Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra, no para los justos sino pan los pecadores, pues no son -dice- los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico. Convenía, pues, que el Salvador diese una solemnidad particular a su primera intervención en favor de las almas heridas por el pecado. Desde el comienzo de su ministerio en Galilea, “un día que estaba enseñando -nos dicen los evangelistas- estaban sentados algunos fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todos los pueblos de Galilea, y de Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico. Jesús, viendo su fe, le dice: 'Hombre, tus pecados te quedan perdonados'. Los escribas y los fariseos empezaron a pensar: '¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?'. Conociendo Jesús sus pensamientos les dijo: '¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda?'. Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados, yo te digo -dijo al paralítico-: '¡levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!'. Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, alabando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor decían: 'Hoy hemos visto cosas increíbles'” (Lc 5, 17 ss.).
Esta maravilla, Jesús debió repetirla a menudo en el curso de su ministerio, frente a María Magdalena, a la mujer adúltera, al buen ladrón, por no citar más que los casos más célebres. Siempre reivindica el derecho y el poder de perdonar los pecados, no sólo en virtud de una delegación recibida de Dios, como lo hacemos nosotros, los sacerdotes, sino en su propio nombre, por su propia autoridad. Y he aquí por qué los oyentes, que no creen en su divinidad, se escandalizan: “¡Blasfema!”. Perdonar el pecado, ofensa hecha a Dios, no pertenece más que a Dios. Pero porque Cristo es Dios, no le es más difícil purificar un alma manchada que restituir la salud a un cuerpo paralizado.
En el caso presente, la curación que concede es signo de la eficacia del perdón interior. El Cristo-Dios es el Señor de la naturaleza y de la gracia. Puede según su beneplácito, arrancar un alma al infierno, o un cuerpo a la tumba. Él “libera” a los hombres cautivos del pecado, como lo expresa la locución “poder de las llaves” que evoca la potencia de abrir y de cerrar. Este poder que Cristo tenía por su misma naturaleza de Hijo de Dios, lo ha comunicado a sus Apóstoles en términos expresos: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19; 18, 18). Perdonar los pecados, salvar las almas, es pues la función permanente de la Iglesia, en el curso de los siglos. Ella debe continuar la obra esencial del Verbo encarnado. Desde la mañana de su resurrección, Cristo la delegará a sus Apóstoles en estos términos: “Como el Padre me envió, también yo os envío... recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23).
Desde entonces, todos los sacerdotes, válidamente ordenados, tienen el poder divino, el mismo poder de Cristo, de absolver todas las ofensas cometidas contra Dios. Cuando ellos pronuncian sobre un alma la fórmula “Ego te absolvo”: “yo te absuelvo”, la sentencia del cielo no precede a la suya, sino que la sigue, se identifica con ésta. Dios se ha comprometido a ratificar todas las sentencias que se pronuncian en el “tribunal de la penitencia”. ¡Qué prodigio! ¿Es posible que una rama muerta reverdezca, que una construcción en ruinas se reconstruya, que un cadáver reviva? Sí, es posible, incluso es una certeza, es un dogma de fe. La gracia de Cristo-Salvador que otrora curara al paralítico, continúa su acción en vosotros, ella os alcanza, ella os toca. El sacerdote os aplica inmediatamente la sangre del Calvario, cuya virtud purificadora es infinita. La fuente abierta en el Gólgota baña a todas las almas cristianas, y he aquí por qué aquellos a quienes ha matado el pecado pueden revivir, porque todas las destrucciones operadas por el mal en un corazón humano pueden ser reparadas, como lo escribía san Agustín: “Me es suficiente confesar lo que soy para devenir lo que no soy”. Esta transformación interior y súbita, tan radical, la ha realizado una simple palabra: “Yo te absuelvo”. ¡Qué maravillosa eficacia!
