el alma a los pies.
A todo esto se añade una personalidad visceral, que tiende a hablar durísimamente de los que considera sus enemigos personales (en ocasiones con fuertes insultos) y, a la vez, se deshace en elogios públicos de personalidades y regímenes diametralmente opuestos a la fe católica y a la moral cristiana. Aquí entramos en los defectos personales que todo el mundo tiene, pero es tremendamente desedificante ver a un Papa burlarse en público del cardenal Burke, por ejemplo, porque siendo “negacionista” se “contagió con el virus”.
Creo que no es necesario extendernos más, porque es algo obvio: por las razones que sea, el Papa Francisco tiende a hablar en público imprudentemente y eso es un gran problema. La prudencia es la principal virtud que deben ejercer quienes gobiernan y, debido a su papel de Vicario de Cristo, esas imprudencias públicas causan un alto grado de escándalo, confusión y descrédito para la Iglesia. El prestigio religioso y también humano que fueron acumulando los Papas durante al menos los tres últimos siglos se va gastando y derrochando sin necesidad.
La solución es sencilla: quien no tiene la capacidad de hablar espontáneamente en público sin crear confusión, no debe hacerlo. Si cuando uno no tiene tiempo para reflexionar, dice lo primero que se le pasa por la cabeza, entonces no debe hablar sin haber preparado antes lo que va a decir. Los colaboradores del Papa tienen el deber moral de hacérselo entender, aunque sea a riesgo de perder su cargo. Quizá no escuche, porque Dios sabe que todos tenemos bastante dificultad en escuchar cuando alguien nos dice que estamos actuando mal, pero es necesario intentarlo todas las veces que haga falta, por el bien de la Iglesia y por el bien de los fieles. El mismo Papa Francisco dijo que todos tenemos necesidad de un profeta que nos aparte de conductas inapropiadas que no somos capaces de reconocer: “que el Señor nos conceda la gracia de enviarnos siempre un profeta - puede ser el vecino, el hijo, la madre, el padre - que nos abofetee un poco cuando nos deslizamos en esta atmósfera donde todo parece ser legítimo”.
Y a los demás, por supuesto, nos toca rezar mucho por el Papa, que es nuestro Papa.
Bruno Moreno