En una fecha ya tan lejana como 1968, recién terminado aquel concilio del que se esperaba una ‘primavera eclesial’, cuando aún no era siquiera obispo, Joseph Ratzinger compartió su sorprendente visión sobre el futuro de la Iglesia: “Tendremos sacerdotes reducidos al papel de trabajadores sociales y el mensaje de fe reducido a una visión política. Todo parecerá perdido, pero en la fase más dramática de la crisis, la Iglesia renacerá. Será más pequeña, casi catacumba, pero más santa”.
Es un proceso que ya estamos viviendo, siquiera en sus primeras fases, ocultado en parte por la inercia y la gradualidad del fenómeno. El sueño de la masonería, de la Ilustración y del marxismo está a punto de cumplirse. Pero lo que llegue, me temo, va a ser muy distinto de lo que muchos esperan.
Nunca en la historia hemos vivido algo así, con lo que es imposible calcular sus consecuencias. Occidente fue pagano durante milenios, luego cristiano. Pero el cristianismo cultural, social, no es un paréntesis, no va a volver el paganismo, sino el postcristianismo, que es un vacío.
En su ingenuidad, cuando Voltaire firmaba con su feroz ‘Ecrassez l’infame!”, los ilustrados confiaban que al reinado de la fe le sucedería el triunfo de la razón. Ninguno de ellos, ninguno de los grandes nombres de ese tiempo, llegaron a ver entronizada a una actriz de variedades entronizada en Notre Dame como la Diosa Razón ni el terrible baño de sangre que trajeron ‘las Luces’.
Hoy la influencia social del cristianismo es pequeña y disminuye a toda velocidad, pero resultaría sarcástico concluir que lo que gobierna hoy nuestras sociedades es ‘la Razón’. La naturaleza aborrece el vacío, y al desvanecerse de los principios cristianos le está sucediendo otra dogmática, otro culto, y la más desnuda adoración al puro poder.
Muchos quieren ver en esta paulatina reducción de los cristianos a un ‘pusillus grex’, un rebaño diminuto e insignificante, sin influencia social alguna, el anuncio del final de los tiempos. Es, claro, perfectamente posible. Siempre lo es. Pero si Cristo insistió en que no sabemos “el día ni la hora” y en que el fin llegará como un ladrón debe significar que vamos a equivocarnos muchas veces de fecha.
Puede perfectamente tratarse, como parecen insinuar las palabras de Ratzinger, de un volver a empezar de cero, de una vuelta a las catacumbas, sí, pero recordando que en las catacumbas se forjó una fe que convirtió a todo un imperio.
Carlos Esteban