¿Se podría entonces concluir que no tenemos más que ir al confesionario para ser absueltos? ¿Sería el sacramento un rito mágico? La experiencia, por el contrario, prueba que muchos penitentes reciben absolución tras absolución sin que su vida pecadora se modifique. En realidad, el sacramento de la Penitencia requiere que el hombre colabore con Dios. El pecado, en efecto, hace de nosotros un miembro enfermo, a veces un miembro muerto en el seno del organismo espiritual que es el cuerpo místico de Cristo. Ahora bien, ninguna medicina obra en definitiva si el miembro enfermo no reacciona por sí mismo vitalmente para deshacerse del mal, y mucho menos si la fuerza vital no se torna el artesano de esta reacción saludable. He aquí por un lado la necesidad de la iniciativa divina (sacramento) y, por otro, la necesidad de nuestra cooperación personal, de nuestros propios sentimientos interiores (virtud de la penitencia). Ubiquemos bien los términos del problema: Dios perdona, lo hemos dicho. Él da su gracia. Por tanto, el sacerdote absuelve: “Tú, que te arrepientes, tú que te acusas; yo, ministro de Jesús, te perdono; no en mi calidad de hombre; soy pecador como tú, pero yo te absuelvo: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre de aquél que es la única fuente de la vida que tú has perdido o que languidece en ti”. Pero por otra parte, el hombre debe arrepentirse, debe tener el dolor de su pecado y hacer por medio de la confesión un gesto que pruebe la calidad misma de su arrepentimiento. Él ha ofendido a Dios, se va a dirigir a Dios. “Por mi culpa, por mi culpa, por mí gravísima culpa”.
La Penitencia es un sacramento precisamente porque ella es el signo exterior y eficaz a la vez de nuestro arrepentimiento y del perdón de Dios. Contrición del pecador y gracia divina están tan íntimamente ligadas que constituyen el sacramento mismo. La proposición de la gracia sin contrición del hombre, carece de efecto; la contrición del pecador sin la aceptación de Dios no puede por otra parte remitir los pecados. Pero es suficiente que el pecador confiese su falta a un sacerdote, y he aquí que su contrición deviene eficaz; ella provoca con certeza infalible la misericordia divina. Esto es lo que nos es necesario comprender bien y explicar: el efecto inmediato de la absolución no es otro que la consagración misma de la penitencia interior del pecador que recibe la virtud divina, la remisión de los pecados y la gracia santificante. En otras palabras, los sentimientos personales de penitencia son siempre indispensables para obtener la remisión de los pecados, pero la gran maravilla es que Dios haya elevado esta penitencia interior a la dignidad de un sacramento; de ahí su nombre de “sacramento de la penitencia”.
Veamos previamente lo que es la virtud propiamente dicha de la penitencia, requerida para la recepción válida del sacramento. Para que Dios tenga piedad de nosotros y sustituya su justicia vindicativa por la misericordia, es necesario que el pecador desapruebe su pecado, rebelión de la voluntad humana contra las órdenes sagradas e inviolables de la voluntad divina. Pecando, el hombre -según la enérgica expresión de la teología- le da la espalda al Bien Supremo para buscar en las creaturas la satisfacción de la inmensa necesidad de ser feliz que atormenta a su corazón. Mientras permanece en esta postura injuriosa, la cólera de Dios está pronta para hacerse sentir sobre él. Para que Dios renuncie a sus rigores y se abandone a los afectos paternales de su corazón, es necesario que el pecador haga de alguna manera un cambio y ejerza sobre sí mismo, voluntariamente, las exigencias de la Justicia.
La virtud de la penitencia es la que, según Tertuliano “llena en la vida del hombre el papel de la Justicia divina: poenitentia Dei indignatione fungitur”. Los antiguos nos la han representado bajo los rasgos de una divinidad austera, dedicada a compensar por medio de castigos, los placeres errados de la iniquidad. Más exactamente, la virtud de la penitencia puede definirse así: “Un dolor del alma producido por la falta cometida”; no se trata de una tristeza o de una emoción cualquiera de la sensibilidad al recordar pecados pasados, sino de un dolor de la misma alma, es decir, de una detestación, maduramente reflexionada y querida, de nuestras faltas. Ella detesta el pecado en tanto que es una injuria y una ofensa contra Dios, supremo Maestro y soberano legislador, y que tiene un estricto derecho a que todas nuestras acciones estén dirigidas, orientadas hacia El como hacia nuestro último fin, que exige por lo tanto reparación y satisfacción, por parte de su creatura, si ésta por el pecado, ha violado sus derechos.
