Está previsto que, en septiembre, el Papa viaje a Marsella. Es uno de tantos viajes papales, tan numerosos que ya no llaman mucho la atención, pero en este caso me ha parecido interesante la explicación que ha dado el propio Papa Francisco de la motivación que hay detrás.
En una entrevista concedida a Vida Nueva y también a bordo del avión que le llevaba a Portugal, el Pontífice se preocupó de explicar que no será una visita “a Francia”, sino a Marsella. Esta explicación tan curiosa, teniendo en cuenta que Marsella está en Francia y que, además, será la segunda vez ya que viaja a ese país, se debe a uno de esos golpes de efecto llamativos que tanto parecen gustarle al Santo Padre (como, por ejemplo, aquel gesto de viajar en Estados Unidos en un pequeño Fiat rodeado de limusinas y grandes vehículos de seguridad, su afirmación drástica de que no veía nunca la televisión a pesar de que poco después llamó en directo a un programa televisivo italiano o el no menos asombroso gesto de arrodillarse ante los políticos sudaneses cuando acostumbra a no arrodillarse ante el Señor sacramentado por problemas de rodilla). En este caso, el golpe de efecto consiste en anunciar que ha decidido que, en Europa, no quiere viajar a ningún país “grande” antes de haber visitado todos los “pequeños”, algo que debe de parecerle muy significativo por alguna razón.
En cualquier caso, lo que me ha resultado más interesante es la explicación de por qué ha elegido Marsella en particular como destino. El Papa Francisco señaló que “el problema que me preocupa es el problema del Mediterráneo” y que, “los obispos están teniendo este encuentro para reflexionar sobre el drama de los migrantes”, porque “el Mediterráneo es un cementerio […] Es terrible. Por eso me voy a Marsella”.
Según se ha anunciado, el Papa dedicará su visita a clausurar el encuentro de jóvenes y obispos de la región, en una reunión con 120 jóvenes de todos los credos, representantes de otras religiones y obispos católicos de países del Mediterráneo, además de reunirse con “personas en dificultad económica”, presidir una liturgia en la basílica de Notre Dame de la Garde, un momento de oración con distintos líderes religiosos por los marineros y migrantes perdidos en el mar, una audiencia con el Presidente francés y, finalmente, la celebración de la Santa Misa en un estadio.
En principio, nada que objetar. El tema de la inmigración es fundamental hoy en día en todo el mundo y en Europa muy especialmente. Rezar, celebrar la Santa Misa y cosas así son estupendas. Llevarse bien con las gentes de otras religiones en principio es deseable. La reunión entre el Jefe de Estado francés y el del Vaticano es de rigor, etc. Sin embargo, no puedo evitar pensar que, intencionadamente o no, se descuida lo que debería ser el tema más importante en cualquier visita de un Papa a Marsella.
Esta bonita ciudad portuaria francesa es conocida porque en la actualidad más o menos un tercio de los habitantes son musulmanes. Se calcula que en Marsella hay en torno a un centenar de mezquitas, que se llenan de bote en bote, a diferencia de las iglesias católicas cada vez más vacías. A eso hay que añadir, por supuesto, la gran parte de la población que es agnóstica o practica otras religiones. Las cifras son estimaciones, porque el laicismo francés impide elaborar estadísticas oficiales relativas a la religión, pero es de suponer que son más o menos correctas y que la vieja diócesis de San Lázaro, los mártires Volusiano y Fortunato, San Sereno, San Abdalongo y San Mauroncio y de la célebre abadía de San Víctor se está quedando sin cristianos.
En estas circunstancias, ¿no debería centrarse una visita papal en el fracaso de la Iglesia en evangelizar a musulmanes, agnósticos y otros que no tienen la fe católica? ¿No tendrían que tocar a rebato todas las campanas de Marsella, llamando a los católicos a predicar a Cristo crucificado a tiempo y a destiempo? ¿No debería el Papa encabezar, con los pies descalzos, una procesión penitencial de clero y pueblo para pedir perdón a Dios porque la Iglesia ha olvidado su misión fundamental? En vez de tener la enésima reunión con líderes y miembros de otras religiones para exhortarles a construir la pobrísima fraternidad humana, ¿no sería mejor que saliera por las calles a predicarles la fe que vale más que el oro?
Lo cierto es que el tema de la regulación de la inmigración, sus riesgos y sus efectos sociales, siendo importante, es más bien competencia de los laicos, mientras que la evangelización es misión fundamental de la Iglesia, por voluntad del propio Cristo. Sin duda, los inmigrantes necesitarán ayuda y es preciso dársela, pero ¿no estaremos olvidando que lo verdaderamente necesario, como enseña el Evangelio, es el conocimiento de Cristo? Si la Iglesia no dedica todas sus fuerzas a predicar la fe, ¿quién lo hará? El drama de los migrantes que mueren en su intento de lograr una vida mejor o que viven en condiciones indigas es, sin duda, terrible, pero ¿no es más terrible aún perder la vida eterna? ¿No se levantarán esos musulmanes, agnósticos y miembros de otras religiones el día del Juicio a pedir justicia a Dios contra nosotros porque no les dimos el tesoro de la salvación que se nos ha confiado?
Como es lógico, la cuestión de qué conviene hacer en una situación concreta es prudencial y sin duda el Papa actuará con toda la buena voluntad del mundo, pero no puedo evitar pensar que estos viajes centrados en temas meramente humanos son una muestra más de que el secularismo se ha ido introduciendo en la Iglesia hasta la médula. En una sociedad sin fe, es mucho más cómodo para los eclesiásticos centrarse en problemas seculares y relegar lo expresamente católico a una Misa o una oración de vez en cuando, como la guinda del pastel.
Al final, sin embargo, lo que debería preocuparnos a todos es que el mundo se muere y necesita desesperadamente la salvación de Jesucristo. Es por eso por lo que existe la Iglesia. Para nuestra vergüenza, sin embargo, se cumplen las palabras de la Carta a los Romanos: ¿Cómo creerán en Él, si no han oído hablar de Él? ¿Y cómo van a oír, si no se les predica?
Bruno Moreno