De cómo la Iglesia conciliar, con su autorreferencialidad, se aparta de la tradición de la Iglesia de Cristo
Con la prosopopeya que caracteriza la propaganda ideológica, el reciente panegírico bergogliano (ver aquí) con motivo del sexagésimo aniversario de la inauguración del Concilio Vaticano II no ha dejado de confirmar, más allá de huecas retóricas, la total autorreferencialidad de la iglesia conciliar. Es decir, de esa organización subversiva que nació de modo casi imperceptible del Concilio y que en los últimos sesenta años ha eclipsado casi por completo la Iglesia de Cristo ocupando sus puestos más altos y usurpando su autoridad.
La iglesia conciliar se considera heredera del Concilio y prescinde de los veinte concilios ecuménicos que lo precedieron a lo largo de los siglos: ése es el factor principal de su autorreferencialidad. Hace caso omiso de ellos en cuanto a la fe y propone una doctrina contraria a la que enseñó Nuestro Señor, predicaron los Apóstoles y transmitió la Santa Iglesia. Prescinde de ellos en cuanto a la moral, derogando sus principios en nombre de la moral situacionista. Y prescinde de ellos, por último, en cuanto a la liturgia, que por ser expresión de la lex credendi se ha querido adaptar al nuevo magisterio, y al mismo tiempo se ha prestado a ser poderosísimo instrumento de adoctrinamiento de los fieles. La fe del pueblo ha sido corrompida científicamente mediante la adulteración de la Santa Misa efectuada por el Novus Ordo, gracias a la cual los errores contenidos in nuce en los textos conciliares se han encarnado en la liturgia y se han propagado como una enfermedad contagiosa.
Pero si por un lado a la iglesia conciliar le gusta recalcar que no tiene nada que ver con la iglesia de antes, y menos aún con la Misa de antes, y declara tanto a la una como la otra anticuadas e inaceptables por ser incompatibles con el fantasmal espíritu del Concilio, por otro confiesa impunemente que ha perdido el vínculo de continuidad con la Tradición, que es condición indispensable -por voluntad del propio Cristo- para el ejercicio de la autoridad y el poder por parte de la Jerarquía, cuyos miembros, desde el Romano Pontífice hasta el más desconocido obispo in partibus son sucesores de los Apóstoles y deben pensar, hablar y actuar como tales.
Esta ruptura radical con el pasado, evocado en términos sombríos en el discurso original de quien habla de involucionismo y fulmina anatemas contra los encajes de la abuela, no se limita claramente a las formas externas, por mucho que sean precisamente la forma de una sustancia bien precisa, no casualmente manipulada, sino que se extiende a los cimientos mismos de la Fe y la Ley Natural, para culminar en una auténtica subversión de la institución eclesiástica, al contravenir la voluntad de su divino Fundador.
A la pregunta de ¿me amas?, la iglesia bergogliana -pero primero fue la iglesia conciliar, con menos descaro, aunque siempre jugando con mil distinciones- se interroga sobre sí misma, porque «el estilo de Jesús no es tanto el de dar respuestas como el de hacer preguntas». Si nos tomamos estas inquietantes palabras en serio, habría que preguntarse en qué consisten la Divina Revelación, el ministerio terrenal de Nuestro Señor, el mensaje del Evangelio, la predicación de los Apóstoles y el Magisterio de la Iglesia sino en responder a los interrogantes del hombre pecador, que es quien se hace las preguntas y tiene sed de la Palabra de Dios y necesidad de conocer la Verdad eterna y saber cómo conformarse a la Voluntad del Señor para alcanzar la bienaventuranza celestial.
El Señor no hace preguntas, sino que enseña, amonesta, ordena, manda. Porque Él es Dios, Rey y Sumo y Eterno Sacerdote. No nos pregunta quién el Camino, la Verdad y la Vida. Nos indica que Él mismo es el Camino, la Verdad y la Vida, la Puerta por la que entran las ovejas al redil, la Piedra Angular. Y pone además de relieve su obediencia al Padre en la economía de la Redención y nos muestra su santa sumisión como ejemplo a imitar.
