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miércoles, 26 de octubre de 2022

El relator sinodal despeja dudas (Bruno Moreno)



En artículos anteriores sobre el Sínodo de la Sinodalidad, hablábamos de algunos aspectos sinodales, como el tema o las aportaciones solicitadas, que hacen sospechar que sus reuniones estarán dañadas de raíz. En consecuencia, es de temer que, en el mejor de los casos, esas reuniones serán una forma de perder el tiempo pareciendo que estamos muy ocupados y, en el peor, podrían ser la puerta para intentar cambiar la enseñanza de la Iglesia como desean, por ejemplo, tantos obispos alemanes y belgas.

Nos queda por analizar, sin embargo, a los encargados del Sínodo. A fin de cuentas, aunque fuera con los materiales más pobres e inadecuados, unos responsables con fe y valentía podrían tomar firmemente las riendas de la reunión sinodal y conseguir algo bueno en ella. ¿Será eso lo que ocurra con el Sínodo? A falta de un milagro, habría que decir que parece que no. Al menos a juzgar por las declaraciones que hizo ayer el cardenal Jean-Claude Hollerich en una entrevista publicada por L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano.

Este cardenal jesuita, además de ser arzobispo de Luxemburgo y Presidente de la Comisión de Conferencias Episcopales de la Unión Europea, ha sido nombrado relator general del Sínodo por el Papa Francisco. Es, pues, a la vez un peso pesado de la Iglesia y la voz más autorizada en cuestiones sinodales, después del propio Papa. Haríamos bien, por lo tanto, en prestarle atención.

¿Qué tiene que decirnos el relator general del Sínodo? Por lo visto, que el sexto mandamiento y toda la doctrina de la Iglesia sobre las relaciones sexuales fuera del matrimonio y las relaciones entre personas del mismo sexo siempre han estado equivocados.
“¿Parejas gay? Dios no las maldice. ¿Cree que Dios pueda alguna vez ‘decir-mal’ sobre dos personas que se aman? En el Reino de Dios ninguno está excluido: ni siquiera los divorciados vueltos a casar, ni siquiera los homosexuales, todos. El Reino de Dios no es un club exclusivo. Abre sus puertas a todos, sin discriminaciones. Muchos de nuestros hermanos y hermanas nos dicen que, sea cual sea el origen y la causa de su orientación sexual, ciertamente no la han elegido. No son manzanas podridas”.
Y a continuación añadió:
“No creo que haya lugar para un matrimonio sacramental entre personas del mismo sexo, porque no hay un objetivo procreativo que lo caracterice, pero esto no quiere decir que su relación afectiva no tenga ningún valor”.
Antes de que alguien lo pregunte, conviene señalar que no se trata de una expresión imprecisa o puntual. En febrero declaró algo similar en otra entrevista en Alemania, en la que afirmó, con respecto a la doctrina sobre las relaciones entre personas del mismo sexo que creía que “el fundamento sociológico-científico de esta doctrina ya no es correcto”, indicando que debía revisarse la doctrina de la Iglesia y sugiriendo que la forma de hablar del Papa Francisco sobre la homosexualidad podría llevar a un cambio de la doctrina.

El cardenal dijo otras muchas cosas, sin que faltaran la patética y ya casi obligatoria adulación al Papa, pero creo que las frases citadas son suficientes para que nos hagamos una idea de cómo piensa este purpurado. No sé qué es más llamativo, que un cardenal arzobispo niegue frontalmente la doctrina de la Iglesia en público, que ese cardenal precisamente haya sido elegido relator del nuevo sínodo o que las “razones” que da para sus heterodoxias sean de un nivel intelectual ínfimo, que cualquier seminarista de primero de Teología o incluso cualquier catequista parroquial con dos dedos de frente podría rebatir sin ninguna dificultad.

Veamos sus argumentos uno por uno. Primero, sugiere que Dios bendice las parejas del mismo sexo (ya que, si no dice mal de ellas, es evidente que tendrá que decir bien). Por supuesto, Su Eminencia es muy libre de afirmar lo que quiera, aunque no tenga nada que ver con la fe católica, pero quizá habría sido una buena idea tener la cortesía de preguntar primero al propio Dios, que dejó muy clara esta cuestión: hombre y mujer los creó, los bendijo (Gn 5,1). El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gn 2, 24). Y, por si había dudas, Cristo repitió exactamente esas frases. Es decir, lo que bendijo fue la pareja de hombre y mujer, no la pareja del mismo sexo. ¡Qué olvido tan extraño! Menos mal que el cardenal Hollerich ha venido a recordarle al mismo Dios su omisión y a corregir el Génesis, porque sabe mejor que Dios mismo lo que Dios quiere y bendice.