Veis así que la penitencia es una parte de la gran virtud de la justicia, que ejerce respecto a Dios, un acto de restitución; repara los derechos de Dios que fueran lesionados por la ofensa voluntaria y culpable del pecado. Indudablemente el pecador nunca podrá devolver a Dios tanto como le había quitado; los medios de que dispone el deudor son ínfimos en relación con la deuda que ha contraído; la distancia entre el Creador y su creatura es demasiado grande para que ésta pueda compensar rigurosamente el honor ultrajado de Aquél; y es por eso que Dios debe conceder una gracia operante para remitir la falta y finalmente su perdón será gratuito. Pero al menos el pecador se esfuerza en reparar y llorar su falta lo más posible, y es un sentimiento de justicia que humilla, que lo prosterna a los pies de su Dios y que transformará de alguna manera su crimen a la vez en castigo y en gracia.
Tal es la conversión del pecador y su eficacia: “convertíos, claman los profetas, y haced penitencia” (Ez 18, 30; 33, 11; Jer 3, 14). Mientras el hombre permanece apegado a su pecado, Dios no puede perdonarlo. Su misericordia no nos alcanza más que en la medida en que el alma, que se había rebelado contra El, hace un nuevo giro hacia Dios. No es Dios quien debe cambiar -Él es inmutable- somos nosotros; nuestra voluntad se desprende del pecado, lo rechaza, lo expele, rompe sus lazos infames y se vuelve libremente hacia Dios; ella se rehace; Dios no resiste al llamado de esta espléndida contrición. Nos lo ha dicho por boca del salmista: “Cor contritum et humiliatum Deus non despiciet”. “Oh Dios, tú no desprecias un corazón contrito y humillado”.
Declara que no está ofendido por el pecado cometido. A sus ojos, la falta no existe más; la Escritura misma dice que la arroja a sus espaldas. Todo el pasado es olvidado, borrado. La gracia, que deriva de Dios como la luz llega del sol, afluye a esta alma bien orientada y preparada para recibirla, ella la baña, la purifica, la santifica. La virtud de la penitencia ha dispuesto a este pecador criminal para devenir un hijo de Dios bueno y puro. Si es cierto que la virtud de la penitencia obtiene la remisión de los pecados, se plantea la cuestión de saber si el sacramento de la Penitencia no sería entonces superfluo; por lo menos, ¿cómo puede comprenderse su papel en relación a la virtud que nosotros hemos analizado? La respuesta es tan importante como fácil. En tanto que virtud, la penitencia no es más que una disposición del alma para la remisión de los pecados: Dios perdona cuando ve un alma enteramente llena de dolor frente a sus faltas, contrita, profundamente arrepentida. Pero, ¿quién no sabe qué difícil es al pecador tener un arrepentimiento sincero, proporcionado a sus crímenes, tener un sentimiento tal de justicia que quiera reparar completamente sus ofensas y desterrar toda su falta? En el sacramento, por el contrario, la virtud de la penitencia devendrá la causa misma de nuestro perdón (cf. Suma Teológica, Supl. q. V a. 1). Me explico: el sacramento de la Penitencia está constituido por la unión de la contrición del pecador y de la gracia de Dios. Mientras que en los otros sacramentos, la gracia nos viene por el canal de una materia exterior: el agua en el Bautismo, el santo Crisma en la Confirmación; aquí son los sentimientos y los mismos actos del pecador los que devienen el canal, el instrumento de la gracia que alcanza a su alma. El único sacramento análogo es el Matrimonio, en el que la gracia obra por mediación del juramento que se hacen, uno a otro, los esposos; no se emplea ni agua, ni pan, ni vino, ni óleo; sino que por la declaración de los cónyuges, expresión de su voluntad, la virtud divina se apodera de ella y transforma estas palabras humanas en puente permanente de gracia. Así Dios ¡qué cosa espléndida!