Hay un tipo de persona que tiende a ver al demonio en todas partes, hasta el punto de que la actividad demoniaca se convierte para ella en una obsesión o, al menos, en una manía poco saludable. Los ámbitos más neutros se consideran plagados de tentaciones y asechanzas del demonio, se retuerce la realidad para encontrar pistas esotéricas de la presencia diabólica y cualquier objeción, por razonable que sea, se recibe como una prueba más de la influencia infernal.
Una obsesión de esta naturaleza, puede deberse a un carácter timorato o escrupuloso o incluso al gusto por lo morboso y esotérico. Otras veces, en cambio, es simplemente una reacción bienintencionada contra esta época materialista que prescinde por completo del demonio, cuando no niega su existencia. El problema es que esta mentalidad, inconscientemente y al margen de la buena intención, equivale a pensar que el demonio sería, en la práctica, más poderoso que Dios, que es justo lo que el propio Satanás desea que todos piensen. Como decían los antiguos, ne quid nimis. Nada en exceso es bueno y la preocupación excesiva por el demonio es tan perjudicial como cualquier otra desmesura.
En estos tiempos, sin embargo, los casos en que se da esa preocupación exagerada son poquísimos y lo frecuente es exactamente lo contrario: vivir como si los demonios no existiesen. La nuestra es una sociedad ingenua, que ha olvidado el pecado original y la existencia del demonio y piensa que, con un poco de buena voluntad, un chorrito de ciencia y un par de pizcas de democracia, se resolverían todos los problemas del mundo. Los hombres ya no son conscientes de que viven en medio de una lucha entre el bien y el mal y, como ciegos perdidos en tierra de nadie, no hacen más que recibir disparos sin enterarse de lo que está sucediendo en realidad.
Precisamente por esa ignorancia, a menudo el demonio no necesita ni siquiera tentarnos. Nuestras defensas están tan bajas que nos basta y nos sobra con el Mundo y la Carne para recorrer a toda velocidad el camino de la perdición, aunque el propio diablo no se prive de darnos empujones discretos y sin que se note mucho. Hay una serie de modas, ideologías, corrientes y asunciones de nuestra época, sin embargo, en las que la presencia activa del demonio resulta innegable y evidente, porque van más allá de la mera naturaleza caída y requieren una explicación sobrenatural. Me refiero, entre otros, a casos de odio exacerbado y particular hacia Dios, nuestra Señora, el orden natural, la pureza, la virtud, la inocencia o los signos distintivos del catolicismo.
No todo el mundo ha recibido el don de la fe y es perfectamente comprensible que haya personas que no crean en Dios o incluso que se rían de los que creen en Dios como se reirían de alguien que cree en los ovnis o en los gnomos, pero el odio reconcentrado hacia Dios y en especial hacia el catolicismo que se desencadena a veces es signo de que hay algo más que la mera increencia del hombre caído. Por ejemplo, en la última guerra civil española, podría ser comprensible el odio de los perseguidores a los cristianos, igual que los comunistas odiaban a los anarquistas y socialistas y viceversa. Lo que no resultaba comprensible en el plano natural era que, cuando iban a torturar o matar a un cristiano, le ofrecieran la libertad si renegaba de Cristo, como sucedió innumerables veces. Es algo que humanamente carece de sentido, porque, desde su punto de vista, el cristiano seguiría siendo su enemigo dijera o no dijera esas palabras de renuncia a Cristo. Y sin embargo, querían que las dijera y estaban dispuestos a ofrecerle la libertad si lo hacía, si cometía ese pecado, si traicionaba así a Dios. El demonio andaba suelto y se notaba.
Algo similar podríamos decir en relación con el aborto. Es comprensible (aunque sea horrible) el comportamiento de una chica que se queda embarazada y por temor, angustia o egoísmo mata a su hijo. Incluso se puede comprender (si bien es aún más horrible que el anterior) el comportamiento de un médico que, por avaricia, renuncia a su dignidad profesional y a su decencia para causarle ese aborto. Lo que no es comprensible en un plano meramente natural es el amor, el entusiasmo y el regocijo por el aborto que muestran algunos de sus defensores. Recuerdo, por ejemplo, que en cierta ocasión mi esposa me contó, asustada, que había visto por la televisión a un grupo de parlamentarias presa del odio y la furia cuando oían a otro político hablar de la dignidad del ser humano no nacido. Sus palabras al contármelo fueron: “están como endemoniadas”. Meses después, sentí una desazón parecida al ver a un político “católico” y a sus colaboradores sonriendo como si fuera su cumpleaños porque habían firmado una ley para garantizar el “derecho” al aborto. Esa ansia insaciable por masacrar a los más inocentes y por convertir la misión fundamental de la mujer, que es dar la vida, en la horrible parodia de dar la muerte a los hijos solo puede ser inspiración de un odio sobrenatural a la inocencia y al plan de Dios. ¿Y quién se caracteriza por ese odio?
Podríamos dar muchos más ejemplos, como el odio a la familia natural, que es evidentemente suicida; la locura de género, que niega la realidad más evidente y exige que se mienta sobre ella; la obsesión por eliminar las cruces de cualquier lugar público (en gente que probablemente tenga un buda en su casa o en su jardín, a pesar de no creer en el budismo); o el odio a la castidad, que va mucho más allá de la mera falta de castidad. Todos ellos desprenden un intenso olor a azufre.
Un caso especialmente triste y grave es el de esa presencia infernal dentro de la misma Iglesia, que es el lugar donde los interesados deberían ser más capaces de descubrirla y combatirla. Me refiero, por ejemplo, a la moda de decir que el pecado, en lugar de requerir conversión y perdón de Dios, lo que requiere es acompañamiento, como si la luz pudiera acompañar en algún sentido a las tinieblas. O la barbaridad de llamar bien al mal y viceversa, pretendiendo que algunos pecados son, en realidad, buenos y deseables. O los teólogos blasfemos que se deleitan en negar la virginidad de nuestra Señora y en escandalizar a los sencillos. O la aversión y el disgusto que sienten numerosos eclesiásticos por las cosas que les parecen “demasiado católicas”, como el rosario, la confesión, la Misa, la Inmaculada Concepción, la devoción a los santos, las imágenes, los ritos, las iglesias bonitas y que parecen iglesias, el hábito religioso, los sacramentales o la genuflexión ante el Santísimo. Se trata de comportamientos incomprensibles dentro de la Iglesia, pero ¿a quién puede extrañarle que el propio Belcebú esté encantado con ellos?
No seamos ingenuos. Aprovechemos que hemos recibido la fe católica y vivamos en la verdad. La Iglesia nos enseña que el diablo existe y busca nuestra condenación. Eso no es razón para obsesionarse con la presencia demoníaca, pero sí para guardarse prudentemente de ella, empleando las armas que Dios nos ha dado para hacerlo, especialmente las tradicionales, que le molestarán dos veces. En ámbitos eclesiales, en particular, cuando el demonio asome la pezuña, cerrémosle la puerta y, si una moda, una teología o una forma de actuar desprenden un intenso olor a azufre, quizá sería aconsejable no seguir por ese camino. Como dijo el primer Papa, sed sobrios, estad alerta, que vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar; resistidle firmes en la fe.
Bruno Moreno