La situación actual de la Iglesia Católica es de grave desorden, debido en gran parte a la voluntad del Papa Francisco de decir, hacer y tolerar cosas que ningún Papa en la historia ha dicho, hecho o tolerado jamás.
Por ejemplo, sus recientes comentarios improvisados, dando instrucciones a los sacerdotes para que no nieguen la absolución a nadie que venga a confesarse. Esto está en contradicción directa con la enseñanza de la Iglesia sobre las disposiciones requeridas para la recepción válida del perdón de Dios en el sacramento de la penitencia.
Los penitentes que, por cualquier razón, se niegan a arrepentirse de los pecados de los que pueden acusarse en confesión, no pueden ser absueltos. Hubiera parecido impensable que el Papa Francisco dijera que debían ser absueltos de todos modos. Pero lo hizo.
Volvió sobre este tema en su reciente viaje a África. Dijo a los obispos del Congo: «Siempre. Perdonad siempre en el Sacramento de la Reconciliación». En una línea similar, en 2021, dijo que nunca ha negado la Sagrada Comunión a nadie.
El Papa Francisco quiere que los sacerdotes en el confesionario sigan su ejemplo cuando se enfrenten a un pecador impenitente. En tal escenario, la Confesión se convierte en una farsa sin sentido. A un pecador obstinado nunca se le debe dar la absolución por una ofensa de la que no está arrepentido. Su negativa a abjurar de sus pecados le incapacita para recibir el perdón sacramental de Dios.
¿Cuál es la lógica de absolver a alguien que se aferra a sus pecados? La impía farsa de intentar absolver a un pecador impenitente que pretende seguir pecando es una grave violación del deber del sacerdote de guiar a los fieles por el camino de la virtud y la gracia de Cristo, no por el camino destructivo del pecado y la muerte espiritual. Sin embargo, eso es lo que el Papa Francisco dijo a los sacerdotes que deberían hacer.
Este laxismo moral va acompañado de una lamentable indecisión a la hora de defender, enérgica y públicamente, la doctrina de la Iglesia en materia de moral sexual cuando dicha doctrina es abiertamente repudiada por cardenales, obispos y sacerdotes.
Los valientes defensores de las enseñanzas morales de la Iglesia son injustamente vilipendiados como ideólogos, fariseos, rigoristas, propagadores de la rigidez, «retrógrados». Los críticos de esas enseñanzas, como los cardenales Hollerich, Marx, McElroy, el obispo Bätzing y el padre James Martin, S.J., reciben el favor papal y desempeñan papeles influyentes. No hay ninguna reprimenda o disciplina papal significativa por sus persistentes campañas para derrocar las enseñanzas morales y antropológicas de la Iglesia.
No se despide a nadie por intentar cambiar la enseñanza inmutable de la Iglesia de que Dios nos creó varón y mujer; que el único uso moralmente bueno de la facultad sexual es la unión física del hombre y la mujer en el matrimonio, con vistas a propagar la raza humana en un vínculo matrimonial fiel, amoroso y permanente.
Somos bombardeados incesantemente con propaganda que afirma que Dios hizo a algunas personas con atracción hacia el «mismo sexo» y, por lo tanto, debe tener la intención de que actúen según sus deseos sexuales; que la sodomía es un uso tan bueno y santo de la facultad sexual como el coito conyugal, y que, por lo tanto, las uniones basadas en la sodomía merecen la bendición de la Iglesia; que Dios hizo que algunas personas tengan un cuerpo masculino siendo realmente femeninas, y viceversa.
Esta intolerable oleada de errores doctrinales está arrasando la Iglesia mientras el Papa Francisco permanece en gran medida pasivo y en silencio.
Los preparativos para el Sínodo de octubre sobre la Sinodalidad están siendo determinados por la campaña heterodoxa de quienes gozan del favor papal. En lugar de discutir formas de defender las enseñanzas morales impugnadas de la Iglesia, esas mismas enseñanzas están siendo atacadas en los debates en curso.
El resultado esperado de este implacable cuestionamiento de doctrinas que siempre han sido enseñadas por la Iglesia como inmutables sería una aceptación gradualmente creciente por parte de los fieles de una supuesta necesidad de reexaminar si esas enseñanzas son realmente inmutables, dado el supuesto «nuevo mundo» en el que vivimos.
Las previsibles afirmaciones sobre un cambio en la opinión pública católica (real o inventado) irán seguidas de una nueva proclamación «inspirada por el Espíritu» de que las enseñanzas católicas estaban de hecho equivocadas sobre la homosexualidad y la transexualidad, etc.
«Progreso contra inmovilismo reaccionario» es el mantra que pone fin a la discusión y que se emplea para estigmatizar cualquier resistencia a cambiar las enseñanzas transmitidas por los apóstoles. Si bien es cierto que el progreso del error en el mundo puede ser imparable en nuestro tiempo gracias al hundimiento moral de la sociedad occidental, esta catástrofe no tiene cabida en el catolicismo.
La tolerancia del error doctrinal no forma parte del mandato dado por Nuestro Señor a San Pedro, y a los apóstoles y sus sucesores. Si esos sucesores faltan a su deber, infligen daño a los fieles. Las almas son puestas en peligro por esos pastores que enseñan a los hombres a amar el pecado y a rechazar la virtud.
Está completamente fuera del poder (ultra vires) de cualquier Papa, cardenal u obispo cambiar las inmutables enseñanzas morales y antropológicas de la Iglesia. Es falso y censurable afirmar que no existen las enseñanzas inmutables, o que lo que se consideraba inmutable en tiempos pasados puede llegar a cambiar en tiempos más «ilustrados».
No estamos acostumbrados a una situación en la que la oposición a diversos actos del Papa y de sus asociados elegidos no sea en absoluto una forma de deslealtad, sino más bien una exigencia de la caridad fraterna que fluye de la lealtad primordial debida a Dios y a su revelación por aquellos que sirven a Jesucristo en la Iglesia. Cuando el error y la inmoralidad son propagados por los encargados por Cristo de refutar el error y desalentar la inmoralidad, nuestro deber es llamar la atención a esos pastores, reprendiéndolos con la caridad de la verdad.
Si la Iglesia quiere evitar un desastre completamente evitable, el Sínodo sobre la Sinodalidad no debe convertirse en un momento de cuestionamiento autodestructivo de la doctrina de la Iglesia sobre la moral sexual y otras cuestiones controvertidas. Los cardenales y obispos, con razón horrorizados por hacia dónde ven que se dirige este proceso, deberían dar a conocer su protesta al Santo Padre.
La manifiesta negligencia del Papa Francisco en su deber de defender la doctrina de la Iglesia frente a graves errores exige urgentemente un «amor duro», es decir, una intervención en la que cardenales y obispos valientes, dejando a un lado la cortesía y la deferencia habituales, digan francamente al Papa que hay que poner fin a esta locura. Ahora.
Acerca del autor:
El reverendo Gerald E. Murray, J.C.D. es abogado canónico y pastor de la iglesia Holy Family en la ciudad de Nueva York. Su nuevo libro (con Diane Montagna), Calming the Storm: Navigating the Crises Facing the Catholic Church and Society, ya está disponible.