Cuarenta años llevamos ya llamándoles “maricomplejis”, “maricomplejines”… Lo inventó un famoso locutor de radio y medio país los llama así… El término haría referencia a la cobardía, pusilanimidad y timoracia de las que siempre habría hecho gala en su comportamiento en la escena política española, incapaz de llevar la contraria, ni de hacer nada que pueda desagradar mínimamente, al partido que le amarga la existencia en uno de los debates más broncos que se registra en cualquier cámara legislativa europea, el que tiene lugar en el Parlamento español.
Me refiero, naturalmente, al Partido Popular.
Yo, sin embargo, no estoy ya ni en ese discurso ni en esa idea. Si alguna vez evidenció cobardía, si alguna vez lo hizo, -que yo creo que no, que era otra cosa-, desde tiempos muy antiguos ya, el Partido Popular de lo que da pruebas inequívocas y cada vez menos disimuladas, es de total complicidad con el proyecto que desarrollan los partidos a los que supuestamente se opone.
Es simplemente, como ya he expresado en otros artículos, una cuestión de roles, roles muy bien repartidos para poder alcanzar a todo el espectro electoral, engañarlo, engatusarlo y conducirlo, como se conduce a los corderos hacia el matadero, al plan que para nuestras sociedades han previsto en lejanos laboratorios internacionales.
En España, los roles repartidos por los estrategas del sistema asignan a la izquierda gamberra de todos conocida (podemitas-comunistas-separatistas-terroristas) la fase inicial de «lanzamiento con riesgo incluso de hacer el ridículo” (en su día asistimos a una cansina batería de ellas: el todos-todas-todes; el ataque al consumo de carne; la matria; el derribo de monumentos, etc.).
Al PSOE (un partido «de estado»), el de la «serena y responsable aprobación de la ley».
Y al PP, el que quizás es el más importante de todos esos roles: «el voto negativo en la sesión de su aprobación parlamentaria, para luego, al ascender al poder, con la ley ya aprobada por PSOE & cia, no decir ni pío», incrementando incluso, por lo bajini, las dotaciones económicas de la ley y los medios para su aplicación, anulando así, de manera sibilina y silenciosa, toda resistencia que hubiera podido oponer algún sector del electorado.
Así fue con el aborto, tanto el aborto despenalizado como el aborto-derecho. Así fue con el divorcio express. Así fue con el matrimonio homosexual. Así fue con las leyes y campañas discriminatorias del varón. Así fue con el cambio climático. Así fue con el adoctrinamiento en las aulas. Así fue con las leyes que imponen el lenguaje “inclusivo”. Así fue con la memoria histórica. Así es, incluso, con una cuestión tan en principio nimia como Madrid Central… Y así será con la eutanasia, con la nueva vuelta de tuerca que se da a la memoria histórica y con cualquier otro proyecto que alguien, en algún lugar recóndito del mundo, haya previsto para España.
Todo lo cual no es óbice para que subsista la lucha a muerte «por mi parte del pastel», que en España se presenta, -y cada vez más-, como particularmente suculento y atractivo, de donde el debate tan bronco al que, a pesar del acuerdo ideológico, acudimos atónitos los españoles, y nos lleva a creer que son distintos, cuando en realidad son lo mismo.
Los unos, los que se presentan a sí mismos como “progresistas”, desarrapados y malolientes, ordinarios hasta la zafiedad; los otros, los que se presentan a sí mismos como “conservadores”, trajeados y hasta engominados. Se dicen exabruptos. ¡Pero al final todos lo mismo! Porque al final, todos, “progresistas” y “conservadores”, tenemos que llegar al mismo sitio. Esas son las reglas.
Que hagan Vds. mucho bien y que no reciban menos.
Luis Antequera