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viernes, 18 de noviembre de 2022

Monseñor Viganò habla de la Ciudad de Dios y la Ciudad del Diablo en la cultura contemporánea




Beatus populus, cujus Dominus Deus ejus. Dichoso el pueblo cuyo Dios es el Señor (Sal. 143,15)

En un mundo que ha hecho de la democracia el valor en que se funda y de la revolución su principio ideológico es difícil hacer entender cómo vivían nuestros antepasados antes de que la Masonería decidiese derrocar los reinos itálicos con los levantamientos del Risorgimento y las revueltas organizadas por los carbonarios y otras sociedades secretas. Y es más difícil todavía entender para los que vivimos en un mundo secularizado en el que hasta la religión es profanada por sus ministros que hasta hace apenas dos siglos era lo más normal vivir en una sociedad profundamente cristiana en la que Fe inspiraba todos los aspectos de la vida diaria, desde los actos oficiales hasta los detalles normales de la vida familiar. Casi dos siglos y medio nos separan de ese mundo, y durante ese tiempo han tenido lugar sucesivamente la ocupación de nuestro país por franceses y austriacos, las guerras de independencia, la revolución de 1848, la ocupación de los estados de la Iglesia, la unidad de Italia, la Primera Guerra Mundial, el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la guerra civil, la proclamación de la República, el Sesenta y ocho, el Concilio, el terrorismo, Manos Limpias, la Unión Europea, la guerra de la OTAN. la farsa psicopandémica y la crisis de Ucrania. En poco más de dos siglos los italianos hemos asistido a más acontecimientos de los que pudieron ver y conocer nuestros bisabuelos como súbditos de los Borbones, el Papa o el Duque de Módena.

Esta caótica sucesión de regímenes, ideologías, violencia y pérdida progresiva de libertades, autonomía e identidad ha estado jalonada por etapas cuyos arquitectos han denominado revoluciones: desde la Francesa -revolución por antonomasia-, pasando por la primera, segunda, tercera y aun la cuarta revolución industrial teorizada por Klaus Schwab. Cada una de ellas caracterizada por conquistas en los terrenos técnico, tecnológico y científico que han tenido consecuencias muy señaladas en la vida de las personas: desde verse obligadas a emigrar al norte con vistas a realizar sus aspiraciones de trabajar en las fábricas tras abandonar marcharse del campo, a tener que abandonar la propia familia y las propias tradiciones para vivir en el anonimato de una barriada periférica y trabajar de operador telefónico o repartir comidas a domicilio en una moto. Siglos de una vida marcacompasada por los ritmos de la naturaleza, jalonada por las festividades religiosas y actos familiares y sociales, distinguidos por la estabilidad y afianzados por vínculos de parentesco, de amistad y laborales han sido sustituido por turnos en cadenas de montaje, horarios de oficina, desplazamientos diarios al trabajo, almuerzos fuera de casa, apartamentos estrechos, platos precocinados a domicilio, familias nucleares, ancianos que viven en residencias separados de su familia, e hijos dispersos estudiando con el programa Erasmus. Es curioso que quienes tanto se preocupan de la sostenibilidad sean precisamente los que han destruido el mundo antiguo a escala humana, esencialmente regulado en la naturaleza por el cuerpo y en la religión por el espíritu -es decir, por la Tradición-, para explotar a bajo costo a los trabajadores, sacar el máximo provecho a grandes explotaciones agropecuarias gestionadas hasta en base al mero mantenimiento, explotar a los menores de edad y las mujeres en el trabajo, aprovechar la fuerza del vapor para aumentar la producción en serie, aprovechar la electricidad, la energía atómica… explotarlo y aprovecharlo todo. Y así ganar más, aumentar las propias riquezas, reducir el costo de la mano de obra y suprimir garantías y protecciones a los trabajadores. ¡Qué mentalidad más mercantilista! ¡Qué usura más vergonzosa! En todo se busca una fuente de lucro, una oportunidad de ganar dinero, de obtener provecho!

