De los líderes mundiales, el Papa estuvo entre los más incansables e insistentes defensores de la vacunación universal contra el covid. Si, al final, la inoculación no fuera lo que nos vendieron, ¿habrá rectificación desde el Vaticano?”.
Creo no exagerar si digo que, a estas alturas, es difícil seguir manteniendo que las supuestas vacunas comercializadas contra la pandemia de covid no han sido lo que nos vendieron machaconamente desde todos los medios posibles. Atendiendo exclusivamente a las fuentes oficiales, sus efectos secundarios superan ya con mucho los de cualquier otra vacuna en fechas recientes que no haya sido retirada del mercado, y recientemente una directiva de la propia Pfizer, creador del tratamiento más difundido, reconoció abiertamente que la empresa ni siquiera testó su eficacia para detener la transmisión de la enfermedad.
No vamos a especular aquí; aceptamos como posible que la inoculación reduzca las probabilidades de enfermar gravemente y morir de covid, como se asegura oficialmente. Pero eso no afecta en absoluto a su transmisión, es decir, no sirve para parar la pandemia, y su beneficio afecta exclusivamente a quien se la administra, en todo caso.
Pero no es eso, repito, lo que nos vendieron y, sobre todo, lo que nos predicó el Santo Padre en su día. “Vacunarse, con vacunas autorizadas por las autoridades competentes, es un acto de amor”, nos decía Francisco en un vídeo en verano de 2021. “Y ayudar a que la mayoría de la gente se vacune es un acto de amor. Amor por uno mismo, amor por la familia y los amigos, amor por todos los pueblos”.
Ahora, vacunarse -si esta es la palabra adecuada- puede ser un acto de prudencia, pero ¿de amor? Si no impide la transmisión, como se ha reconocido, ¿en qué sentido es un ‘acto de amor’, salvo el mismo acto de amor a uno mismo con que puede definirse tomar cualquier medicamento?
Por supuesto, ni el Papa comprometía aquí su magisterio ni tiene obligación alguna de ser experto en terapias génicas, no es esa la cuestión. La cuestión es que ha usado su posición como cabeza de los católicos y Vicario de Cristo para promocionar un producto concreto en fase experimental del que aún desconocemos con precisión sus consecuencias a largo plazo. ¿Qué pasaría con el crédito del Papa, de su credibilidad, digamos, ‘secular’, si el resultado final no es el esperado, si el experimento no sale como se prevé?
La conclusión no es que Francisco no pueda tener las opiniones que apetezca, o que cualquier error suyo deba juzgarse como una quiebra de su facultad magisterial, porque no hablamos de cuestiones que tengan que ver en absoluto con la doctrina. Pero quizá fuera deseable que el Santo Padre no opine públicamente de todo lo humano y lo divino, porque es fácil generar confusión entre los fieles y recelo entre los no creyentes.
Carlos Esteban