La mentalidad de Bergoglio invierte y subvierte las relaciones: el Señor le hace a San Pedro una pregunta con la que éste al responder se da perfecta cuenta de lo que significa en la práctica amar a Nuestro Señor. La respuesta no es opcional, no puede ser negativa ni evasiva como las de la iglesia conciliar, que por no desagradar al mundo ni parecer anticuada concede más importancia a la seducción de ideologías caducas y engañosas, y se niega a transmitir íntegramente lo que su Jefe le mandó enseñar fielmente. «¿Me amas?», pregunta el Señor a los cardenales inclusivos , a los obispos sinodales, a los prelados ecuménicos. Y estos responden como los invitados a las bodas: «He comprado un campo, y es preciso que vaya a verlo; te ruego me des por excusado» (Lc 14, 18). Hay compromisos mucho más urgentes y satisfactorios para obtener prestigio y aprobación social. No hay tiempo para seguir a Cristo ni menos aún para apacentar a sus ovejas, y menos aún a las empecinadas en el involucionismo, sea lo que sea que signifique esa palabra.
Por eso, ya no hay más concilios que el Vaticano II. El cual, por el mero hecho de ser el único al que se refieren, se muestra al mismo tiempo extraño, por no decir totalmente contrario en forma y contenido, a lo que es todo concilio ecuménico: la voz única del único Maestro, del único Pastor. Si la voz del concilio de ellos no es compatible con la del Magisterio anterior; si el culto público no se puede expresar en la forma tradicional porque lo consideran contrario a la nueva eclesiología de la nueva iglesia, es innegable la ruptura, que hay un antes y después. Y ciertamente están orgullosos de ello, y se presentan como innovadores de algo que non est innovandum. Y para que no se sepa que hay otra opción creíble y segura, hay que denigrar, ridiculizar, banalizar y acabar por eliminar, siendo los primeros en aplicar el borrado de identidad cultural en curso. Se entiende, pues, la aversión a la liturgia de siempre, a la sana doctrina y al heroísmo de la santidad testimoniada por obras y no proclamada por fatuas declaraciones desprovista de alma.
Bergoglio habla de una «iglesia que escucha», pero precisamente porque «por primera vez en la historia dedicó un concilio a interrogarse sobre sí misma, a reflexionar sobre su propia naturaleza y su propia misión», demuestra que quiere actuar por su cuenta, que puede renunciar al legado de la Tradición y renegar de su propia identidad, ni más ni menos que «por primera vez en la historia». Esta autorreferencialidad parte de la premisa de que hay algo mejor que implementar en lugar de otra cosa peor que es preciso corregir, que no tiene que ver con la debilidad e infidelidad de sus miembros individuales, sino de «su propia naturaleza y su propia misión», que Nuestro Señor dejó establecida de una vez para siempre, y no es competencia de sus ministros ponerla en tela de juicio. Y sin embargo Bergoglio afirma: «Volvamos al Concilio para salir de nosotros mismos y superar la tentación de la autorreferencialidad, que es un modo de ser mundano», cuando precisamente volver al Concilio es la prueba más descarada de autorreferencialidad y ruptura con el pasado.
De ese modo, los siglos de mayor expansión de la Iglesia, en los que se enfrentó a los herejes y definió con más claridad la doctrina que estos impugnaban, son considerados un embarazoso paréntesis de clericalismo que es necesario olvidar, porque todos esos errores los encontramos en las desviaciones del Concilio. El pasado remoto, el de la presunta antigüedad cristiana, de los siglos primitivos, de los ágapes fraternos, son sustancialmente para la narrativa conciliar una falsedad histórica que oculta deliberadamente el testimonio varonil de los primeros cristianos y sus pastores, perseguidos y martirizados por su fe, por negarse a quemar incienso ante la estatua del César y por su conducta moral, que contrastaba con las corrompidas costumbres de los paganos. Aquella coherencia, incluso por parte de mujeres y niños, debería avergonzar a los que profanan la Casa de Dios rindiendo culto a la Pachamama para participar en los delirios amazónicos del Pacto Verde, escandalizando a los sencillos y ofendiendo a la Majestad Divina con actos idolátricos. ¿No es cierto que esta autorreferencialidad ha llegado a infringir el Primer Mandamiento en pro de sus desvaríos ecuménicos?
No nos dejemos seducir por esas palabras engañosas, que no las han puesto ahí por casualidad. La Iglesia de Cristo no ha sido jamás autorreferencial sino cristocéntrica, porque es ni más ni menos que el Cuerpo Místico del que Cristo es cabeza, y que sin cabeza no puede vivir. Al contrario, es inevitablemente autorreferencial su versión miserablemente mundana y desprovista de horizontes sobrenaturales que se califica de iglesia conciliar y ejerce autoridad apoyada en el engaño de presentarse como promotora de una vuelta a la pureza original al cabo de siglos, siglos en los que la Iglesia habría estado encerrada «en los recintos de nuestras comodidades y convicciones», mientras pretende adulterar las enseñanzas que Cristo mandó transmitir con fidelidad.