Se dirá que a lo largo de los siglos XIX y XX los italianos han estado animados por grandes ideales. Con el desencanto de quien observa las ruinas del progreso tras la caída de tantas ideologías, podemos responder que la retórica actual se diferencia únicamente del pequeño vigía lombardo1 y de la gesta de Ciro Menotti2 en que ha cambiado el pretexto del que se valen para legitimar los cambios impuestos. Antes se apoyaban en ideales como la Patria y la liberación de los tiranos (que no eran realmente tiranos); más tarde fueron la lucha de clases y el liberarse de la opresión capitalista (aunque más tarde se abrazaron ideales consumistas); luego vinieron ideales como la honradez y el liberarse de políticos corruptos; y por último ideales ambientalistas y el deber de reducir la cantidad de seres humanos sobre el planeta, que algunos han decidido por su cuenta lograr por medio de epidemias, carestías y guerras. El Risorgimento y la Gran Guerra eran pretextos, porque disimulaban la verdadera intención de la Masonería, que era acabar con las monarquías católicas y debilitar a la Iglesia, con la desamortización de los bienes de ésta y aquéllas. Fueron también pretextos la democracia y las ideas republicanas, porque ocultaban el plan de manipulación de la masas para hacerles creer que podrían decidir su propio destino; fueron pretextos los del Sesenta y ocho, cuyos ideales de liberarse de todo principio trascendente condujeron a la legalización del divorcio, el aborto y el concubinato, además de la corrupción de los jóvenes y la disolución de la familia. Como también fueron pretextos aquellos con los que el Concilio impuso una nueva misa que nadie había pedido, un nuevo catecismo cuando nadie quería cambiar el existente, y nuevos sacerdotes secularizados y descuidados de los que nadie sentía necesidad. Ha sido también un pretexto la farsa pandémica, como se está viendo ya en los medios de difusión oficiales, después de dos años de decirlo sin que nadie nos hiciera caso. Y son pretextos también la crisis de Ucrania, las sanciones a Rusia, la emergencia energética, la transición ecológica y la moneda electrónica.

Tenemos, como vemos, dos mundos: uno tradicional y otro revolucionario. Pero con estos dos mundos -¡no nos hagamos ilusiones!- no nos referimos a la transición de un modelo caducado a otro que responde mejor a las exigencias de la modernidad. Son dos realidades contextuales, contemporáneas y contrapuestas que a lo largo de la historia siempre han señalado la discriminación entre el bien y el mal, entre los hijos de la Luz y los de las tinieblas, entre la Civitas Dei y la Civitas Diaboli. Dos realidades que no distinguen necesariamente por sus fronteras ni por formas determinadas de gobierno, sino por compartir un concepto teológico del mundo. Dos bandos como los representados en los Ejercicios espirituales de San Ignacio, en la meditación de las dos banderas: «Será aquí ver un gran campo (…) adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo Nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer» (136, 4º día).

En la Ciudad de Dios, ese compartir abarca todos los aspectos de la vida conforme al orden cristiano, y el poder espiritual y el temporal, en una colaboración armoniosa y jerárquicamente estructurada, guardan coherencia con la profesión de la Fe y la moral enseñadas por Cristo y salvaguardadas por la Iglesia. Es un orden en el que las autoridades civiles expresan la potestad de Cristo Rey y la eclesiástica de Cristo Pontífice, recapitulando todas las cosas en Cristo Principio y Fin, Alfa y Omega. En este sentido, la Ciudad de Dios es el modelo en el que se inspira la sociedad cristiana, y excluye por tanto el concepto, en sí blasfemo, de la laicidad del Estado y la idea de que la Iglesia pueda aspirar a la secularización de las autoridades o reconocer derechos al error. En la Civitas Dei reina el cosmos, el orden divino que el Señor ha sintetizado magistralmente en el Padrenuestro: adveniat regnum tuum; fiat voluntas tua, sicut in cœlo et in terra. Hágase tu voluntad, así en el Cielo como en la Tierra. El Cielo es, pues, modelo para la Tierra, la Jerusalén celestial es el modelo de la sociedad cristiana, el cual se realiza haciendo que Cristo reine, que venga su Reino. Es la sociedad de quienes aman a Dios hasta el punto de menospreciarse a sí mismos.

Los ciudadanos de la Civitas Diaboli están por el contrario unidos por la revolución, en la que se ejerce el poder por la fuerza y toda autoridad carece de límites. No se sujeta a ningún precepto moral ni se ejerce en nombre de Dios, sino del Enemigo. Reinan –es un decir– el caos, el desorden, una confusión infernal sintetizada en el luciferino clamor de Non serviam, no serviré, y en el satánico precepto de »haz lo que te dé la gana». En esta sociedad tiránica y anárquica imperan simultáneamente la subversión de la justicia mediante leyes inicuas, la del bien común por medio de normas que oprimen al pueblo y la rebelión contra Dios por el fomento del vicio, el pecado y la blasfemia. Todo en busca del propio provecho, a costa de pisotear al prójimo; todo por una motivación de poder, dinero y placer. Y donde impera el caos impera Satanás, rebelde por antonomasia, inspiración de los principios de la Revolución desde el jardín del Edén, el mentiroso, el homicida. El Estado que se inspira en la Civitas Diaboli no es laico; es irreligioso, anticlerical, impío y anticristiano. Oprime mediante un poder que se basa en el miedo, el terror, en la coacción y la fuerza, en la capacidad de criminalizar a los buenos y exaltar a los malos, en el engaño y la mentira. En la Ciudad del Diablo la autoridad eclesiástica y civil es eclipsada por los subversivos que la ejercen contra los fines con que se instituyó: la iglesia en las sombras y el estado en las sombras en el ámbito de la política. La sociedad de los que se aman a sí mismos hasta el punto de menospreciar a Dios.

