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viernes, 15 de noviembre de 2024

Obispo católico Strickland golpea duro al Papa Francisco y a los obispos de Estados Unidos






Duración 13:21 minutos

Obispo Strickland: «Todo obispo y cardenal debería declarar pública e inequívocamente que Francisco ya no enseña la fe católica»




Los Obispos de Estados Unidos están reunidos esta semana en Asamblea Plenaria en Baltimore.

A las afueras de donde se reúne el episcopado estadounidense, ha acudido el obispo emérito de Tyler Joseph Strickland acompañado de un grupo de fieles para rezar el Rosario. Desde allí, el obispo defenestrado por el Papa Francisco leyó una contundente carta dirigida principalmente a sus colegas obispos para advertirles de su negligente labor por su silencio.

Debido a su interés, reproducimos completa la carta del obispo Strickland a los obispos de Estados Unidos:


Queridos obispos:

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

Vosotros, apóstoles de hoy, os reunís aquí hoy, mientras la Iglesia y, por tanto, el mundo, estáis al borde de un precipicio. Y, sin embargo, vosotros, a quienes se os ha confiado la guarda de las almas, decidís no decir ni una palabra del peligro espiritual que abunda.

Hoy nos encontramos en la cúspide de todo lo que se ha profetizado acerca de la Iglesia y las abominaciones que surgirían en estos tiempos, un tiempo en el que todo el infierno ataca a la Iglesia de Jesucristo, y un tiempo en el que los ángeles caídos del infierno ya no buscan entrar en sus salones sagrados, sino que se quedan dentro, asomándose por sus ventanas y abriendo puertas para dar la bienvenida a más destrucción diabólica.

Creo que San Judas tenía en mente a hombres como muchos de ustedes cuando describió a hombres que “festejan juntos sin temor, apacentándose a sí mismos, nubes sin agua, que son llevadas de acá para allá por los vientos, árboles de otoño, infructuosos, dos veces muertos, arrancados de raíz, olas furiosas del mar, que espuman su propia confusión; estrellas errantes…” (Judas 1:12-13).

Muchas personas han preguntado qué se necesita para que más de unos pocos obispos finalmente hablen contra los mensajes falsos que fluyen constantemente desde el Vaticano bajo el liderazgo del Papa Francisco, y yo me hago la misma pregunta una y otra vez:

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

¿No sabéis que Nuestro Señor enviará a sus ángeles vengadores para amontonar carbones encendidos sobre las cabezas de aquellos que fueron llamados a ser sus apóstoles y que no han guardado lo que Él les ha dado?

Y sin embargo, casi todos ustedes, mis hermanos, permanecieron en silencio observando cómo se realizaba el Sínodo sobre la Sinodalidad, una abominación construida no para custodiar el Depósito de la Fe sino para desmantelarlo, y sin embargo, pocos fueron los gritos que se escucharon de ustedes, hombres que deberían estar dispuestos a morir por Cristo y su Iglesia.

El documento final del Sínodo ya se ha hecho público, pero con la prestidigitación que caracteriza al Vaticano controlado por Francisco. Al llamar la atención sobre cuestiones que preocupaban a muchos, han deslizado su verdadero objetivo sin que nadie se diera cuenta. Lo que perseguían en primer lugar era desmantelar la Iglesia de Cristo sustituyendo la estructura de la Iglesia tal como la instituyó Nuestro Señor por una nueva estructura de “sinodalidad” de inspiración diabólica que, en realidad, es una nueva Iglesia que no es en absoluto católica.

Ahora vemos las palabras proféticas del Venerable Arzobispo Fulton Sheen desplegándose ante nuestros ojos: “Porque su religión será la hermandad del Hombre sin la paternidad de Dios, él establecerá una contra-iglesia que será el mono de la Iglesia, porque él, el Diablo, es el mono de Dios. Tendrá todas las notas y características de la Iglesia, pero al revés y vaciada de su contenido divino, será un cuerpo místico del Anticristo que en todos los aspectos externos se parecerá al cuerpo místico de Cristo…” (Transmisión de Radio; 26 de Enero de 1947).

Con el impulso a la “sinodalidad” vemos que los enemigos de Cristo nos están poniendo ante nosotros, como dice Sheen: “una nueva religión sin cruz, una liturgia sin un mundo venidero, una religión para destruir una religión, o una política que es una religión –una que da al César incluso las cosas que son de Dios”.

