Hace muchos años, viajando con un amigo por Europa con las mochilas al hombro, por casualidad vimos una iglesia anglicana. Llevábamos varias horas caminando por una ciudad belga u holandesa, ya no me acuerdo cuál, cuando me fijé en que, según el mapa, había una iglesia anglicana en un parque cercano. Decidimos acercarnos a echar un vistazo, intrigados por aquella herencia de Enrique VIII tan fuera de lugar en un parque de Flandes. Además, las iglesias anglicanas suelen ser bonitas.
Aquella iglesia anglicana en particular era fea con ganas y además estaba cerrada, así que el paseo fue en vano, pero allí vi algo que no he olvidado en todos estos años. Junto a la puerta había un panel de corcho informativo y en él lo único que ponía, el único mensaje que aquellos anglicanos se habían asegurado de transmitir incluso cuando el templo estaba cerrado, era una serie de consideraciones sobre lo importante que era reducir la huella de carbono y sobre las medidas que estaban tomando en ese sentido.
Lo que vino a mi mente en aquel momento, con un escalofrío, fue la terrible frase del Apocalipsis: tienes nombre de vivo, pero estás muerto. Daba igual que el anglicanismo aún contara con miles de iglesias y millones de fieles, estaba muerto y no lo sabía. No solo dejaba traslucir que había cambiado la fe por otra cosa, sino que presumía de ello. Era sal sosa, que no servía más que para tirarla a la calle y que los hombres la pisaran, como profetizó el Señor. Estaba en vías de extinción acelerada.
Recordando aquel día, me duele ver en nuestras parroquias católicas esos mismos cartelitos dedicados a la huella de carbono, que el cardenal relator del Sínodo afirma que limitar a 1,5 ºC el calentamiento es un “imperativo moral” o que Mons. Sorondo asegura que el calentamiento global es “parte del magisterio” de la Iglesia. Me duele ver que el Papa, supongo que con la mejor de las intenciones, habla de ecología a tiempo y a destiempo, ha escrito una encíclica sobre el tema inspirada en Leonardo Boff, afirma que existen pecados “contra la Madre tierra”, nos aseguró que el covid había sido causado por esos pecados y regaña a los “proselitistas” (sea lo que sea lo que quiere decir con eso) a la vez que presume de que “en el Vaticano, el plástico está prohibido” (de nuevo, sea lo que sea lo que quiere decir con eso, porque evidentemente la frase no es cierta). Cuando veo estas cosas, siento el mismo escalofrío que sentí hace tantos años junto a una iglesia anglicana.
No es que la ecología en sí misma sea mala. Al contrario, una sana preocupación razonable por no ensuciar innecesariamente es propia de toda persona decente, cristiana o no. Dicho eso, lo cierto es que la ecología tiene una relación con la fe de tercera categoría, como la tienen el deporte o la importancia de una alimentación equilibrada. Sobre todos esos temas se pueden decir unas pocas cosas desde la fe católica, pero eso es todo y no son cuestiones que ameriten una “conversión” ecológica, deportiva o nutricional. Esto es evidente para cualquiera con dos dedos de frente, pero si se precisa demostración, basta tener en cuenta que nuestro Señor Jesucristo, la Escritura y la Tradición prescindieron por completo de estos asuntos, excepto para anunciar, muy significativamente, que este mundo se va a terminar.
Hay que decir que la obsesión con el tema ecológico que se apoderó hace años de los anglicanos y se está apoderando hoy de la Iglesia Católica consiste en gran medida en desgana por la fe y deseos de cambiarla por otras causas, más del gusto del mundo y menos opuestas a sus planes. Cuanto menos fe y celo apostólico tiene un sacerdote, más le gusta hablar, según las épocas, de lucha de clases, libertad-igualdad-fraternidad, indigenismo, democracia o ecología. Uno sospecha que son tristes placebos para remediar un poco la sensación de vacío cuando se va perdiendo la fe.
¿De verdad no somos capaces de escarmentar en cabeza ajena, teniendo ante nosotros el anglicanismo agonizante? ¿No hay cosas mejores y más urgentes de las que ocuparnos? Especialmente en una época de apostasía masiva, en la que todos los clérigos (y los seglares también) deberían estar aterrorizados por el momento en que vuelva el Rey y pregunte dónde están los talentos que les confió.
En la Inglaterra del siglo XVI, el Mundo empujaba a plegarse a la nueva moda de los reyes absolutos que estaban por encima de la religión y la modificaban a su antojo. En nuestra época, tenemos nuestras propias modas, no menos mundanas. Y hoy, como entonces, son muchos los que las siguen y pocos los que permanecen fieles. Dios nos conceda a todos la fidelidad.
Bruno Moreno