Los que estamos congregados aquí en la jornada nacional Liberi in Veritate vemos que pertenecemos idealmente a la Civitas Dei, pero esa ciudadanía no encuentra una realidad concreta en la que actuar, en la que contribuir al bien común que como católicos nos gustaría promover tanto en la Iglesia como en la política. Es como si tuviéramos el pasaporte de una nación cuya ubicación en el mapa desconocemos, pero del que todavía encontramos rastros ya en Hungría, ya en Polonia, ya en Brasil, o incluso en Rusia, e inesperadamente en muchos exiliados como nosotros, que saben de sobra de lo que hablamos, y que al igual que nosotros se sienten en cierta forma extranjeros. Y cuando oímos al congresista demócrata estadounidense Jamie Raskin declarar que Rusia es un país ortodoxo con valores tradicionales y por eso EE.UU. tiene que destruirlo cueste lo que cueste (aquí), nos sentimos espiritualmente ligados al pueblo ruso, en vista de la común persecución de que somos objeto por parte de los enemigos de Dios.

La misma sensación de ser ajenos a la Iglesia por la manera en que se manifiesta hoy, eclipsada por una jerarquía corrupta y sometida también a la Ciudad del Diablo, nos hace sentir en cierto modo exiliados también como católicos, desterrados de la ciudad por rígidos, acomodados, retrógrados; porque somos incapaces de aceptar como algo normal que un papa escandalice con herejías, actos idolátricos, provocaciones, excesos y mentiras , humillando a la Iglesia de Cristo y burlándose de cardenales y obispos conservadores que expresan tímidamente su desacuerdo; por la indocilidad que manifestamos al negarnos la vía cómoda; por la sensación de abandono de los hijos por parte del padre; por el dolor de ver cómo nos dan piedras y escorpiones quienes debían alimentarnos con panes y peces. Buscamos un sacerdote y nos encontramos con un gris funcionario de partido. Buscamos una palabra de aliento y nos responden con desprecio, y eso cuando no se desentienden totalmente de nosotros. Dirigimos la mirada a lo que era la Iglesia y no nos resignamos a aceptar lo que ha terminado por ser por culpa de nuestro silencio y de nuestro erróneo concepto de la obediencia.

Pero la iglesia militante en la Tierra no es la Civitas Dei, porque como todas las realidades espirituales inmersas en el fluir del tiempo acoge a personas débiles y manchadas por el pecado, buenas y malas. Hasta la eternidad no se podrá separar el trigo de la cizaña, el uno para ser recogido en el granero y la otra para arrojarla al fuego.

No confundamos tampoco la Ciudad de Dios con el Estado confesional, que congrega a ciudadanos buenos y malos, a honrados y delincuentes. Ni osemos confundir la Iglesia terrena con la Ciudad del Diablo si ejerce su autoridad imitando el modelo de virtudes del Gobierno. Seamos hijos de la Iglesia y súbditos de la nación en que la Providencia dispuso que naciéramos.

¿Cómo podemos entonces reconocer la Civitas Dei y la del Diablo?

La Ciudad de Dios debemos construirla nosotros; mejor dicho: debemos inspirarnos en ella para reconstruir, con sensatez y humildad, una sociedad que restituya a Nuestro Señor la corona y el cetro que le pertenecen y que dos siglos de revolución le han sustraído. Sea cuál sea la forma de gobierno, todo católico tiene como ciudadano el deber de impregnar todos los ámbitos de la sociedad civil con la Fe y la moral cristianas, orientadas al bien común, a la gloria de Dios y a la salvación de las almas. Todo bautizado tiene un deber análogo, que debe procurar que en todos los ámbitos de la vida religiosa (la oración, la Misa, los sacramentos, las obras de caridad, la formación cristiana de los hijos…) no se sigan las modas ni la rerum novarum cupiditas, el ansia de novedades, sino que se conserve intacto lo que el Señor enseñó a los Apóstoles y lo que la Santa Iglesia custodia en su integridad a través de los siglos. Los vientos novedosos son efectivamente el signo distintivo de la revolución, tanto en el mundo civil como en el eclesiástico. Y para que Cristo vuelva a ser Rey de nuestra nación, es necesario ante todo que cada uno de nosotros dé testimonio coherente de la Fe que profesa; que confirme en los hechos su adhesión a los principios de la religión, sobre todo en lo que se refiere a la familia, la educación de los hijos y la conducta de vida.