También podría haber acudido al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, que afirman unánimemente que las relaciones entre personas del mismo sexo no solo son un pecado, sino algo aún más grave: uno de los pecados que claman al cielo (Catecismo 1867), por vulnerar la naturaleza y el orden creado de forma radical. Las afirmaciones de papas, concilios, santos y doctores de la Iglesia sobre el particular son clarísimas y, a menudo, terribles (véanse, entre innumerables otros ejemplos, el Concilio de Elvira del año 306, el Concilio de Nablús de 1120, el tercer Concilio de Letrán de 1179, San Pío V, San Agustín, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, San Bernardino de Siena, Santa Catalina de Siena, San Pedro Damián, San Alfonso María de Ligorio, etc.).

No hace falta decir, aunque por si acaso lo recordaremos, que esto no supone decir que las personas que se sienten atraídas por personas del mismo sexo sean en ningún sentido malas en sí mismas, inferiores en dignidad a las demás ni nada por el estilo. Son hijas de Dios o están llamadas a serlo (y no existe dignidad más alta que esa) y, como señala el Catecismo, son dignas de respeto y están llamadas a “realizar la voluntad de Dios en su vida” y a unir sus dificultades al “sacrificio de la cruz del Señor” (Catecismo 2358). En una palabra, están llamadas a ser santas, como los demás.

La afirmación del purpurado, en cambio, produce vergüenza ajena desde el punto de vista teológico. Pregunta el cardenal: “¿Cree que Dios pueda alguna vez ‘decir-mal’ sobre dos personas que se aman?”. La más básica Teología moral, que nuestro cardenal tuvo que estudiar alguna vez, enseña que por supuesto que Dios puede decir mal de dos personas que se aman. Por la sencilla razón de que absolutamente todos los pecados se producen “por amor”, ya que el ser humano está creado por Dios y solo puede moverse por amor. El problema en el caso de los pecados es que ese amor es un amor desordenado.

Por ejemplo, cuando un chico y una chica que no están casados se acuestan juntos, están cometiendo un pecado grave por mucho que digan que se quieren, porque se trata de un amor desordenado, un amor que no es conforme al plan de Dios para el hombre en la entrega total del matrimonio, un amor que no respeta al otro como debe y un amor que encubre, en realidad, un enorme egoísmo y utilización del otro. Como recuerda el Catecismo, “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer” (Catecismo 2360). Luego cualquier uso de la sexualidad al margen del matrimonio es, por su propia naturaleza, desordenado, contrario al plan de Dios y un pecado grave, ya se trate de la masturbación, la fornicación, el adulterio o las relaciones entre personas del mismo sexo.

Veamos la siguiente afirmación del cardenal, también de una osadía sorprendente:
“En el Reino de Dios ninguno está excluido: ni siquiera los divorciados vueltos a casar, ni siquiera los homosexuales, todos. El Reino de Dios no es un club exclusivo. Abre sus puertas a todos, sin discriminaciones”. 
Uno está tentado de pensar que el purpurado lleva toda su vida padeciendo un problema de ceguera y sordera completas, porque de otro modo habría escuchado o leído los cientos de pasajes de la Escritura que muestran que eso no es cierto.

Bastará dar como ejemplo el más pertinente, en el que la Palabra de Dios dice expresamente que los pecados graves, incluido el de las relaciones sexuales con personas del mismo sexo, excluyen del Reino de los Cielos: “No os engañéis: Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, poseerán el reino de Dios” (1 Co 6, 9-10; cf. 1Tim 1,10). ¿Será que Dios no sabía que nadie está excluido del Reino de Dios? ¿O será que el cardenal desconoce o rechaza la doctrina básica de la Iglesia sobre el pecado mortal? Lejos de ser una discriminación injusta, esta realidad es la base misma de la justicia. El que peca, por su propio pecado, se excluye del Reino de Dios. Si Dios tratase igual a buenos y malos, entonces sí que sería injusto y nos estaría enseñando que es lo mismo la bondad que la maldad.

Consideremos otra afirmación del cardenal: “no creo que haya lugar para un matrimonio sacramental entre personas del mismo sexo, porque no hay un objetivo procreativo que lo caracterice, pero esto no quiere decir que su relación afectiva no tenga ningún valor”. Con esta afirmación, Mons. Hollerich niega directamente el sexto mandamiento, porque reconoce que no hay matrimonio entre personas del mismo sexo, pero afirma que sus relaciones sexuales tienen “valor”, en lugar de ser un pecado mortal, como todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio. Es difícil no ver aquí una continuación del razonamiento de Amoris Laetitia, porque, si el adulterio a veces es lo que Dios quiere para nosotros, ¿por qué no decir lo mismo sobre las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, como pretende el cardenal? El pecado mortal se convierte en más o menos bueno y el sexto mandamiento, aparentemente, queda obsoleto.

