En cierto pasaje de la novela Retorno a Brideshead el autor, Evelyn Waugh, nos presenta a un ambicioso diputado que desea convertirse al catolicismo, mas solo por conveniencia. Su nombre: Rex Mottram. Lo curioso es que, mientras intenta pasar por católico, van saliendo a la luz muchos de los prejuicios que Rex (y los protestantes de los que proviene) atesoran contra la Iglesia romana. Así ocurre cuando dialoga con el sacerdote al que han encargado instruirlo en la que será su nueva fe. Rex se esfuerza en responder lo que cree que el clérigo desea oír, con resultados inolvidables:
«¿De modo que usted ya ha comprendido el dogma de la infalibilidad papal?», le pregunta el cura (al que puede verse en la serie homónima aquí).
«Oh, sí, padre».
«Supongamos que el papa mira hacia arriba, ve una nube y dice ‘Va a llover’. ¿Sucedería con seguridad?».
«Pues sí, padre».
«Suponga que no ocurre. Suponga que no llueve».
«Oh… bueno… creo que entonces sería una especie de lluvia espiritual… Pero somos demasiado pecadores para verla».
Más allá de sus efectos humorísticos, esta idea ridícula de lo que es la infalibilidad pontificia me temo que más de una vez asoma entre nosotros, ya en el año 2022 y en un país de tradición católica. Aún son muchos los que creen que todo lo que diga un papa debe ser aceptado como parte esencial de la fe católica; o que un papa no puede nunca equivocarse; o que no es de buen fiel criticar aquello que haya expresado un papa.
Todas estas creencias son falsas, naturalmente (es decir, son supersticiones; igual que creer en lluvias invisibles). La última, de hecho, la refutó el propio Francisco hace pocos años: «No es pecado criticar al papa», recordó a los obispos italianos, antes de animarlos a que hicieran eso mismo, criticarlo. No resultaba novedoso: santos como Pablo o Catalina de Siena ya lanzaron fuertes reproches a sus respectivos pontífices, sin que ello obstara para su santidad.
Pero siempre ha habido gente más papista que el Papa. Y es una pena que hoy alimenten en la opinión pública falsedades sobre lo que significa la infalibilidad pontificia para un católico.
Por mor de despejar alguna de las principales, empecemos diciendo que tal infalibilidad no tiene nada que ver con que el papa tenga que ser considerado especialmente santo, puro o bienintencionado: son numerosos los ejemplos de pontífices con vidas, digamos, poco ejemplares. Y en una época tan pía como el Medievo era habitual advertir, en sus pinturas sobre el infierno, que nada impedía que el obispo de Roma, como cualquier otro, pudiera terminar ardiendo en él. El propio Dante, en su Divina comedia, nos narra su encuentro con el papa Nicolás III en el averno; lo curioso es que éste lo confunde con otro pontífice, Bonifacio VIII, a quien asimismo andaban ya esperando en la región infernal.
Tampoco es correcta la creencia popular de que el Papa haya sido elegido directamente por el Espíritu Santo entre todos los candidatos posibles, un poco como si una paloma blanca (invisible para nuestros ojos pecadores) se posara sobre su cabeza durante el cónclave. Lo negó de modo explícito… otro pontífice, Benedicto XVI: «Hay muchos papas que el Espíritu Santo probablemente no habría elegido», afirmó cuando aún era el responsable máximo de la doctrina correcta (es decir, prefecto de la Doctrina de la Fe). Y aclaró (algo bueno de Ratzinger es que siempre aclara todo, como gran profesor que fue): el Espíritu Santo actúa como un buen maestro ante los cardenales, pero no «dicta» ni mucho menos al candidato.
¿Cuándo es, pues, infalible el obispo de Roma? El Catecismo de la Iglesia católica (891) nos recuerda que para ello deben cumplirse tres condiciones:
1) que el papa hable en nombre de la Iglesia, no desde un punto de vista personal; 2) que afirme que lo que dice no es modificable;
3) que el asunto sobre el que se pronuncia tenga que ver con la fe o la moral.
