Recuerdo todavía mi lectura apasionada de los Padres Apologistas Griegos, de la BAC, en versión bilingüe (griego-español). Me impresionó por encima de todo, la simplicidad de los argumentos y la llaneza del texto: tan sencillo, tan didáctico, tan repetitivo. Eran una de mis lecturas preferidas para avanzar en mi incipiente aprendizaje del griego. Tanto me impresionó sobre todo la lectura fácil y fluidísima de la apología más sencilla, creo que de san Ireneo, un canto a la Naturaleza convertido en canto al Creador, que por la noche la recité en sueños completa en griego Al despertarme por la mañana, estaba eufórico recitando algunos fragmentos de la apología que se me habían pegado a la memoria. En fin, éste fue el argumento más subjetivo que me hizo sucumbir a la fascinación que ejerció sobre mí, el espíritu apologético de aquella brillante época del cristianismo.
Y a lo que voy, una de las principales líneas argumentales era LA CREACIÓN, para ir de ella al Creador. Hoy diríamos sin más, que entre los argumentos más potentes para llevar al hombre hacia Dios, estaban los que hoy llamaríamos argumentos ecológicos. Por supuesto que la Naturaleza era el camino para llegar a Dios, de tal modo que sin ese argumento les hubiese costado a los padres apologistas griegos hacer ese camino. ¿Cómo llegar hasta el Creador sin la creación? Efectivamente, la naturaleza era el camino, no el destino. Y eso se traslucía apasionadamente en todo el texto, no en alguna ligera y fría alusión de vez en cuando. La fuerza de la argumentación movía hacia Dios. Mil años después, Santo Tomás de Aquino, mucho más filosófico, nos coloca ante la causa eficiente: “no hay reloj sin relojero, ni mundo sin Creador”.
Hago esta reflexión a cuenta del potentísimo movimiento ecologista de la Iglesia (para acompasar su paso al del mundo), que le ha dado la vuelta a la línea argumental de los Padres Apologistas, dejando aparcado a Dios y volcando toda la atención y la intención y el amor y la devoción en la naturaleza. Parece, en efecto, que nos hayamos trasladado a una iglesia ecologética en vez de permanecer en la apologética, ya tan demodé. Parece que hoy el objetivo de la Iglesia es llevarnos a la naturaleza como estación de destino, con lo que resulta que por ocuparnos de nuestro “oikos” con la máxima intensidad y devoción, abandonamos nuestro interés por el oikodómos, el arquitecto, el diseñador, el dueño de la casa, y cortamos nuestras líneas de comunicación con él.
Claro que en la apologética cristiana de toda la vida, hay una arquitectura de la Creación presidida por el Creador que, efectivamente, culmina su obra en el hombre. Lo cual no se parece en nada a la arquitectura ecologética tan asumida por gran parte de la Iglesia, empezando por su cabeza, en la que el Dios Creador es suplantado por la Madre Tierra en función de creadora de todo lo que sobre ella alienta, incluido el hombre.
En esa ecologética “católica” se debe toda clase de culto (incluidos en él no pocos holocaustos) a la Madre Tierra. Vuelven en esta ecoteología los sacrificios humanos de los más diversos formatos: todavía no alcanzamos a sospechar en qué proporciones. La realidad pura y simple es que volvemos al paganismo más primitivo, el animista, que racionalizado por los filósofos, desemboca en un panteísmo en el que todo es Dios. Todo menos el hombre. ¡Singular panteísmo! Y he aquí que esto se nos vende como un gran progreso del espíritu humano. Y el catolicismo se lo apropia como un gesto de puesta al día, como el indispensable aggiornamento que nos exige esta época de progreso.
Por simplificar, tendríamos que decir que el “ecologismo” es una herejía moderna, en la que Dios es suplantado por la Naturaleza: una herejía tremendamente prolija, construida hasta el último detalle a base de prescripciones y proscripciones rituales. No tenemos más que ver la obsesión que manifiesta el ecologismo por la contaminación, mucho más neurótica que todas las prescripciones rituales del judaísmo y religiones afines, en aras del mantenimiento de la pureza del templo, de los sacerdotes y de los fieles. Obsesiones que caracterizaron muy especialmente a los fariseos. De ahí el concepto tan extendido de fariseísmo, que les viene como anillo al dedo a los grandes promotores de reducción de emisiones; fariseos que con sus barcos, yates, aviones y demás recursos personales, además de con sus imponentes industrias, son los mayores líderes de la contaminación. Pura hipocresía: en su nueva religión, imponen a los demás, cargas que ellos no están dispuestos a soportar.
Y no es que el cristianismo haya vivido de espaldas a la naturaleza y a la ecología; nada más lejos de la realidad. Basta que recordemos las rogativas y las procesiones sobre todo para impetrar la lluvia en tiempos de sequía persistente. Y el carrusel para celebrar las operaciones lustrales del final del invierno, que vinieron a coincidir con el carnaval (que conservó su espíritu pagano) y la cuaresma. Costumbres de una gran antigüedad, comunes a prácticamente todas las religiones; hondas huellas, en efecto, de cuando el animismo fue la religión universal. Ahí están los centenares de ermitas, hoy dedicadas en su mayor parte a las más diversas advocaciones de la Madre de Dios, situadas las más célebres en lugares geográficos extraordinarios (unos por su belleza, otros por su energía telúrica). Son ermitas casi tan antiguas como el hombre, muy anteriores por tanto al cristianismo, pero que fueron cristianizadas en su momento.
El cristianismo, formado por el sincretismo de todos los valores de las sociedades en que se fue extendiendo, no podía descartar ni mucho menos los valores que llamamos hoy “ecológicos”, los referidos al “culto” a la naturaleza (a la que la terminología religiosa llamó “La Creación”), fácilmente transformados todos ellos en culto al Creador. En ningún momento retrocedió el cristianismo hacia el antiguo culto animista, sino que se mantuvo incólume en la idea de que el camino más seguro que nos conduce hacia el Creador, es la Creación. La creación nunca fue la estación de destino, sino que siempre fue camino hacia Dios
Y no es eso, ni mucho menos, lo que hoy estamos viendo en la Iglesia con las nuevas formas de culto a la naturaleza. El ecologismo rampante que hoy se nos está predicando desde los púlpitos, tiene mucho de pagano, mucho de retorno al animismo. Y desde su vertiente “científica” se ha convertido en el anchísimo camino que nos aleja de Dios.
A ese ecologismo se ha apuntado fervorosa gran parte de la Iglesia (¡es lo que se lleva!): en ese empeño es de destacar la gran aportación ecoteológica de nuestro cardenal Omella, proponiendo como gran obra de misericordia y como modernísimo ayuno, el ahorro de agua distanciando las duchas en cuaresma. ¡Alabado sea Dios!
Virtelius Temerarius