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

Una comprensión rudimentaria del papado nos deja con la realidad de que el Papa Francisco ha abdicado de su responsabilidad de servir como el guardián principal del Depósito de la Fe. Cada obispo hace esta solemne promesa de proteger el Depósito de la Fe, pero el oficio petrino existe principalmente para ser el guardián de los guardianes y el siervo de los siervos. San Pedro recibió el oficio que lleva su nombre cuando, después de la resurrección, Cristo le preguntó tres veces: “¿Me amas?” y San Pedro respondió: “Tú sabes que te amo”, sanando así su traición mientras Cristo soportaba Su pasión. ¿Y quién es este Jesús a quien Pedro profesa amar? Por supuesto, él es la Verdad Encarnada; por lo tanto, San Pedro está afirmando que ama la Verdad. Esto nos deja con esta pregunta: “¿Ama el Papa Francisco la Verdad que Jesucristo encarna?” Lamentablemente, sus acciones y sus políticas que promueven una versión relativizada de la verdad que no es verdad en absoluto nos impulsan a una conclusión devastadora: el hombre que ocupa la Cátedra de San Pedro no ama la verdad y busca remodelarla a imagen del hombre.

No puede haber ningún obispo que desconozca las declaraciones que ha hecho el Papa Francisco que son negaciones inequívocas de la fe católica. Por ejemplo, Francisco ha declarado públicamente que Dios quiere la existencia de todas las religiones y que todas las religiones son un camino hacia Dios. En esta declaración, el Papa Francisco ha negado una parte integral de la fe católica. ¿Cuántas almas se perderán si aceptan su declaración errónea de que todas las religiones conducen a la salvación? Lo que me resulta tan difícil de entender es que los apóstoles de hoy en día, hombres que están ordenados para ser guardianes de la fe, se nieguen a reconocer esto y, en cambio, ignoren o incluso promuevan esta falsedad mortal. Todo obispo y cardenal debería declarar pública e inequívocamente que Francisco ya no enseña la fe católica. ¡Hay almas en juego!

Por lo tanto, pregunto nuevamente:

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

Como sucesores de los apóstoles, esta situación debe obligar a los obispos de la Iglesia de Cristo a responder nosotros mismos a la pregunta fundamental: “¿Amamos verdaderamente a Jesucristo, la Verdad Encarnada?” Con un Papa que se opone activamente a las verdades divinas de nuestra fe católica, recae sobre los obispos del mundo la responsabilidad de profesar su propio amor a Nuestro Señor, de custodiar el Sagrado Depósito de la Fe y de oponerse a cualquier intento de desmantelar la Verdad.

Volvamos a la fatídica conversación entre nuestro Señor resucitado y San Pedro. Cuando Pedro responde: “Señor, tú sabes que te amo”, Jesús responde: “Apacienta mis corderos”, y nuevamente: “Apacienta mis ovejas”. ¿Cómo debe Pedro alimentar a los corderos de Cristo? Con la Verdad, por supuesto: con Jesucristo mismo, que ES la Verdad.

Y, sin embargo, ¿dónde están esos hombres a quienes el Señor ha llamado para apacentar a sus ovejas? ¿Dónde están los sucesores de los apóstoles que han prometido defender a las ovejas con sus vidas? Se sientan a unos cuantos metros de distancia, dándose palmaditas en la espalda, escuchando palabras que saben sin lugar a dudas que no son la Verdad, retozando con la oscuridad y blasfemando contra la Verdad misma que los apóstoles originales murieron por preservar.

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

Vosotros tenéis palabras de los que hablaron en la Sagrada Escritura, sabiduría de la Sagrada Tradición de la Iglesia, y orientación de los Papas anteriores y de una gran multitud de santos de que vendrían falsos maestros y que la santa fe sería atacada, y sin embargo la mayoría de vosotros habéis salido a la batalla sin llevar armadura, y luego habéis reaccionado como alguien desconcertado porque su piel ha sido atravesada por flechas envenenadas. Se os ha dado todo lo necesario para asegurar que vuestras cabezas no se volteen por las mentiras de Satanás. ¿Por qué entonces habéis salido sin la armadura de Dios? Es VUESTRA responsabilidad, cuando veáis flechas envenenadas de falsedad cayendo sobre los hombres, llamarles y decirles: “Ponte la armadura de Nuestro Señor que es la Verdad, y no seréis heridos”.

Y a los fieles les planteo la misma pregunta:

¿QUÉ SE NECESITARÁ?

