Los pueblos que olvidan los errores del pasado se arriesgan a repetirlos. Es ésta una verdad incontestable que no podemos obviar a la hora de analizar la calamitosa situación política que padecemos.
El año 1936 comenzó con la disolución de las cortes y la convocatoria de elecciones generales por parte del Presidente de la República, Alcalá-Zamora que, presionado por la izquierda, se negaba a encargar la formación de gobierno al líder del partido de la derecha (CEDA), pese a que había resultado vencedor en las elecciones de 1933. Se trató de una trampa saducea que acabaría con su destitución. La misma izquierda que había presionado al Presidente para que disolviera las cámaras, presentó en primera sesión de las Cortes, firmada por Prieto, Largo Caballero, Dolores Ibárruri y catorce diputados más del Frente Popular, una proposición cuestionando la necesidad del decreto de disolución de Cortes, lo que implicaba la destitución del presidente en caso de una votación desfavorable. Como es natural, el Frente Popular ganó la votación y las Cortes destituyeron a Alcalá-Zamora, quien tildó esa maniobra de «golpe de Estado parlamentario» en sus memorias.
Con esa maniobra, absolutamente fraudulenta, el Frente Popular se aseguró al Presidencia de la República, designando a Azaña para dicha magistratura. Previamente, ya se había asegurado el poder ejecutivo y el legislativo falsificando sin disimulo y en muchos casos empleando violencia extrema, las Actas de las elecciones generales de febrero de 1936, celebradas en medio de un clima de violencia absolutamente insoportable.
Tan sólo cinco días después de celebradas las elecciones, la Diputación Permanente de las Cortes aprobaba el 21 de febrero de 1936 la amnistía de todos los condenados por los sucesos de la Revolución de octubre de 1934, a propuesta de Azaña.
Asegurados la Jefatura del Estado, el poder legislativo y el ejecutivo, el Frente Popular comenzó a actuar sin disimulo de forma autoritaria y seis días después, el 27 de febrero de 1936 declara ilegal Falange Española de las JONS y ordena el cierre de sus locales y la detención de todos sus dirigentes, alegando la utilización de la violencia. A finales de junio el Tribunal Supremo declaró lícita la Falange y absolvió a todos sus dirigentes, pero el gobierno, tras impedir por medio de la censura que se conociera el fallo de la justicia, retuvo en la cárcel contra todo derecho a millares de afiliados de la Falange, y mantuvo la clausura de sus centros.
Estos son tan sólo unos de los muchos actos arbitrarios que demuestran cómo el Frente Popular liquidó -rápidamente y sin disimulo alguno- el Estado de Derecho durante los primeros meses del año 1936, con el objetivo claro de completar un proceso revolucionario que sólo se vería obstaculizado por el levantamiento cívico-militar del 18 de julio de 1936.
Pues bien, ochenta y siete años después, asistimos atónitos a un bochornoso espectáculo de subasta de votos en el que el Partido Socialista, liderado por un político sin escrúpulos, está dispuesto a liquidar los restos del Estado de derecho con tal de conseguir una nueva investidura.
Para ello, el gobierno de Sánchez ha venido dando en los últimos cinco años, sin prisa pero sin pausa, los pasos necesarios para neutralizar cualquier obstáculo que pudiera estorbar su proyecto de perpetuarse en el poder, para lo cual no ha dudado en apoderarse de las instituciones clave para ponerlas, no al servicio de la nación, sino al servicio de su proyecto personal que incluye, por supuesto un cambio de régimen, que incluye, por supuesto, la liquidación del sistema del 78 y la instauración de una república plurinacional.
De Sánchez se pueden decir muchas cosas, menos que es tonto. Lo primero que hizo cuando llegó al poder es retomar la legislación sobre “memoria histórica” que había quedado intacta tras el gobierno de Rajoy y cuya finalidad última es la deslegitimación definitiva de la monarquía parlamentaria de 1978 y la reconexión histórica en términos de legitimidad, con la Segunda República o, mejor dicho, con el Frente Popular.
Para ello, lo primero era la representación simbólica de la “derrota” histórica de Franco mediante la profanación de su sepultura. Para ello, no dudó en utilizar la vía del Real Decreto Ley prevista en el artículo 86 de la Constitución para casos de extrema y urgente necesidad, creando una verdadera ley de caso único -absolutamente inconstitucional- que debería repugnar a cualquier jurista, pero ante la que pocos, muy pocos, alzaron su voz, por miedo a ser tachados de franquistas. Para ello, contó con la inestimable colaboración de la jerarquía eclesiástica -sin la cual jamás habría podido acceder a una Basílica pontificia en base al principio de inviolabilidad de los lugares de culto consagrado en los Acuerdos Iglesia-Estado de 1979- y, posteriormente, del Tribunal Supremo, cuya Sala Tercera bendijo por unanimidad un escandaloso ataque al derecho a la intimidad de una familia al negarle el derecho (concedido en el propio Real Decreto Ley) a inhumar los restos de su abuelo de acuerdo con su propia voluntad. Aberración jurídica que fue finalmente consagrada también por el Tribunal Constitucional.
Nadie le tosió entonces al gobierno por retorcer la legalidad de forma tan grosera por miedo a ser tachado de “franquista”. No eran capaces en su cortedad de darse cuenta de que el objetivo no era Franco, sino uno mucho mayor: la demostración de que nada iba a detener sus planes. Recuerdo cómo el abogado del Partido popular me llamó el día en el que iba a presentar el recurso de inconstitucionalidad contra el Real Decreto Ley, para decirme que había recibido instrucciones terminantes de Génova 13 de no presentarlo.