¿Qué supuesta comodidad habría caracterizado la bimilenaria historia de la Esposa del Cordero, si tenemos en cuenta las ininterrumpidas persecuciones de que ha sido objeto, la sangre derramada por los mártires, las batallas provocadas por herejes y cismáticos y el empeño de los ministros de Dios en difundir el Evangelio y la moral cristiana? En cambio, ¿qué problemas va a tener una iglesia que se interroga a sí misma y no tiene convicciones, que se arrodilla ante las exigencias del mundo, se ajusta a la ideología verde y el transhumanismo, bendice el matrimonio entre homosexuales, se dice dispuesta a acoger a los pecadores sin la menor intención de convertirlos, se pone de acuerdo con los poderosos de este mundo en la propaganda de la vacunación y espera sobrevivir por sí misma?
Hay algo terriblemente egocéntrico, típico del orgullo luciferino, en pretender ser mejor que los antecesores y reprocharles un autoritarismo del que es culpable el propio acusador, con intenciones contrarias a la salvación de las almas.
Otro síntoma de autorreferencialidad es querer imponer a la Iglesia una estructura democrática que trastoca el carácter esencialmente monárquico (yo diría incluso imperial) deseado por Cristo. Ciertamente existe una Iglesia docente constituida por los pastores bajo la guía del Romano Pontífice, y una Iglesia discente constituida por el pueblo de Dios, por los fieles. La eliminación de la estructura jerárquica, que Bergoglio califica de «el feo pecado del clericalismo que mata a las ovejas, no las guía, no las hace crecer», apunta a otro engaño mucho más grave, e incluso una auténtica alteración en el cuerpo de la Iglesia: fingir que se puede compartir la potestad de quien tiene el deber de transmitir el verdadero Magisterio con quienes no están ordenados y por tanto no les asiste la gracia de estado. Al contrario, éstos últimos tienen derecho a ser conducidos a pastos seguros. La palabra magister lleva implícita la superioridad ontológica –magis- del enseñante sobre el discípulo que aprende lo que aún no sabe. Y desde luego el pastor no puede decidir junto con las ovejas adónde llevarlas, porque el rebaño no sabe adónde ir y está expuesto a los ataques de los lobos. Hacer creer que interrogarse por «la propia naturaleza y la propia misión» sea una vuelta a los orígenes es una mentira colosal: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis esto que os mando» (Jn. 15, 14), dijo Cristo. Así deben dirigir sus ministros, que por serlo, en tanto se mantengan sujetos a él, ejercen vicariamente la autoridad de la Cabeza del Cuerpo Místico. Ministro (de minus, que indica inferioridad jerárquica) en el sentido etimológico de servidores, sujetos a la autoridad de su Maestro; por eso la Jerarquía católica es maestra (magistra) al enseñar lo que como ministra ha recibido de Cristo y custodia celosamente.
El carácter democrático y antijerárquico de la iglesia conciliar queda confirmado ante todo en la liturgia, en la que la labor ministerial del celebrante es poco menos que negada en beneficio del pueblo sacerdotal teorizado por Lumen Gentium y expresado en la herética formulación del artículo 7 de la Institutio generalis del misal montiniano de 1969: «En la Misa, o Cena del Señor, el pueblo de Dios es convocado y reunido, bajo la presidencia del sacerdote, quien obra en la persona de Cristo (in persona Christi) para celebrar el memorial del Señor o sacrificio eucarístico. De manera que para esta reunión local de la santa Iglesia vale eminentemente la promesa de Cristo: “Donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”» (Mt. 18, 20).¿Qué es eso sino autorreferencialidad, hasta el punto de modificar la propia definición de la Misa según el espíritu del Concilio y contradiciendo los cánones dogmáticos de Trento y de todo el Magisterio anterior al Concilio Vaticano II?
La Iglesia no es ni puede ser democrática ni sinodal, como les gusta llamarla eufemísticamente hoy. El pueblo santo de Dios no existe para apacentarse los unos a los otros, a todos los demás, sino para que exista una Jerarquía que les garantice medios sobrenaturales para alcanzar la vida eterna, y para que todos los demás –muchos, no todos– sean conducidos al único redil guiados por el único Pastor de la Providencia divina. «tengo otras ovejas que no son de este aprisco. A ésas también tengo que traer» (Jn. 10, 16).