- ha elevado la penitencia del pecador a la dignidad de un sacramento. Es decir que la más humilde contrición, elevada, intensificada, espiritualizada por la virtud de la absolución, es realmente, inmediatamente causa de la purificación perfecta del alma. Dios se sirve de los sentimientos de arrepentimiento del hombre para darle, por medio de ellos, su perdón. No se trata de una simple disposición, o de un puro deseo que ocasionan la intervención de la misericordia paternal de Dios, como se dijo antes; incluso no se trata de un canal, sino de una causalidad, de una eficiencia real: en el confesionario, la contrición declarada por el penitente produce en él, por la fuerza de la absolución, la gracia santificante, la efusión de los dones divinos. El acto del hombre se liga exactamente al acto de Dios; o mejor: los sentimientos y las palabras mismas que el pecador declara al confesor son asumidas por Dios, que las oye y las eleva tan alto, les da un alcance tal, que causan por sí mismas -nosotros decimos: “ex opere operato”- la remisión de los pecados; ellas producen en el pecador lo que significan: la aniquilación de la falta. Qué lejos estamos de las objeciones corrientes contra este gran sacramento: la Confesión invento de sacerdotes, intervención odiosa y abusiva de una autoridad sin mandato en el dominio íntimo de la conciencia. En verdad, sólo Dios ha podido tener tanta delicadeza en la dispensación de la misericordia, haciendo participar al culpable tan digna y eficazmente en la anulación de sus errores y de sus faltas. Pero hay más... El sacramento de la Penitencia nos da mucho más que el perdón total y cierto, infaliblemente cierto, de nuestros pecados; él concede además a nuestra alma una gracia de convalecencia.
El pecado, en efecto, tiene un mal doble: malignidad en sí mismo pues nos hace perder la vida divina o la “anemiza”, malignidad en sus secuelas: abate las fuerzas del alma. El pecado, verdadera enfermedad del organismo espiritual, deja en nuestra alma impresiones que nos mueven al mal, deja el peso de hábitos malos; debilitando nuestra energía espiritual muchas veces vencida, acrecienta el poder de nuestros instintos de rebelión a menudo victoriosos. Si la penitencia, la más virtuosa, borra totalmente la falta, queda en el alma un germen que corre el riesgo de transformarse en un vivero de nuevos pecados, una raíz que no exige sino ser extirpada. No pienso solamente en las exigencias acrecentadas de los vicios morales, en las pasiones sobreexcitadas de la concupiscencia, sino en las disposiciones a las faltas veniales que hacen crecer en el alma la avidez y la fruición del pecado; se llega a él cuando se consiente en darse enteramente a nonadas, en poner su fin en el pecado venial.
¡Qué obstáculo para la gracia, y cómo se comprende que la caridad esté inmóvil, que no pueda crecer en estas almas que se debilitan en tales circunstancias! Es por eso que es necesario que el sacramento de la Penitencia tenga una doble virtud. Es necesario que él purifique del pecado, que sea un remedio para el pasado y una precaución y fuerza para el futuro. Si en efecto somos perdonados, es a fin de permanecer en adelante fieles y no volver a caer en las faltas que lloramos sinceramente. Así el sacramento de la Penitencia nos conferirá no solamente una gracia de purificación, sino también una gracia de defensa, de sostén, de curación completa: digamos exactamente: una gracia de convalecencia. Es un remedio seguro, doblemente eficaz. Comprendemos pues que el pecado engendra en nosotros hábitos que nos impulsan al mal y contrarían nuestra inclinación hacia el bien. La gracia de la absolución además de purificarnos de todas las faltas, nos curará, cicatrizará todas las heridas que podamos conservar; borra los pecados cometidos e impide su reiteración: es algo que preserva y nos permite resistir victoriosamente a las inevitables tentaciones frente a las que otrora hemos sucumbido. Estas dos funciones son inseparables. Una curación no es perfecta más que si acaba en perfecta convalecencia. Nuestros esfuerzos personales, por cierto, son siempre requeridos, pero estarían condenados a la esterilidad si la gracia no les diese una energía y una firmeza divinas. Entiendo bien que todos los sacramentos son reparadores de las faltas veniales, estimulando en nosotros hermosos movimientos de caridad; en especial la Eucaristía que restaura las fuerzas extenuadas en la lucha cotidiana. Pero si la Eucaristía nos aporta una gracia de alimentación, la Penitencia nos da una gracia propia de curación (sanatio) más directamente apropiada a nuestro estado de pecador: nuestras tendencias al mal son frenadas, nuestras virtudes liberadas y robustecidas; el cumplimiento del bien, más fácil y gozoso; las caídas más escasas; la perseverancia, mejor garantizada.