La Ciudad del Diablo es fácil de identificar, y una vez identificada hay que combatirla valerosamente, porque está en guerra con la Ciudad de Dios y no vacilará en emplear cualquier medio para debilitarnos, corrompernos y hacernos sucumbir. En el Foro Económico Mundial, la ONU y las diversas fundaciones filantrópicas de matriz masónica, junto a los gobiernos y organizaciones y organizaciones internacionales que las apoyan, entre las que se cuenta la iglesia bergogliana con numerosos infiltrados en todos los dicasterios centrales y periféricos, son la realización en la Tierra la civitas diaboli, cuyos ciudadanos no disimulan su mortífera ideología y su voluntad de hacer borrón y cuenta nueva y subvertir lo que queda de la Civilización Cristiana para imponer su inhumana forma de vida y hacer desaparecer todo rastro de bien no sólo en el comportamiento social, sino también en el pensamiento de las personas. Es preciso sacar a Cristo de las mentes, después de haberlo arrancado de los corazones. Las mentes tienen que estar conectadas con la inteligencia artificial para crear un ser en el que la imagen y semejanza de Dios estén monstruosamente deformadas. Tenedlo bien presente: no puede haber la menor tregua entre las dos ciudades, porque son y siempre serán enemigas juradas, como enemigos son Nuestro Señor y Satanás. Pero al mismo tiempo, en la guerra sin cuartel que libran la victoria será inexorablemente nuestra, porque Cristo ya ha vencido definitivamente a Satanás en el madero de la Cruz. Lo que nos espera es sólo la última fase del enfrentamiento, cuyo resultado es segurísimo porque se funda en la promesa del Salvador: portæ inferi non prævalebunt.

Estos son, pues, los objetivos que como laicos tenéis la obligación y el honor de tener que traducir en una realidad social y política: promover la Realeza social de Cristo conforme al modelo de la Ciudad de Dios y al orden que quiere el Señor y combatir la acción mundialista, última y tremenda legión de la Ciudad del Diablo, mediante formación, denuncia y boicot. Porque si bien es cierto que con la ayuda de la oración podemos alcanzar numerosas gracias de la Divina Majestad, no es menos cierto que como católicos somos igualmente somos una cantidad suficiente –al menos en Italia– para dar una señal clara e inequívoca a las empresas, grupos financieros y centros de gestión de información que viven de los clientes que los eligen. Si dejamos de adquirir productos de multinacionales mundialistas, de empresas alineadas con el sistema, y dejamos de ver programas de televisión y participar en plataformas sociales que no respetan nuestra religión, obligaremos a muchos a desandar lo andado y dificultaremos la acción de propaganda del Nuevo Orden Mundial, las mentiras de los medios mayoritarios de prensa y las falsedades sobre la crisis de Ucrania.

Rechacemos, pues, frontalmente los falsos dogmas de la ideología LGBTQ, la inclusividad, la ideología de género, el calentamiento global, la crisis energética y la eugenesia transhumanista. Y procuremos ante todo proporcionar una visión de conjunto de la acción subversiva de la Civitas Diaboli, haciendo ver la coherencia de esas iniciativas individuales con el plan global, con los medios que dicho plan pretende adoptar y los verdaderos e inconfesables fines que persigue.

Termino saludando a los organizadores de este acto y dándoles las gracias por haberme brindado la oportunidad de dirigirles a los presentes este mensaje. Las numerosas muestras de adhesión a esta jornada de formación nos ayudan a entender que las tropas están formando en filas y que muchas almas sedientas de Dios están dispuestas a luchar y comprometerse a garantizar un futuro tranquilo a sus hijos y detener esta insensata carrera a la perdición.

†Carlo Maria Viganò, arzobispo

1 El pequeño vigía lombardo es un cuento que forma parte de la serie Corazón, de Edmondo de Amicis, que trata de un niño que subido a un árbol divisa a los soldados austriacos y ayuda así a los italianos, acción que le cuesta la vida.

2 Ciro Menotti, revolucionario miembro de la Carbonería, es otro héroe (en este caso real) de la resistencia italiana contra los austríacos y figura importante e idealizada del Risorgimento.

Traducido por Bruno de la Inmaculada

“La misa tradicional: un tesoro redescubierto” por Aldo Maria Valli



El siguiente discurso fue pronunciado en la conferencia Pax Liturgica el viernes 28 de octubre de 2022, al comienzo de la peregrinación Populus Summorum Pontificum. El Sr. Valli tuvo la amabilidad de enviarme el texto para su traducción y publicación en Rorate Caeli. – Peter Kwasniewski

“La misa tradicional: el tesoro redescubierto”

Quisiera hablarles de la misa antigua –aunque tal vez sería mejor llamarla la Misa de Siempre–, como un tesoro redescubierto. Una perla preciosa, un tesoro invaluable escondido durante mucho tiempo de generaciones de católicos, incluido yo mismo, pero finalmente redescubierto, por la gracia divina y el compromiso de muchos valientes creyentes.

Creíamos, porque así nos lo dijeron, que la misa «nueva» era sólo una traducción de la «antigua», para hacerla comprensible. Descubrimos que la misa de san Pío V, la misa de todos los papas hasta Pablo VI, no necesitaba traducción alguna, porque con sus gestos, sus signos, sus textos sublimes, sus silencios, iba directo al corazón. No había necesidad de explicarla. Como la zarza ardiente, como las lenguas de fuego sobre los apóstoles en Pentecostés, es un signo claro del Misterio que nos habla. Misterio de luz y redención.