¿Qué sucederá si vuestros pastores no se unen? ¿Qué sucederá si todos han aceptado treinta monedas de plata y permanecen en silencio ante la falsedad que hiere aún más las manos y los pies de Nuestro Señor? ¿Qué hará falta entonces para que habléis?

Muchos dirán que no es vuestra responsabilidad, que podéis vivir la Verdad tranquilamente en vuestro corazón. Sin embargo, decir la Verdad nunca puede ser responsabilidad de otra persona, porque Dios ha grabado la Verdad en el corazón de cada persona. Por tanto, la Verdad es propiedad de cada hombre, como un don sagrado de Dios. Y nadie puede decir nunca que no tenía la Verdad en sí mismo, y nadie puede afirmar con razón que para encontrar la Verdad tuvo que recogerla del viento o que sólo pudo recogerla de las palabras de otro. El alma reconoce la Verdad y se nutre de ella, y quienes se marchitan por falta de Verdad no se marchitan porque no hayan recibido una porción de Verdad en su propia alma. De hecho, la Verdad ha sido reprimida una y otra vez por esa persona, y se le ha dicho tantas veces que “se retire”, hasta que no se atreve a levantar la cabeza. Y es por eso que un hombre se encuentra en un estado tan triste, y por eso cuando clama: “No es culpa mía que no tuviera la Verdad o que no la conociera cuando la encontré”, habla erróneamente.

Nuestro Señor Jesucristo, al conceder el libre albedrío a quienes ama, es decir, a cada persona sin excepción, nos ha dado el don de la Verdad a todos y cada uno de nosotros, de modo que si hay alguna predisposición en el corazón del hombre, es la propensión del alma a vibrar hacia Su Verdad. Por lo tanto, el alma, cuando se ve privada de la Verdad, permanece latente hasta que se marchita y se convierte en algo frío y duro. ¿No habéis visto cómo hasta los ángeles de las tinieblas reconocen la Verdad y no pueden hacer otra cosa que lo que Nuestro Señor les ordena, y sin embargo se esfuerzan por ocultar la Verdad a todos los hombres para la condenación eterna de cada uno?

Así que vuelvo a preguntar: ¿QUÉ HARÁ FALTA? ¿MORIRÁS POR ÉL?

Obispo Joseph E. Strickland

Obispo emérito de Tyler, Texas

Persecución Cristiana, Hoy | Cinismo y Burla de la Encarnación de Cristo | Cristianismo y Comunismo





DURACIÓN 14:20 MINUTOS


La Iglesia se nutre de la perenne liturgia católica (Monseñor Schneider)



https://adelantelafe.com/monsenor-schneider-la-iglesia-se-nutre-de-la-perenne-liturgia-catolica/



Ya desde el momento en que entramos en un templo para participar en la Santa Misa tenemos que esforzarnos por elevar la mente y el corazón al Gólgota y a la liturgia del Cielo.

Michael Haynes 6 de noviembre de 2024

(PerMariam) Continuación de la charla pronunciada por monseñor Athanasius Schneider cuya primera parte se publicó aquí.

La luz de la Fe católica (2ª parte)

Muchos protestantes y católicos modernistas piensan que no se puede dar verdadero culto a Dios en medio de tanta hermosa ceremonia litúrgica. Pero en realidad es todo lo contrario: «El culto católico es el centro de la adoración, ofrecida a Dios de la manera más bella y perfecta que se pueda imaginar» (monseñor Henry Grey Graham, From the Kirk to the Catholic Church, Glasgow 1960, p. 58).

El rito católico está fijado. El católico no tiene que preocuparse por ello. Centra voluntariamente toda su atención en el culto interno «en espíritu y en verdad», independientemente de que sea sacerdote o seglar.

Ciertamente hay unidad de culto, pues en todo el mundo se celebra un mismo Sacrificio divino y una misma liturgia. Sin embargo, posee una diversidad exquisita de lo más exquisita, porque cada alma tiene sus necesidades, deseos y aspiraciones particulares y las presenta a Dios en sus propias palabras. El humilde mendigo que está arrodillado en un rincón perdido de la inmensa catedral y reza en unidad con el noble y la dama de alta alcurnia. Y si se trata del Santo Sacrificio, también se une al obispo y al Papa mismo, es un adorador individual y tan dilecto a los ojos y el corazón de Dios como si no hubiera nadie más en el mundo.