De todo lo cual se sigue que el sacramento de la Penitencia es un medio providencial de santificación: no solamente Dios comparte de alguna manera su Omnipotencia con nuestro arrepentimiento, sino que se sirve de nuestras faltas para ayudarnos a llegar hasta Él. Descuidar o tratar con negligencia el sacramento de la Penitencia, no sólo es sustraerse a la misericordia de Dios, sino que es escatimar la ayuda exigida para preservarse de nuevos pecados y mantenerse en la virtud. Cuanto menos uno se confiesa, más débil es para vencer el mal; cuanto más uno se confiesa, más fuerte es para luchar y preservarse de todas las emboscadas sembradas en nuestra ruta. Esta doctrina es infinitamente más profunda de lo que parece.
Los sacramentos 1 Iª IIae., q. 58, a. 2, 3 2 Ia IIae., q. 85, a.1 6 no son fuentes cualesquiera de gracia, ni medios de santificación comparables a otros. Ellos nos transmiten la gracia de Cristo; más exactamente, son prolongación de su Pasión. San Agustín vio correr los sacramentos del costado de Cristo en la cruz y derramarse sobre la humanidad herida como los grandes remedios que ella esperaba, como las fuentes de su redención y de su santificación. Cristo crucificado es el buen samaritano, médico sabio, que acude en socorro del género humano enfermo y herido. Vierte el vino y el óleo sobre las llagas de este herido jadeante que los ladrones han asaltado y dejado medio muerto. “Como se corre al frasco para encontrar en él tal líquido deseado, escribe un antiguo teólogo, así se corre a los sacramentos que son un antídoto destinado para curar” (Kilwarby).
Pero si Cristo prolonga sensiblemente su acción sanante en nuestra alma por medio de los sacramentos, resulta de ello que su influencia personal nos transforma poco a poco en su imagen. En efecto, toda causa imprime su semejanza en su efecto. Concluimos pues en lo siguiente: por el sacramento de la Penitencia somos configurados a Cristo expiando el pecado en la cruz; alcanzamos una cumbre en nuestra vida propiamente cristiana. El sacramento nos pone en contacto directo, personal, con el Salvador, permite a la gracia de Cristo pasar a nosotros, y tiene por finalidad asimilarnos a Cristo: “Vivo yo, exclama san Pablo, pero no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Habiéndosenos comunicado vitalmente la energía de Cristo, todos los actos que hagamos bajo esta influencia serán en verdad como actos del mismo Cristo.
Cada sacramento nos asimila, según su gracia propia, a algún rasgo distinto de nuestro divino modelo. El Bautismo nos incorpora a Cristo crucificado y resucitado; la Confirmación nos hace capaces de confesar nuestra fe, de dar testimonio de la verdad en pos de Cristo; el sacerdocio me posibilita para cumplir los mismos gestos del Señor transformando el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre; el Matrimonio une a los esposos, a imagen de Cristo uniéndose a su Iglesia; la Eucaristía consuma mi unión vital con Cristo crucificado.
Así el sacramento de la Penitencia no solamente me comunica una parte de las satisfacciones y de los méritos infinitos adquiridos por el Salvador en la Cruz, no solamente transforma mis faltas de cada día en fuentes de gracia, de fuerza, de salud, sino más exactamente, me hace semejante a Cristo expiando y reparando el pecado en el transcurso de su Pasión; me hace participar en sus mismos sentimientos, de calidad divina, me hace producir los mismos actos de redención. Cristo vive, obra en mí, pecador penitente, como El obraba en el Gólgota, donde cargó la pena del pecado y donde ofreció sus dolores a su Padre, por la salvación de las almas. Cuando yo recibo la absolución, la Pasión de mi Salvador obra en mí, como en todos los otros sacramentos, pero aquí a modo de perdón concedido al pecador arrepentido; ella me une a Cristo crucificado que quita la deuda del pecado, no por consiguiente al niño Jesús de Nazaret, ni al profeta y al predicador de Galilea, ni a Cristo Rey, sino al Salvador y al Redentor del mundo, que vino a la tierra no para los justos sino para los pecadores dando su vida para salvarlos de la muerte.