También descubrimos que la misa «nueva», la misa de Pablo VI, tiene poco que decir, aunque lo diga en lengua vernácula. Porque no es una cuestión de palabras, sino de Fe. Para muchos de nosotros fue un descubrimiento doloroso y nos preguntamos por qué nadie nunca, y durante tanto tiempo, nos habló de este tesoro escondido.

La misa Vetus Ordo fue llamada «forma extraordinaria» con la intención de resaltar su marginalidad. Sin embargo, la fórmula, paradójicamente, es adecuada, porque esta misa es realmente extraordinaria no solo en la forma, sino también en el fondo. En su fidelidad a la doctrina y a la liturgia, es extraordinariamente bella, rica en significado, incluso conmovedora. Mientras que la otra es tan «ordinaria» como puede ser algo de uso común, a lo que no le damos demasiada importancia, ni le atribuimos gran valor.

Este tesoro escondido, oculto a la mayoría, lo encontramos hoy confinado en iglesias casi desconocidas y a veces guardado en secreto, como si asistir a tal rito fuese peligroso, como si casi nos debiera dar vergüenza. Sin embargo, a pesar del estigma religioso y social que pesa sobre la misa de nuestros padres, de nuestros ancestros, desde hace cincuenta años, cada vez son más las personas que se acercan a ella y dicen que, una vez redescubierta, es un tesoro que no quieren dejar nunca más. Lo dicen con el asombro incrédulo de los pequeños, no con la prosopopeya de los «expertos». Y sacan de ella serenidad, alegría, un sentido de plenitud, un auténtico crecimiento de la fe: todo lo contrario –lo digo con mucho pesar– de la misa «nueva», de la que a menudo se sale triste y azorado, conturbado.

En la misa Vetus Ordo, la Misa de Siempre, todo es sagrado, todo habla de Dios, todo se vuelve a Dios y vuelve poderosamente de Dios. Todo es extraordinario porque el sacrificio eucarístico no es ni puede ser algo ordinario. Porque se entra en una dimensión diferente, más alta, más solemne. Porque se entra en un espacio y un tiempo que no es ni puede ser de un día entresemana, de un día cotidiano. Porque ante el sacrificio eucarístico es espontáneo arrodillarse y dejar hablar al Misterio mismo. Queda excluido todo protagonismo humano, protagonismo que es más bien característico de la misa «nueva», destinada a celebrar al hombre, no a dar gloria a Dios.

Quiero aclarar que, habiendo nacido en 1958, crecí en la Iglesia posconciliar y durante muchos años ignoré todo lo referente a la misa anterior. Recuerdo vagamente al sacerdote de cara al tabernáculo, de espaldas a los fieles, y luego, en el momento del sermón, lo recuerdo allí en lo alto, en el elevado púlpito, que después dejó de usarse. Pero en verdad son recuerdos muy vagos, porque yo era un niño de pocos años. A pesar de todo, el Señor fue bueno y me permitió encontrar buenos sacerdotes, como el coadjutor del oratorio al que asistía de niño. Digo esto para enfatizar que mis comentarios no están motivados por un sentido de venganza o controversia. Al contrario, agradezco al Señor por todo lo que me ha dado y por dejarme crecer en la Iglesia (en mi caso ambrosiana). Sin embargo, no tengo dificultad en decir que desde que la Divina Providencia me hizo descubrir la misa antigua, se me ha abierto un maravilloso mundo de Gracia.

En mi blog Duc in altum he recogido numerosos testimonios de personas que han descubierto la misa de siempre después de años y años de no saber nada de ella o de haber oído hablar de ella vagamente. Por caminos misteriosos e impredecibles, la Providencia, tal como me sucedió a mí, llevó a estas personas a una iglesia, les presentó a un amigo o a un sacerdote, y he aquí el milagro del redescubrimiento. Se trata de personas de todas las edades y condiciones sociales. Diferentes niveles de educación, diferentes orígenes. Hay hombres y mujeres, personas que han crecido en la fe y otras que se han convertido precisamente por el descubrimiento de este tesoro escondido. Un estribillo común es: «Es como volver a casa». Porque aquí está la verdadera acogida, no la de aquellos que hacen de la acogida una ideología. Esa expresión, «volver a casa», la usan sobre todo los conversos que me escriben para contarme sus historias. Nunca escuché a un converso decir que haya sido llevado a la Iglesia católica por un buen programa pastoral o gracias a algún sínodo de obispos o en virtud de un discurso sobre el diálogo o la colegialidad. Uno regresa o ingresa a la Iglesia católica porque está buscando la Belleza y la Verdad. Porque está buscando a Dios, o quizás porque Dios te pilló por sorpresa cuando menos lo esperabas. Y es precisamente en la Misa de Siempre donde estas personas se sienten verdaderamente acogidas.

