Este artículo se publicó el 4 de marzo de 2021 en La Gaceta. Es un capítulo del libro «Memoria Histórica», amenaza para la paz, impulsado por el Grupo de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR).
Empezaron llamándola así: «Memoria Histórica». Ahora la llaman «Memoria Democrática». Pronto la llamarán –ya ha habido alguna que otra sugerencia en ese sentido– Ministerio de la Verdad. No estamos en 1984, pero la sombra de Orwell es alargada. Y la de Aldous Huxley y su mundo feliz también. Y la de tantos otros. Utopías que se convierten en distopías.
¡Ah! Permitan que me presente. Lo haré a la vuelta de algunas consideraciones de carácter general. Este es un artículo difícil. Me dirijo a personas que nada saben de mí e ignoran si soy de fiar, y que, excepciones aparte, por ser de otras nacionalidades, aunque todos europeos, tampoco sabrán gran cosa de lo que fue la guerra civil librada en España desde el 18 de julio de 1936 hasta el 1 de abril de 1939. Es natural que así sea. Yo vengo en calidad de testigo, no sé muy bien si de cargo, si de descargo o de ambas cosas.
Las guerras civiles dejan en el país donde transcurren heridas que tardan mucho en cicatrizar. En ellas, a diferencia de las que no lo son, no se ventilan cuestiones de fronteras, de economía, de creencias religiosas, de diplomacia o de geopolítica y afanes de poder territorial. Quienes mueren no son soldados anónimos —desconocidos, suelen llamarlos– al servicio de una bandera, sino gente cercana y provista de nombre y apellidos: padres, madres, abuelos, hermanos, parientes, amigos, vecinos, compañeros de trabajo o de vida menuda y cotidiana. No hay familia en mi país que no guarde memoria fúnebre, ni histórica ni democrática, sino estrictamente personal, de uno o varios de sus miembros fallecidos, asesinados, exiliados o discriminados por aquella guerra, por sus abusos, por sus excesos y por sus coletazos.
En España, al morir en noviembre de 1975 el hombre que fue aupado al poder tras el desenlace de la contienda, mis compatriotas, y yo mismo, hicieron (hicimos) un notable y venturoso esfuerzo para zanjar las huellas, las heridas, los resentimientos, los ánimos de venganza, los revanchismos y los sentimientos de culpa individual o colectiva. No fue fácil, pero se hizo. Se llamó Transición. Con ella, y de su mano, llegó la democracia, la constitucionalidad, el Estado de Derecho… Los vencedores y los vencidos, y los descendientes de los unos y de los otros, hicieron borrón y cuenta nueva, jubilaron sin finiquito el Régimen que muchos, pero no todos, consideraban una dictadura, aplicaron la fórmula ‒Paz, Piedad, Perdón‒ de don Manuel Azaña, último Presidente de la Segunda República, e inauguraron un período de buena voluntad y de libertades públicas y privadas que aún hoy, mal que bien y tambaleándose por múltiples razones de índole partidista y secesionista que aquí no vienen al caso, se mantiene relativamente incólume.
En marzo de 2004 –¿o fue en abril?– ese espíritu, el de la Transición y la reconciliación, que era, al parecer, más frágil de lo que todos pensábamos, mostró sus primeras grietas, que hoy, tres lustros después, se han multiplicado y ensanchado, y podrían derribar el edificio. Fue entonces cuando llegó a la presidencia del gobierno un lunático –el autoproclamado socialista Rodríguez Zapatero— que no tardó en empuñar la azada para reabrir las fosas comunes (o no) de los muertos en la guerra convirtiéndolas en trincheras. La Ley de Memoria Histórica, tan dañina como inútil, jaleada por unos y denostada por otros, volvió a desatar las hostilidades entre las dos Españas que hoy como ayer siguen helando el corazón de los españolitos que vienen al mundo –fue un poeta celebérrimo y de indiscutida e indiscutible autoridad moral quien recurrió a esa metáfora– y que ya no tienen ni la más mínima idea del horror que precedió al alzamiento militar, pero también popular, del 18 de julio y al que de él se derivó. Así andamos. La citada ley nacía al dudoso calor de una confusión semántica que, por su obviedad, hasta el más iletrado o desinteresado de los observadores puede percibir. Ahora, abundando en el error y en la coerción ideológica, la memoria a la que la ley citada hace referencia es, además de «Histórica», «Democrática» (sic). Ese addendum, descaradamente oportunista y totalitario, es ocurrencia muy reciente del actual gobierno: ése, presidido por Pedro Sánchez, del que forma parte un partido de pedigrí bolchevique y chavista, ahora madurista, que desea fragmentar el país, inmovilizar a sus habitantes con la camisa de fuerza del pensamiento único y arriar el principio básico de la Constitución vigente.
