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El mundo sufre y se muere
de un mal que tiene remedio,
pero el paciente no quiere
que le digan que está enfermo.
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El problema de nuestro tiempo no es el pecado. Siempre ha habido pecados y, hasta que el Señor vuelva, seguirá habiéndolos. Desde hace décadas, sin embargo, el problema es cualitativamente distinto y mucho más grave: negar que existe el pecado. Si me convenzo de que no estoy enfermo, no iré al médico ni tomaré la medicina que necesito. Si considero que no tengo pecados, no intentaré salir de ellos. Si llego a pensar que no existe el pecado, ni siquiera consideraré la posibilidad de que las cosas que hago puedan ser pecados, de modo que estaré irremisible perdido en ellos.
Como no hay tontería tan grande que no pueda venir alguien y soltar otra mayor, últimamente nos estamos esforzando por superar el triste listón que nos dejaron los años sesenta y el posconcilio, con sus largas raíces que van hasta Lutero. ¿Cual es el nuevo descubrimiento de nuestro tiempo que le permite ir más allá aún de la negación del pecado? Pretender que el pecado es una virtud. Y, viceversa, que las virtudes tradicionales, en realidad, son pecados.
Esto es otro paso cualitativo aún más grave hacia la destrucción de la moral y la civilización misma, porque el ser humano está hecho para la virtud y para rechazar el pecado, que lo destruye. Igualar ambas cosas como si no hubiera diferencia entre ellas o, peor aún, intercambiarlas, es el camino más rápido para la perdición tanto temporal como eterna.
En el mundo, esta tendencia lleva a lo que estamos viendo: la disolución de la civilización occidental cristiana, que no está siendo sustituida por otra, sino que simplemente se está derrumbando, víctima de la corrosión acelerada de sus cimientos. A fin de cuentas, si uno llama arena al cemento y cemento a la arena, las consecuencias arquitectónicas son inmediatas y demoledoras. Lo mismo sucede en una civilización si se llama “modelo de familia” a lo que en realidad es una familia herida y casi destruida, si se considera que el matrimonio es cualquier cosa, si “hombre” y “mujer” son intercambiables a voluntad pero a la vez hay que creer que los hombres son malos y las mujeres siempre buenas, si hay que tolerarlo todo y creer que en realidad nada es bueno ni malo excepto rechazar lo que está de moda en cada momento, y un largo etcétera.
En la Iglesia, los cimientos no se pueden corroer, porque son eternos, pero sí se pueden abandonar y eso es lo que también estamos viendo: infinidad de eclesiásticos que nos invitan a adoptar la amoralidad moderna para ser por fin del mundo, a “acompañar” los pecados más horribles, a creer que la fe católica y las religiones humanas en realidad son lo mismo, a ser “inclusivos” y “respetar” lo que no es digno de respeto, a pretender que la ecología es la nueva virtud suprema o a abandonar la ley de Dios en nombre de una “pastoral” que solo puede ser la del lobo vestido de oveja.
Desgraciadamente y a pesar de todas las afirmaciones de tolerancia e inclusividad, los que toman ese camino no se limitan a repetir lo que aquellos judíos dijeron al Señor, burlándose de Él: “médico, cúrate a ti mismo". Inevitablemente, terminan por decir: “médico, no nos cures". O incluso: “médico, tú eres la verdadera enfermedad y con quien hay que acabar es contigo". Si seguimos por la misma senda, crecerá en el mundo el odio por los cristianos y crecerá en el seno de la Iglesia el odio por los que aún conserven la fe y rechacen los sucedáneos. Y, como predijo el Señor, los que os maten creerán estar dando culto a Dios. O a la tolerancia, la democracia o la Pacha Mama.
Bruno Moreno