Para aquellos que argumentan que Dios se puede encontrar en todas partes y, por lo tanto, después de todo, la liturgia no es tan importante, los conversos tienen las respuestas más efectivas. Se podrían ofrecer muchas citas de, por ejemplo, Newman o Chesterton. Pero aquí me gustaría recordar la frase de un converso menos conocido, Thomas Howard, quien escribió: “Es en el mundo físico donde nos encontramos con lo intangible”. Creo que aquí el escritor estadounidense capta el significado de dos mil años de liturgia. Precisamente lo que no entienden, o no quieren entender, los innovadores es que, por su descuido de la liturgia, caen fácilmente en un espiritualismo que no tiene nada de cristiano ni, en particular, de católico.

Antes de la conversión, Howard explica: «Yo creía que la verdad cristiana debía guardarse de manera incorpórea. Era para mi corazón, no para mis ojos». Pero somos cuerpo y alma. Como dice el adagio popular italiano, anche l’occhio vuole la sua parte. Los espiritualistas, despreciando la materia y la corporeidad, no quieren un hombre más puro, más cercano a Dios porque estaría casi desencarnado: quieren inventar un «hombre interior» a su imagen y semejanza.

Entre los muchos testimonios que he recibido sobre el descubrimiento de la Misa de siempre, numerosos son de jóvenes. Dicen que el descubrimiento de este tesoro escondido se produjo unas veces en virtud de una llamada indistinta, otras veces por una sensación de insatisfacción e insuficiencia. Llega un día en que uno entra en una iglesia y se encuentra con la sorpresa: un rito desconocido y aparentemente incomprensible, pero que es precisamente la respuesta que uno estaba buscando. Algo que da alivio y guía espiritual, algo que te hace crecer en la fe. Como me dijo una vez una joven, incluso aquellos que normalmente luchan por concentrarse y rezar en la misa, cuando descubren la misa antigua, quedan atrapados en lo sagrado y el tiempo deja de existir. Sólo hay adoración, oración, acción de gracias. Y no hay ninguna necesidad de que alguien te explique lo que está pasando.

Incluso los detalles aparentemente externos importan. Las vestimentas litúrgicas (nada de sacerdotes o diáconos en zapatillas), los cánticos cuidadosamente elaborados tan diferentes de la música cotidiana, las mujeres con velo, los fieles de rodillas. «Me sentí feliz», me dijo esa joven. “Los cánticos, aunque no entendía su significado, se elevaban con tanta gracia hacia el cielo que estaba segura de que mis oraciones subían con ellos. Y el sermón, aunque me llegó como una bofetada, me dio un gran alivio. «

Y esto es lo que dice Anna: “Cuando asistí por primera vez a la misa Vetus Ordo, sentí como si me brotara una nostalgia. Pero no de algo que ya había visto, porque nunca antes había asistido a este tipo de misa. La nostalgia que sentí vino desde muy adentro, fue como el surgimiento de algo que siempre había estado dentro de mí. El rito de la misa antigua llega más al corazón que el de la misa reformada. Me duele decirlo, pero esta última se siente vacía. No digo que lo sea, digo que me transmite ese sentimiento. Inmediatamente se lo conté a varios amigos y los llevé a la misa antigua para que ellos también probaran. Algunos de ellos, no creyentes, quedaron muy impresionados, y me dijeron que sintieron una presencia”.

Y Andrea: “Fue mi hijo, hasta entonces no tan religioso, quien me llamó el 8 de diciembre hace seis años y me dijo: ‘¡Papá, fui testigo de algo hermoso!’ Era la santa misa en el rito antiguo, la misa cantada para la fiesta de la Inmaculada Concepción. Entonces comenzamos a asistir juntos a la misa Vetus Ordo y ahora ya no voy al Novus Ordo, que se ha vuelto, especialmente después de las payasadas introducidas por la Covid, realmente indigerible”.

Y Piero: “Cuando puedo, viajo ochenta kilómetros de ida y otros tantos de vuelta y asisto a la Santa Misa de siempre. Algo misterioso me envuelve y entro ‘en la nube’. Soy hijo de una cultura racional y no soy sentimentalista. He comenzado a estudiar las diferencias sustanciales entre el rito de siempre, de mis antepasados, y el del llamado Novus Ordo, y ahora comprendo, en parte, por qué, cuando participo en este último, me quedo casi indiferente y muchas veces tenso. Por otro lado, no entiendo cómo puede ser que tantos sacerdotes y, peor aún, tantos obispos, no perciban esto”.