Es decir, contra la ofuscación del citado diputado Rex Mottram, si un pontífice habla de la lluvia, no es ni más ni menos infalible que Mariano Medina, que usted, amigo lector, o que un servidor. Pero lo mismo ocurre si habla de economía, de arqueología tailandesa, de política o de fútbol (sea cual sea el énfasis que ponga en cada una de estas áreas del saber). Como, además, ya hemos dicho que criticar al papa es actividad del todo legítima para un católico que sepa de su fe, no habría problema alguno en criticar lo que opine el sumo pontífice si se aventura por el campo de la economía o la política (o de la arqueología), pues nada impide que pueda resultar inexacto. O incorrecto. O una sandez.
Esto no significa, naturalmente, que sea legítimo volcar odio alguno contra el obispo de Roma cuando dice algo con lo que no concordamos. Por un sencillo motivo: no es legítimo volcar odio contra nadie.
Aunque a veces en redes sociales parezca un imposible, cabe hacer críticas sin aborrecer al criticado. Pongamos un ejemplo: mi abuelo carecía de saberes especiales en economía, pero ello no habría justificado el ponerse a insultarlo, o tratarlo con menosprecio, cuando expresaba algo sobre tal campo. Lo mismo ocurre con el Papa: puede que no posea conocimientos mayores que los de mi abuelo en ciencia económica, pero sería deseable tratarlo asimismo con respeto. (Ojo, ello no excluye las bromas o cierto tono desenfadado; de hecho a mi yayo le gustaba ser tratado con cierto humor de fondo, y en principio sería deseable que un pontífice, como «siervo de los siervos de Dios» que es, no tuviese muchos más humos que mi abuelo, el señor Miguel).
Tras todas estas aclaraciones (no solo Ratzinger tiene la manía profesoral de intentar aclararlo todo), estamos ya en disposición de ir al asunto que titula este artículo: ¿por qué se produce tal pasmo entre algunos de nuestros compatriotas cuando alguien (un político, un intelectual, un periodista) de derechas critica al papa o, más en general, a la Iglesia católica? Este pasmo también tiene sus razones, ojo; pero creo que son motivos ya caducos. Y sería deseable avanzar hacia un diálogo en que, al igual que la jerarquía eclesiástica tiene derecho a señalar los errores que ve en políticas de cualquier tendencia, la recíproca también sea cierta. Esto es, los políticos de cualquier tendencia también puedan refutar lo que consideren errado entre los dirigentes eclesiales, papa incluido.
Aceptar esta verdad (católica) nos evitaría tanto escandalizadito que vituperó a Isabel Díaz Ayuso este otoño, solo porque la presidenta madrileña se sintió sorprendida por la declaración del Papa sobre la conquista de México. Y acaso evitaría también el estupor que en algunos ofendiditos suscitó en su día el líder de VOX, Santiago Abascal, cuando se refirió al romano pontífice como «ciudadano Bergoglio»… al comentar las opiniones de éste sobre la necesidad de implantar una renta básica universal (asunto, sin duda, de gran enjundia económica, pero en el que, justo por eso, como ya hemos visto, las opiniones de Jorge Bergoglio no son epistémicamente más irrefutables que las de mi abuelo, el también ciudadano Miguel).
¿Por qué esa incomodidad entre la propia derecha cuando uno de sus dirigentes critica al Papa? ¿Por qué también esas críticas parecen doler más a muchos católicos? Creo que hay dos motivos para ello, que revelan a su vez dos patologías de la relación entre la derecha y la Iglesia; dos patologías que convendría ir sanando.
La primera patología viene de nuestra guerra civil. Es inevitable que estemos aún marcados por el hecho (no muy recordado en los saraos sobre «memoria histórica», por cierto) de que entonces uno de los dos bandos se prodigó en la destrucción de lo católico: conventos, templos, patrimonio… así como también 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 frailes, 283 monjas. Esa matanza (si eras fraile en los años 30 en España, tuviste una probabilidad de uno contra cuatro de ser asesinado por ello) permite comprender que la Iglesia terminara apoyando al otro bando, por la simple peculiaridad de que no la masacraba. Tal respaldo no fue inmediato (tardó más de un año desde el inicio de la conflagración en publicitarse), pero sí rotundo (la Carta que lo manifestaba fue firmada por casi todos los obispos españoles aún vivos, con solo cinco excepciones).
