En palabras de Spadaro, la escoria del peor Modernismo que ha estado plagando a la Iglesia durante más de un siglo emerge como si se revolviera en un charco de aguas residuales. Ese Modernismo nunca fue erradicado definitivamente de los seminarios y universidades autodenominadas católicas, a las que una secta de herejes y extraviados ha erigido el tótem del Concilio, reemplazándolo por dos mil años de Tradición.
Hasta hace algún tiempo, esta "síntesis de todas las herejías" intentaba hacerse presentable no manifestando su carácter anticristiano, que sin embargo le era consustancial: todavía existía el riesgo de que algún prelado vagamente conservador y aún no plenamente comprometido con la causa podría darse cuenta de su peligro intrínseco. Ciertamente, la divinidad de Cristo era considerada una ilusión que surgía de la necesidad de lo sagrado de la "comunidad primitiva", sus milagros eran exageraciones, sus palabras metáforas; en cambio, "no había grabadoras", como dijo Arturo Sosa, Superior General de la Compañía de Satán.
Hoy, protegidos por un jesuita que, violando la Regla de San Ignacio, ocupa la Sede de Pedro, los peores seguidores de esta secta se sienten libres de desatar sus desvaríos y llegar, en un frenesí infernal, a blasfemar a Jesucristo, ya hecho el objeto de inquietantes epítetos por parte de Bergoglio. "Jesús se hizo serpiente, se hizo diablo", dijo hace un tiempo el argentino [ ver ].
Se hace eco de él Spadaro, quien con la arrogancia de quien se cree impune se atreve a definir a Nuestro Señor como «enfermo y prisionero de la rigidez y de los elementos teológicos, políticos y culturales dominantes de su tiempo», «indiferente al sufrimiento, enojado e insensible; irrompiblemente duro; teólogo despiadado; burlón e irrespetuoso; cegados por el nacionalismo y el rigor teológico". Es inútil explicar a estas mentes enredadas lo que los Santos Padres han enseñado sobre el paso evangélico del cananeo: están interesados en mantener en alto sobre su pedestal el ídolo del Vaticano II; y poco importa si para defender sus errores tienen que pisotear al Hijo de Dios, ofendiéndolo y blasfemándolo como ni siquiera los peores heresiarcas del pasado se habían atrevido a hacerlo.
La de Spadaro no es una simple provocación -algo ya de por sí inaudito- sino la manifestación, la epifanía, como la llamaría algún "teólogo" de Santa Marta, de una contraiglesia con sus falsos dogmas, sus preceptos mendaces, su predicación engañosa, sus ministros corruptos y corruptores. Una contraiglesia proclive al Anticristo, a todo lo que represente la negación y el desafío del Señorío de Dios sobre el hombre. Orgullo. Orgullo luciferino. Orgullo que no conoce límites ni frenos.
La secta que eclipsa a la Iglesia de Cristo ya no se esconde: se muestra y pretende sustituir definitivamente a la verdadera Iglesia, muestra sus ídolos y exige que sean adorados, al precio de negar al mismo Salvador, refutar su divinidad, juzgar su acciones, disputa tus palabras.
Pero si los simples ya han comprendido que el precio de este ὕβρις es νέμεσις, casi todos los Pastores – Cardenales, Obispos, sacerdotes – se vuelven y miran hacia otro lado. Saben bien que su cobardía, su conformismo, su deseo de no parecer retrógrados los hicieron corresponsables de esta revolución infernal, que podrían haber detenido en su momento; pero como también ellos participaron durante sesenta años en el culto del Concilio, prefieren continuar el camino emprendido hacia la ruina de la Iglesia y de las almas, antes que detenerse y volver al punto donde se han desviado. Así terminan prefiriendo el triunfo de los malvados -y con ello la difamación blasfema de Jesucristo- a la humilde admisión de estar equivocados. Prefieren que se diga que Nuestro Señor se equivocó,
La medida está plena y ha llegado el momento de elegir de qué lado tomar. Con Bergoglio y Spadaro, con el Sínodo sobre la Sinodalidad [ ver ], con una iglesia humana y falsa esclavizada al Nuevo Orden Mundial, o con Dios, Su Iglesia, Sus Santos. Y si lo miramos más de cerca, ya resulta inaudito tener que plantear la hipótesis de que los católicos –no me refiero a sacerdotes o prelados– puedan considerar posible tener una opción.
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
27 de agosto de 2023
Domingo XIII Post Pentecostés