Un último testimonio: “¡La misa tradicional! ¡Qué regalo tan maravilloso! Las diferencias que vi entre la misa tridentina y la misa posconciliar a la que estaba (cansadamente) acostumbrado fueron, desde el principio, implacables: por un lado, la solemnidad de una celebración en la que el centro es el sacrificio eucarístico y cada gesto del alter Christus, cada palabra y cada canción son perfeccionadas por la Fe. Por otro lado, la misa moderna, en la que el centro ya no es el Sacrificio sino la aburrida homilía del ‘presidente de la asamblea’, en el que hay cantos que no elevan, sino que distraen y desvían, un altar que ya no parece ser tal, sino que se ha convertido en una ‘mesa’, y la comunión se recibe de pie y en la mano, sin respeto ni devoción. Entonces piensas: ‘Pero ¿dónde viví todo este tiempo? y ¡de qué me perdí!’ En estos tres años he visto por lo menos duplicar el número de personas que asisten a la Misa de Siempre, y no me sorprende. También hay muchos jóvenes, y en el altar, con el sacerdote celebrante, de cuatro a siete monaguillos, y sabemos que acolitar en la misa de san Pío V no es nada fácil”.

Con testimonios como estos podría seguir y seguir. Todos son así, llenos de asombro y gratitud, pero también de un profundo pesar por el tiempo transcurrido antes de redescubrir el tesoro. Llama la atención que, aunque provengan de simples fieles, muchas veces carentes de una preparación específica en los campos teológico, doctrinal y litúrgico, estas reflexiones están en profunda sintonía con las observaciones que, desde el principio, en 1969 –el mismo año de la promulgación del nuevo misal– fueron hechas con autoridad por quienes denunciaron el proceso de protestantización implementado con la reforma litúrgica y dieron la voz de alarma sobre el desastre inminente.

También señalo que recibo muchas solicitudes de personas que preguntan dónde pueden recibir la comunión en la lengua y se quejan de que en sus parroquias a menudo se les niega (un patente abuso de la ley litúrgica vigente). Recuerdo la carta de una señora que, habiendo pedido al sacerdote recibir la comunión en la lengua, no sólo se la negó, sino que le dijo: “¿Qué les pasa a ustedes los tradicionalistas? ¿Por qué están tan obsesionados?” Palabras que hablan por sí solas y que explican muchas cosas, sobre todo en lo que se refiere a la formación que reciben los sacerdotes.

Ahora la pregunta es: ¿Por qué golpear, marginar y tratar de eliminar la Misa de Siempre si, a pesar de ser tan perseguida, sigue dando tan bellos y copiosos frutos de fe? ¿Por qué esta misa nos fue arrebatada por la autoridad?

Las respuestas pueden ser muchas. Me viene a la mente, en primer lugar, lo que el demonio Escrutopo le escribe a su sobrino Orugario: «Uno de nuestros grandes aliados en la actualidad es la Iglesia misma» (CS Lewis, Las cartas del diablo a su sobrino). Pero tal vez la Misa de Siempre fue atacada porque si simplemente hubieran colocado la misa reformada junto a ella, ciertamente esta última atraería gradualmente a menos y menos. La Misa Apostólica de Siempre es tan profunda y auténticamente católica que inevitablemente expone las falsificaciones implementadas por aquellos que dicen ser católicos, pero no lo son.

En la Misa de Siempre no hay necesidad de invitar a la actuosa participatio y no hay nada que «animar» (cuando escucho hablar de «animación» de la misa, sonrío con amargura). En la Misa de Siempre sólo hay que arrodillarse ante el mysterium tremendum. Pero para arrodillarse, para reconocerse pecadores ante Dios, es necesario ser humildes, despojándonos del orgullo, del protagonismo y de la vanidad que lleva a la ostentación. Protagonismo que en cambio domina indiscutiblemente en el campo modernista, marcado por la pretensión de «hacer» la Iglesia.

Por eso, una vez que has redescubierto la Misa de Siempre, la misa «nueva» te causa malestar: estás en presencia de una distorsión, de una caricatura. Sientes que no tienes nada que ver con ese sentimentalismo vacío, ese rito que a menudo parece tener lugar para dar gloria no a Dios sino, bajo la apariencia de Dios, al hombre.

Ahora bien, puesto que el tesoro que hemos redescubierto, a pesar de todos los esfuerzos de quienes hubieran querido y aún quieren mantenerlo escondido, es patrimonio de la Iglesia, de los fieles y de toda la humanidad sedienta de verdad, de caridad y de trascendencia, debemos ser conscientes de que tenemos derecho a una restitutio in integrum. No nos cansemos de señalar la iniquidad del abuso, aunque el abuso provenga de la más alta autoridad.

Quiero citar algunos pasajes de la carta que los cardenales Alfredo Ottaviani y Antonio Bacci escribieron a Pablo VI para presentar su famoso Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missae. Los dos cardenales escribieron que el Novus Ordo “se aleja de modo impresionante, tanto en conjunto como en detalle, de la teología católica de la santa misa tal como fue formulada por la XXII sesión del Concilio de Trento que, al fijar definitivamente los ‘cánones’ del rito, levantó una barrera infranqueable contra toda herejía que pudiera atentar a la integridad del Misterio”.