¡Acabáramos! Pocos éramos, decimos en España, y parió la abuela. La memoria es memoria, y punto. Puede ser triste o alegre, oscura o luminosa, exacta o incierta, pasajera o duradera, pero es siempre individual, personal, subjetiva y, por ello, legítima en su diversidad y no sujeta en ningún caso a adjetivaciones de índole partidista, parasitaria y doctrinaria. La única memoria histórica que puede y debe existir es la de los historiadores que manejen datos, sólo datos, demuestren su veracidad y los interpreten con objetividad, honestidad y ecuanimidad, pero no, nunca, como ahora se pretende, la del Boletín Oficial del Estado ni, menos aún, la del Código Penal.
Otro escritor, Juan Eslava Galán, que es también, como yo mismo, historiador, dice en el prefacio de mi penúltimo libro (España Guadaña. Arderéis como en el 36, 2019), que trata precisamente del flatus vocis y concepto espurio que aquí analizo, lo que sigue:
Uno de los propósitos de este libro es la refutación de la ocurrencia zapateril de la memoria histórica. A esa memoria le ocurre como a las personas de edad: recuerda lo ocurrido hace mucho tiempo, pero olvida lo reciente. Recuerda los días aciagos en que unos españoles mataban a otros llevados por ese odio cainita tan entrañablemente nuestro, pero olvida la reconciliación de sus hijos, cuando los dos bandos, derechas e izquierdas, se abrazaron y acordaron la Transición.
Sobre la guerra de España, de la que suele decirse que fue la última guerra romántica de la historia, han corrido no ya ríos, sino mares de tinta. La bibliografía referente a ella cuenta con un aluvión de epígrafes. Hace casi medio siglo ‒no sé ahora‒ ya superaban los dos mil. En ellos se vierten no sólo opiniones muy dispares, sino también datos abiertamente contradictorios. Discútanlos cuanto quieran los historiadores y pónganse o no de acuerdo, pero no se arrogue ningún gobierno el papel represor de ser juez y parte, magistrado y fiscal, en tan esquinado y resbaladizo asunto.
A pesar de que lo anuncié, todavía no me he presentado… Soy escritor y periodista muy conocido y reconocido, aunque también muy discutido. Tengo ochenta y cuatro años, más de cincuenta libros y de siete mil piezas de periodismo en mi historial, he recibido numerosos premios de ámbito nacional e internacional y he sido profesor de lengua, literatura e historia de España en trece universidades de siete países. No lo digo, señorías de la Unión Europea, por presumir ni en busca de condecoraciones, sino porque quiero prestar y de ese modo avalar mi voluntario testimonio en el proceso abierto por el gobierno español y sus adláteres sobre los presuntos crímenes del franquismo. Creo tener autoridad para ello. Mis papeles están en regla. En septiembre de 1936 fusilaron sin juicio previo a mi padre en Burgos, mi tío paterno fue condenado a muerte al terminar la guerra y pasó varios años en la cárcel, yo mismo di con mis huesos en ella, fui detenido en no pocas ocasiones, sufrí cinco procesos, permanecí un total de diecisiete meses en la cárcel y casi ocho en prisión domiciliaria, estuve seis años en el exilio… ¿Basta con eso? ¿Se admite mi testimonio? ¿Se me reconoce la condición de víctima del franquismo? ¿Tengo derecho a hablar? Les recuerdo que, a diferencia de muchas de las personas llamadas a declarar por los órganos de propaganda del gobierno español, mi testimonio no es de oídas. Soy testigo presencial de los supuestos delitos que se juzgan y de la época en la que se cometieron. No pueden decir otro tanto quienes tienen ahora menos de cincuenta años por más que se recabe su opinión sobre aquella época y aquellos hechos. Les aseguro que mis palabras no son fruto de ideología alguna, por carecer yo de ella, ni del afán de medro. Al contrario: pueden salirme caras. Escribo esto movido por el aprecio de la verdad. Las cosas no fueron como muchos, sin haberlas vivido, las cuentan y las juzgan. Nadie me torturó. Todos los españoles, todos, fueron víctimas de una guerra cuya estúpida crueldad se divide a partes iguales entre los dos bandos intervinientes en ella. Y en cuanto a la posguerra, cierto es que los años del franquismo lo fueron de sombras para algunos, sobre todo al principio, pero también de luces para otros. En la España de Franco que yo conocí sólo sufrían persecución quienes desde posturas radicales –las mías, por ejemplo– y buscando pelea se enfrentaban al Régimen. Créanme si les digo que éramos pocos. Mis recuerdos lo son de un país civilizado, ilustrado y habitable. Basta de mentiras. No reabramos trincheras. No demos vivas a una República que en tantas cosas lo fue de infamia ni a un Régimen autoritario que hace cuarenta y cinco años exhaló su último suspiro. Dejemos la memoria a secas en el ámbito de la libre memoria personal, ni histórica ni democrática, de quienes la tenemos. Sobreséase el asunto. ¿Habeas corpus? Pues aquí está el mío, Señorías.