La enérgica denuncia del cardenal Müller sobre el peligro que supone la herética impostación de la sinodalidad -cuyos funestos frutos ya están a la vista- está justificada en este sentido y da fe del grave malestar de numerosos pastores indecisos entre observar fidelidad a la ortodoxia católica y la evidencia de la traición por parte de sus indignísimos custodios actuales. Aunque no se opusieran a la iglesia conciliar y al «concilio» (así, entre comillas) mientras no era evidente el alcance de la devastación en la vida de los fieles, todo el cuerpo eclesial y el mundo, hoy, que salta a la vista el fracaso total del Concilio y el lamentable error que supuso abandonar la Sagrada Tradición, también los fieles prudentes y moderados se están viendo obligados a reconocer la estrechísima relación entre los objetivos que se fijaron, los medios que se adoptaron y el fruto obtenido. Es más, precisamente si tenemos en cuenta cuál era el objetivo a alcanzar, deberemos preguntarnos si lo que con tanto entusiasmo se anunciaba como primavera conciliar no fue otra cosa que un pretexto que ocultaba un plan inconfesable contra la Iglesia de Cristo. Los fieles no sólo no participan de los Santos Misterios entendiéndolos mejor, como se les había prometido, sino que han llegado a considerarlos superfluos, y la Misa ha caído en consecuencia a unos niveles ínfimos. Tampoco se puede decir que los jóvenes encuentren nada de entusiasmante o heroico en abrazar el sacerdocio o la vida religiosa, dado que tanto el uno como la otra han sido trivializados y privados de su especificidad y del sentido de entrega y sacrificio que imita el ejemplo de Nuestro Señor y debe llevar en sí toda acción verdaderamente católica. La vida civil se ha barbarizado a un extremo inusitado, y junto con ella la moral pública, la santidad del matrimonio y el respeto a la propia vida y el orden de la creación. Esos propagandistas del Concilio responden con los desafíos de la bioingeniería y el transhumanismo, soñando con seres producidos en serie y conectados a la red mundial, como si manosear la naturaleza humana no fuera una aberración satánica que no merece ni ser teorizada. Les oímos pontificar que «excluir a los inmigrantes es repugnante, pecaminoso y criminal» (aquí) mientras las ONG, Cáritas y diversas entidades benéficas hacen negocio con el tráfico de inmigrantes clandestinos a costa del Estado y se niegan a acoger a los propios italianos, abandonados por las instituciones y víctima de las crisis producidas por el Sistema. Exhortan al desarme a naciones e inducen a los ciudadanos a avergonzarse de su identidad nacional mientras teorizan la licitud del envío de armas a Ucrania, a un gobierno títere del Nuevo Orden Mundial financiado por organizaciones mundialistas y por las principales organizaciones de la élite.
Otro gravísimo error teológico que adultera la verdadera naturaleza de la Iglesia está en los cimientos esencialmente laicistas de la eclesiología conciliar, no sólo en lo que se refiere a la institución y su misión en el mundo, sino también en que ha destruido el vínculo de complementariedad jerárquica entre la autoridad espiritual de la Iglesia y la civil del Estado, cuando las dos tienen su origen en la Señoría de Cristo. Ese tema en apariencia tan complejo en el tratamiento casi esotérico que hacen de él los sectarios del Concilio, ha sido objeto de una reciente intervención de Joseph Ratzinger (aquí) de la que tengo pensado hablar en otro artículo.
«Tú que nos amas –dice Bergoglio en la homilía Memoria de San Juan XXIII-, líbranos de la presunción de la autosuficiencia y del espíritu de la crítica mundana. Líbranos de la autoexclusión de la unidad. Tú, que nos apacientas con ternura, condúcenos fuera de los recintos de la autorreferencialidad. Tú, que nos quieres una grey unida, líbranos del engaño diabólico de las polarizaciones, de los “ismos”». Estas palabras denotan una desfachatez inaudita, parecen una burla. Pues bien, ha llegado el momento de que el clero y los fieles de la iglesia conciliar se pregunten si ésta no será la primera en presumir de autosuficiente, de contribuir a la crítica mundana burlándose de los buenos católicos y tildándolos de rígidos e intolerantes, apartándose deliberadamente de la unidad de la Tradición y pecando orgullosamente de autorreferencialidad.
†Carlo Maria Viganò, arzobispo
22 de octubre de 2022
S. Evaristi Papæ et Martyris
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)