Desde entonces es quizá inevitable que demos por supuesta cierta afinidad entre Iglesia y derecha en España. Y ello a pesar de que mucha gente de esta orientación política tenga poco de católica; o de que la Iglesia, por su parte, también se haya esforzado en fracturar tal ligamen (recordemos que, aún durante el franquismo, había incluso una cárcel concreta dedicada a alojar curas enfrentados al régimen, la de Zamora).
No estaría mal, sin embargo, que ambos grupos acepten su plena autonomía. Que la Iglesia agradeciera los servicios de protección prestados por Francisco Franco (¿tal vez con alguna multitudinaria misa de Te Deum?), pero siguiese luego por el camino, ya iniciado por Pablo VI y su hombre en España, el cardenal Tarancón, de alejarse de una ideología concreta (en este caso, la de la derecha). Y que las personas de pensamiento tendente a la derecha dejasen de ofenderse cuando la Iglesia dice cosas que no suenan derechistas, o cuando sus dirigentes critican al Papa o a los obispos por ello. Es bueno para la fe no estar identificada con una ideología; y es bueno para un movimiento político no atribuir autoridad absoluta a una jerarquía religiosa.
Ahora bien, aquí nos topamos con la segunda patología que entorpece unas relaciones saludables entre la derecha española y el mundo eclesiástico. Se trata del hecho (ya iniciado por Franco, pero prolongado luego por el centroderecha más moderado hasta hoy) de que las gentes no izquierdistas han «subcontratado» a la Iglesia para todo lo que tenga que ver con sus valores y cultura propios. Mientras la izquierda ha tenido siempre sindicatos, casas del pueblo, creadores, artistas, productoras de entretenimiento… dedicados a crear cultura izquierdista, la derecha lleva décadas renunciando a ello.
No siempre fue así (durante la Restauración y la República hay brillantes ejemplos de lo contrario, como me recordaba hace poco uno de los grandes expertos en esa época, el historiador Roberto Villa). Pero tanto Franco (que renunció a tener una ideología propia, y se apoyó en un mero nacionalcatolicismo) como el Partido Popular después, han subrogado la acuñación de valores, su difusión, el debate moral serio, los espacios de socialización (en vez de «casas del pueblo» del centroderecha, salones parroquiales) a la Iglesia católica. Bien es verdad que esa subcontrata cada vez resulta más forzada (apuesto uno contra cuatro a que pocos diputados del PP actual comparten en su intimidad la contundente postura de la Iglesia sobre la eutanasia o aborto). Pero, a falta de nada mejor, es lo que ha habido y lo que aún algunos ansían que siga habiendo.
Desde esa mentalidad de «subcontrata moral», se explica bien que a cierta derecha le moleste con especial dolor que la Iglesia se aparte del rol que le han atribuido; o también que dirigentes políticos suyos denuesten a los subcontratados eclesiásticos en el negociado de «Cultura y moral». Pero se trata de una subcontratación que debe terminar. La derecha debe aprender (y, sin duda, más allá del PP ya está aprendiendo) a generar su propia cultura, sus propias ideas, sus propios debates morales. No puede seguir esperando que le hagan ese trabajo desde las cada vez más solitarias capillas. Un reciente libro de Pedro Herrero y Jorge San Miguel, Extremo centro: El manifiesto, proporciona jugosas pistas para una nueva derecha (ellos prefieren llamarla «no izquierda») que asuma tal desafío.
Retornemos a Brideshead: en la citada novela, el diputado Rex Mottram termina separado de la mujer católica que, con su rocambolesca «conversión» al catolicismo, pretendía conseguir. No es la primera vez: Rex se había casado previamente y también divorciado. Los obispos hacen seguramente bien en considerar el divorcio entre cónyuges humanos un acto lamentable; pero el divorcio de cualquier ideología (ojo, abandonar a la derecha no implica caer ahora enamorada en los musculosos brazos de la izquierda, como ansía la libido política de mucho católico) es sin duda algo que a nuestra Iglesia católica le cabe aprender de Rex. Aunque Rex nunca aprendiera mucho sobre ella.
Miguel Ángel Quintana
Miguel Ángel Quintana es Director académico y profesor en el Instituto Superior de Sociología, Economía y Política (ISSEP) de Madrid.