En verdad, en el sacramento de la Penitencia encuentro un desarrollo de mi vida cristiana que tiene su fuente en la santísima humanidad dolorosa y amante del Hijo de Dios. Afirmo en ello mi doble condición de pecador y de rescatado, estoy en el camino auténtico, que lleva al Padre -en Cristo- y progreso en él. Estoy asociado al más grande de todos los actos de mi Salvador y yo lo imito sin posibilidad de error. ¿Estoy seguro, es posible esto? Estoy seguro, en el más humilde confesionario, yo, pecador, ayer extraviado y rebelado contra Dios, pero hoy contrito, estoy seguro, digo, en este instante, de ser Cristo, obrando como Cristo, viviendo en Cristo, inmolándome con Cristo. ¿Puede uno imaginarse estar más cerca del cielo? Comprendo entonces la reflexión de san Juan Crisóstomo: “Qué admirable es, Dios mío, tu misericordia en sus consejos, qué poderosa en sus obras! ¡Qué ingeniosa en toda la economía de la conversión de los hombres! Nosotros no nos damos cuenta, y sin embargo, Señor, Tú haces en nosotros milagros de gracia para salvarnos en el mismo momento en que nuestras ofensas deberían comprometeros a hacer milagros de justicia para castigarnos. Tú tomas, en efecto, el pecado que acabamos de cometer para expresar con él la gracia que nos reprocha haberlo cometido; para justificarnos Tú te sirves de aquello que nos ha hecho culpable; y para darnos la vida, de aquello que había causado nuestra muerte”.
Toda la vida humana es una seguidilla lamentable de faltas; toda vida cristiana es un fracaso. Pero qué recurso admirable, poder aniquilar sus faltas por la confesión y encontrar en el mal la ocasión de un bien más grande: “Bienaventurados, exclama el salmista, aquellos cuyas faltas han sido perdonadas. Bienaventurados aquellos cuyos pecados no existen más” . Bienaventuranza a menudo ignorada y sin embargo bienaventuranza accesible a todos los mortales. El penitente que se presenta al sacerdote confesándose y pidiéndole: “Padre, bendígame porque he pecado”, ha visto en ese instante cómo su arrepentimiento produce la gracia, cómo su alma lavada, blanqueada de todas sus manchas, va reencontrando su condición gloriosa de verdadero hijo de Dios y va adquiriendo una semejanza más profunda, auténtica, con Cristo Salvador. ¡Qué felicidad, cuando después de este prodigio, maravillosa invención de la divina misericordia, el sacerdote consagra este estado con estas últimas palabras: “Vete en paz”!
En conclusión: la Penitencia es un sacramento, una realidad sagrada, un signo eficaz de la gracia, un contacto con Cristo crucificado. Por lo tanto, qué necesario es reaccionar, no digo solamente contra el hábito de confesarse tan mal, con tan poca contrición y una fe tan pobre, sino además venir al confesionario para decir cosas que allí no tienen nada que hacer: se habla de litigios, de asuntos profanos, de detalles de la comunidad... la confesión es un sacramento que no ha sido instituido para excusarnos y murmurar sobre nuestro prójimo, sino para perdonar nuestros pecados y hacer eficaz nuestra penitencia. Cuántos religiosos deben adquirir el deber primario de respeto por esa realidad santa, sí, también de respeto por el confesor -que no es “un director”. Es un sacerdote, esto es suficiente, esto es espléndido. Es un ministro de Jesucristo, poco importa su ciencia y su santidad. Tiene un poder, un carácter sacramental para comunicarnos la gracia, para comunicarnos a Dios mismo. Esto es lo que necesitamos pedirle.
C. Spicq, OP Universidad de Friburgo Suiza
(Traducido por Hna. Verónica Zavalla OSB, Abadía Santa Escolástica)