Viendo Sánchez que aquello había sido coser y cantar, decidió dar un paso más, poniendo al frente de la Fiscalía General del Estado a la que hasta el día anterior había sido Ministra de Justicia, Dolores Delgado, de claro sesgo izquierdista y, por si no era suficiente, pareja sentimental del exjuez prevaricador Baltasar Garzón, el chusco adalid 2.0 de la teoría marxista del uso alternativo del derecho que solicitó la partida de defunción de Franco y grabó las conversaciones entre abogados y sus clientes. Lo que no había osado -por decoro democrático- hacer ningún Presidente del Gobierno, Sánchez lo hace con enorme descaro dejando claro a toda España “de quién depende la fiscalía”.
Neutralizada la Fiscalía y convertida en felpudo del gobierno, Sánchez decidió dar un paso más y controlar el Tribunal Constitucional. Para ello no tuvo empacho en colocar como magistrado del Tribunal Constitucional -que es el que, a la postre debe resolver sobre la legalidad de las leyes y actos del gobierno- a quien había sido, en la misma legislatura, su ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, y a la exdirectora general del Ministerio de la Presidencia, Laura Díez.
Previamente Sánchez había convertido el CIS, tras nombrar a Tezanos, miembro de la ejecutiva socialista, en un poderoso instrumento de propaganda al servicio del gobierno con más asesores de la historia, pervirtiendo así la función social de dicho instituto público.
Para lograr su permanencia en la Moncloa, no ha dudado Sánchez en ceder a todos los chantajes de los partidos separatistas y filoterroristas, desdiciéndose una y otra vez de todos sus compromisos y manifestaciones anteriores. El mismo Presidente que declaró que los sucesos del 1 de octubre de 2017 constituyeron un delito de rebelión y se comprometió a elevar las penas, acabó por indultar a los condenados por el Tribunal Supremo, eliminar el delito por el que habían sido condenados y abaratar el delito de malversación, todo ello siguiendo las exigencias de los partidos separatistas para brindarle su apoyo parlamentario.
Y el mismo Presidente que se comprometió ante la Nación a traer a Puigdemont ante la Justicia se apresta a aprobar una ley de amnistía al dictado de los partidos separatistas, con el objeto de que el expolio y la rebelión que se produjo en Cataluña en 2017 queden finalmente impunes, poniendo de rodillas a toda la Nación y a la Corona, con el único objetivo de seguir pernoctando en la Moncloa.
La aprobación de una ley de amnistía en los términos planteados implicaría pisotear los pilares básicos de nuestra constitución y del Estado de derecho. No sólo quebraría gravemente el principio de legalidad, sino también el principio de igualdad ante la ley y el de separación de poderes, hurtando al poder judicial la competencia para enjuiciar los delitos cometidos y declarando la impunidad de los mismos. Para los legos en derecho, tales principios impiden que, por ejemplo, el Congreso pueda aprobar por mayoría una ley que legalice la esclavitud o la eliminación física de ancianos. Si no existe el principio de legalidad, la democracia desaparece para convertirse en la tiranía de la mayoría.
Los separatistas ya han conseguido que el Congreso se convierta en una ridícula torre de Babel, que el gobierno se arrastre por Europa para que se reconozca la oficialidad del catalán y el próximo paso será, además de la condonación de la deuda millonaria, el reconocimiento de Cataluña, Vascongadas y Galicia como naciones, el reconocimiento del derecho de autodeterminación de dichas regiones y, finalmente, la convocatoria de un referéndum sobre la Monarquía, tras una campaña feroz para desacreditarla.
En definitiva, Sánchez está a un solo paso de acabar definitivamente con los restos del Estado de derecho en España y lograr un cambio de régimen, mientras tiene entretenido al personal en las televisiones con el cuestionado beso de dos personajes atrabiliarios.
Sánchez ha declarado que quiere pasar a la historia por reivindicar «el vínculo luminoso con nuestro mejor pasado», refiriéndose a la II República o, mejor dicho, al Frente Popular. Que el referente histórico que el mitómano presidente quiera reivindicar sea el del Gobierno que pisoteó la legalidad vigente y nos llevó a una guerra civil es algo que debe hacernos temblar por el futuro de nuestra gran nación, porque ya se ha encargado él de eliminar cualquier obstáculo a sus intenciones.
Lo que el Frente Popular quiso hacer en cuatro meses, Sánchez lleva haciéndolo de forma sistemática, pero con sordina, durante los últimos cinco años, aplicando notables dosis de anestesia al pueblo para que no se entere de nada.
Sólo queda por ver cuál el papel que jugará el Rey, símbolo de la unidad y permanencia del Estado cuya función constitucional es arbitrar y moderar el funcionamiento de las instituciones, ante un ataque feroz como el que se anuncia contra la línea de flotación del Estado.
Lamento no ser optimista, pero ya he visto demasiadas cosas que me han helado la sangre como español y como jurista y han acabado con los restos que me quedaban de ingenuidad. Si Dios no lo remedia, nos acercamos a pasos agigantados, conducidos por un sectario sin escrúpulos al frente de una masa ignorante y aborregada, a la destrucción final de la nación más antigua del mundo.
Por Luis Felipe Utrera-Molina