Además de ser directamente contrario a lo que enseña la Palabra de Dios, lo que dice el cardenal también es contrario a la doctrina expresa de la Iglesia, que enseña que este tipo de relaciones “no pueden recibir aprobación en ningún caso”, porque “cierran el acto sexual al don de la vida” y “no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” (Catecismo 2357). Al contrario de lo que nos dice el relator del Sínodo, la Iglesia enseña que las personas homosexuales, tan amadas por Dios, “están llamadas a la castidad” (Catecismo 2359), como lo estamos todas las personas, cada una según sus circunstancias y precisamente por el amor que Dios nos tiene.

Observemos también que el cardenal Hollerich, en lugar de aclarar la cuestión, intenta ofuscarla y reducirla al sentimentalismo, diciendo que “muchos de nuestros hermanos y hermanas nos dicen que, sea cual sea el origen y la causa de su orientación sexual, ciertamente no la han elegido. No son manzanas podridas”. ¿Qué tiene eso que ver con nada? Por supuesto que las personas que sienten atracción por otras del mismo sexo no son, en sí mismas, “manzanas podridas”. Como un casado que siente atracción por su secretaria no es, por ese hecho, una “manzana podrida” y tampoco ha “elegido” esa atracción, pero, si engaña a su mujer con la secretaria, está actuando mal consciente y libremente en una materia grave y se excluye de la comunión con Dios y de la vida eterna. Exactamente igual que cualquier otra persona, incluidas las que sienten atracciones homosexuales. Los seres humanos somos seres racionales y, a diferencia de los animales, estamos llamados a controlar nuestras pasiones de conformidad con la ley natural, que es la ley que Dios ha puesto en nuestra conciencia. Recordar esto no es un ataque contra los casados ni contra los solteros ni contra las personas homosexuales, sino lo contrario: reconocer su dignidad humana y su capacidad de hacer libremente el bien o de elegir el mal, con las consecuencias que tiene cada una de esas elecciones.

Por último, es fácil ver que la explicación que dio el cardenal de su rechazo de la enseñanza de la Iglesia en una entrevista anterior no era más que una excusa: “creo que el fundamento sociológico-científico de esta doctrina ya no es correcto”. Digo que se trataba de una excusa porque, a poco que lo haya pensado, Mons. Hollerich tiene que ser consciente de que eso no significa nada, ya que la doctrina sobre las relaciones entre personas del mismo sexo no tiene ningún “fundamento sociológico-científico”. La ciencia y la sociología no tienen nada que ver con el tema. El fundamento de la doctrina es teológico: la Revelación del mismo Dios, transmitida por la Escritura y la Tradición y preservada por el Magisterio. Eso es lo que niega el purpurado, pero, como decirlo queda feo en todo un cardenal, intenta desviar la cuestión hacia la sociología y la ciencia, que, por su propia naturaleza, no tienen nada que ver con este tema moral y teológico.

En fin, después de ver que Su Eminencia afirma repetidas veces con toda claridad y literalmente lo contrario que la Palabra de Dios, el Magisterio y la Tradición, no hace falta decir mucho más. Nadie que piensa así puede ser firme en otros aspectos de la fe, porque, como enseñaba Santo Tomás, quien rechaza una parte de la fe en realidad rechaza la fe entera. En efecto y a modo de ejemplo, el cardenal también ha afirmado en el pasado, contra la doctrina irreformable de la Iglesia, que las mujeres podrían recibir la ordenación sacerdotal en el futuro. Mons. Hollerich parece haber reducido la revelación divina a una simple enseñanza de carácter sociológico y en permanente transformación, según vayan cambiando los deseos del mundo.

¿Qué sentido tiene que un prelado que rechaza públicamente la fe católica sobre multitud de cuestiones sea el relator general del Sínodo? Son afirmaciones hechas, además, en el periódico oficial del propio Vaticano, L’Osservatore Romano, luego es imposible que la Santa Sede las desconozca. Este hecho, junto con otros como la tolerancia para los errores públicos de obispos alemanes y belgas o la aceptación de aportaciones contrarias a la fe de la Iglesia en las primeras etapas sinodales, lleva a pensar que el Sínodo podría estar destinado a abandonar discretamente las doctrinas de la Iglesia que son molestas para el mundo.

Recemos, recemos, recemos.

Bruno Moreno