Apéndice: muertos de segunda clase
Comprimo y reescribo otro testimonio. El 17 de julio de 1936 llegó a Madrid la noticia de que la guarnición de Melilla se había sublevado. Fernando Sánchez Monreal, jovencísimo periodista, pero ya director de la agencia Febus, no lo pensó dos veces. Salió de casa con lo puesto, rumbo al sur, y dejó en ella a Elena Dragó, su esposa, embarazada, sin imaginar que nunca volvería a verla. El 14 de septiembre, después de una asombrosa peripecia, fue capturado y fusilado en las cercanías de Burgos por sedicentes miembros de la Falange fundada por José Antonio Primo de Rivera. Que Dios los perdone. Elena, un año después, emprendió la búsqueda de su marido campo a través de un país en llamas. Lo hizo acompañada por el hijo que ambos habían engendrado y que con el correr del tiempo dedicaría ímprobos esfuerzos a la brega de encontrar los restos de su padre. Supe de esta historia, ha escrito una colega de sólido y solvente quehacer, cuando conocí a Dragó. Éstas son sus palabras, transcritas en una de mis columnas:
«Yo, Emma Nogueiro, también joven periodista que sólo sé de la guerra lo que los libros me han enseñado, me embarqué hace unos meses en la incierta tarea de culminar la investigación que él había emprendido. En ésas andábamos cuando nos cerró el paso la España Cainita. Lo he comprobado. Durante muchos meses perseguí a varios miembros de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica. Llamadas, mensajes, reuniones, peticiones… Todo en vano. Después de escuchar una y otra vez que el Gobierno no da subvenciones, que la citada Asociación, experta en postureo, hace lo que puede y que son muchos los que buscan a los suyos, logré que le hiciesen a Fernando una prueba de ADN, pero la esperanza duró poco. Después de recoger la saliva del único hijo del difunto, nunca más volví a saber de tan falaz Asociación. Bueno, miento. Llamé compulsivamente al artífice de la prueba, que me esquivaba, di por fin con él y me quedé helada al escuchar el argumento que aducía para justificar lo injustificable: «Sánchez Dragó es una persona incómoda para la Asociación por sus posturas políticas y eso frena cualquier iniciativa que lo implique». De momento no voy a revelar el nombre de la persona que lo dijo, pero dispongo de una grabación que recoge sus palabras. ¿Memoria histórica? ¿Cerrar heridas? ¿Hacer justicia? Sarcasmo es alardear de ello cuando se empuña el rejón del poder político para cavar trincheras. Aún están a tiempo de rectificar y de impedir que el hijo de aquel joven periodista cargado de vida, colmado de futuro y segado en agraz, y yo misma, denunciemos a los responsables de tan abyecto delito de discriminación en la sede judicial que corresponda».
En ésta, por ejemplo, añado yo. Obren, Señorías, en conciencia, y hagan todo lo posible para que la inicua Ley de Memoria Democrática impuesta por el gobierno social-comunista de Sánchez Castejón y Pablo Iglesias sea derogada antes de que su impacto y el totalitarismo que traerá consigo sean irreversibles.
Por Fernando Sánchez Dragó