Luego precisaron: “Las razones pastorales atribuidas para justificar una ruptura tan grave, aunque pudieran tener valor ante las razones doctrinales, no parecen suficientes. En el nuevo Ordo Missae aparecen tantas novedades y, a su vez, tantas cosas eternas se ven relegadas a un lugar inferior o distinto –si es que siguen ocupando alguno– que podría reforzarse o cambiarse en certeza la duda que por desgracia se insinúa en muchos ámbitos según el cual las verdades que siempre ha creído el pueblo cristiano podrían cambiar o silenciarse sin que esto suponga infidelidad al depósito sagrado de la doctrina, al cual está vinculado para siempre la fe católica”.

“Las recientes reformas”, prosiguieron los dos cardenales, “han demostrado suficientemente que los nuevos cambios en la liturgia no podrán realizarse sin desembocar en un completo desconcierto de los fieles, que ya manifiestan que les resultan insoportables y que disminuyen incontestablemente su fe. En la mejor parte del clero esto se manifiesta por una crisis de conciencia torturante, de la que tenemos testimonios innumerables y diarios”.

Por último, un énfasis que nos atañe de cerca: “Los súbditos, para cuyo bien se hace la ley, siempre tienen derecho y, más que derecho, deber –en el caso en que la ley se revele nociva– de pedir con filial confianza su abrogación al legislador. Por ese motivo suplicamos instantemente a Su Santidad que no permita, –en un momento en que la pureza de la fe y la unidad de la Iglesia sufren tan crueles laceraciones y peligros cada vez mayores, que encuentran cada día un eco afligido en las palabras del Padre común–, que no se nos suprima la posibilidad de seguir recurriendo al íntegro y fecundo misal romano de san Pío V, tan alabado por Su Santidad y tan profundamente venerado y amado por el mundo católico entero”.

¡Recordemos que Deus non irridetur! La terrible advertencia de san Pablo es clara. Y también se refiere a la liturgia. A los que todavía afirman que “no se puede entender el latín”, les respondo que hay muchas ayudas y, en todo caso, la idea de que hay que ir a misa para “entender” es fruto de un racionalismo que, una vez penetrado en la Iglesia, impide ser transportado al misterio eucarístico y dar gloria al Padre.

El autor italiano Giovannino Guareschi, célebre por su personaje Don Camilo, escribió páginas inolvidables en defensa de la misa tradicional, y lo hizo con mordaz humor contra los “innovadores”, aquellos que, como decía Ottaviani, están enfermos de “comezón por el cambio”.

“El latín”, escribió Guareschi, entre otras cosas, “es una lengua precisa, esencial. Será abandonada no porque sea inadecuada a las nuevas exigencias del progreso, sino porque los hombres nuevos ya no serán adecuados a ella. Cuando la era de los demagogos, de los charlatanes, comience, un idioma como el latín ya no servirá más, y cualquier patán podrá impunemente hacer un discurso público y hablar de tal manera que no sea expulsado de la plataforma. Y el secreto consistirá en que él, aprovechando una fraseología tosca, esquiva y con un ‘sonido’ agradable, podrá hablar durante una hora sin decir nada. Lo cual es imposible con el latín.”

En la misma línea, el cardenal Ottaviani explicó que el latín “por su estructura, por su intacta y genuina capacidad de síntesis, por su fijeza, es decir, por su continuidad incorrupta, por su valor expresivo, es el más adecuado para preservar el sentido genuino de cualquier doctrina”. ya que desconoce “el fenómeno de la continua transformación de las lenguas vernáculas por el paso de los siglos”.

Agregaría que el latín es el sello de la Tradición y universalidad de la Iglesia, mientras que con la lengua vernácula se ha abierto el camino a los abusos y particularismos de quienes consideran a la Iglesia como un organismo humano, siempre necesitado de adaptación.

Todos aquellos que continúan tomando partido contra el antiguo ordo Missae e inventando formas cada vez más viciosas de combatirlo, deberían hacerse una simple pregunta: ¿Por qué, a pesar de todo, no ha desaparecido? ¿Por qué hay sacerdotes y fieles que se mantienen apegados a él y lo defienden enérgicamente? Y luego otra pregunta: ¿Por qué, a pesar de la reforma litúrgica, la Iglesia está perdiendo fieles y vocaciones? ¿Y por qué, por el contrario, la misa antigua, en contraste con las inmisericordes estadísticas, atrae cada vez a más personas?

Desgraciadamente, son cuestiones que no son tomadas en consideración por quienes tienen una visión ideológica de la realidad y también de la Iglesia.

Estas son mis pobres reflexiones como católico posconciliar que, por la gracia de Dios, ha redescubierto el gran tesoro escondido. Por este regalo, Deo gratias! Y para los modernistas, nuestra oración: “Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen. Si lo saben, perdónalos de todos modos. Y haz que dejen de estorbarnos”.

Aldo María Valli

Roma, 28 de octubre de 2022

Traducido por Agustín Silva. Artículo original

"Los ataques a la libertad religiosa no son esporádicos, son sistemáticos": María Garcia (OLRC)



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