¡Cuán maravilloso y sublime es el culto de la Iglesia Romana! Hermoso en lo externo, hermoso en lo interno, siguiendo el modelo que el propio Dios le enseñó. Con razón tantas almas atormentadas y turbadas han quedado prendadas de él. Con razón ha satisfecho su corazón y su intelecto, además de sus sentidos, pues Jesucristo, «el Cordero inmolado desde la fundación del mundo, está ahí presente. Él es su gloria y belleza, tanto aquí como en el Cielo. Él es el centro del culto de la Iglesia Católica, pues es Él el Sacrificio de la Iglesia. De ahí que media hora de Misa Romana supere el culto conjunto de todos los herejes del mundo» (From the Kirk to the Catholic Church, pp. 59-60).

«Ningún rito, ceremonia, santos, ángeles, belleza externa ni fascinación puede satisfacer por sí solo el alma de católico alguno. De por sí sería menos que nada, vanidad, y la hermosura y atractivo de la Iglesia Católica sería una espantosa y yerma parodia si el Dios eterno y Salvador no habitase en medio de ella. Si existen es en razón de Él, y lo honran y reflejan su belleza; pero Él mismo es, Él ni más ni menos, Aquél en quien tenemos fijado el afecto y la fe de nuestro corazón» (What Faith really means. A simple explanation. Londres 1914, p. 91).

«Así como la gloria esencial y la felicidad del Cielo consisten en la presencia de Dios mismo, y sin Él, todo, por hermoso que sea, nos asquearía y decepcionaría, así también en el Reino de los Cielos en la Tierra, que es la Iglesia Católica, es Nuestro Señor Jesucristo, el Cordero degollado, quien constituye nuestra paz y nuestra alegría. Siempre está con nosotros, y tanto nos ama que ha decidido vivir con nosotros en el Santísimo Sacramento, en el que día y noche es objeto de la adoración de legiones de ángeles y de millones de almas humanas por todo el mundo.

Él y nada más que Él fue quien llenó tanto de fuego el corazón de los santos que tenían que refrescarse el pecho en una fuente para no que no los consumiera el ardor del amor divino. Él y nada más que Él ha arrobado a los santos con tales éxtasis de amor y unión con Él que, al igual que San Pablo, pudieron decir que fueron arrebatados al tercer cielo y oyeron palabras inefables. Él y nada más que Él se ha aparecido como el Niño Jesús en numerosas ocasiones a santos sacerdotes mientras decían la Santa Misa. Nuestros amigos protestantes no tienen ni idea de cuánto amamos a Jesús y cuánto nos ama Él, ni de que no pasa una hora, ni siquiera un momento, en que no haya alguien adorándolo en espíritu y en verdad, sea en el silencio de un claustro o una capilla solitaria, o en una magnífica catedral, o de lo contrario exclamarían: “Dios es conocido en Judea”. “Como brama el ciervo por las fuentes de agua, así clama mi corazón por ti, oh Dios”.

El alma católica se hace eco de estas palabras, y en todo momento encontramos al Señor en su hermosa morada terrenal dándonos en todo momento paz en nuestras tribulaciones, alegría en el dolor, consuelo en la aflicción, descanso total a la mente, la voluntad y el intelecto, una paz que el mundo no puede darnos ni arrebatarnos. Recibimos a Jesucristo y quedamos satisfechos; lo más satisfechos que podemos estar fuera del Cielo. Es privilegio de los más nobles, poderosos y acaudalados, pero es igualmente privilegio de pobres y humildes, de los analfabetos y los menospreciados, que no sólo pueden acercarse a Nuestro Señor y tocar la orla de su manto sino recibirlos en su propio pecho y prodigarle todo su cariño, uniéndose con Él y reposando sobre su Corazón.

Ciertamente es así hasta el punto de que quienes no poseen literalmente ninguno de los bienes de este mundo y no tienen quien los consuele ni dónde encontrar alegría o felicidad, ni aun lo más elemental para vivir. Esos mismos, los pobres de Dios, encuentran en Jesús cuanto necesitan, y porque lo tienen a Él no temen mal alguno. Aun atravesando el valle de las sombras de la muerte conservan la calma, la confianza y la dicha, pues saben que un día, quién sabe si en breve, contemplarán cara a cara a Aquel al que recibieron bajo el velo del Sacramento y habitarán con Él por los siglos de los siglos en el Templo en el que el Cordero de Dios está entronizado en la gloria. Allí no habrá más muerte, dolor ni llanto, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos» (pp. 92-93).

Crezcan todos los fieles en la firmeza de la Fe Católica y en amor a la belleza de la casa de Dios y su culto sagrado conforme a liturgia católica de siempre. Que el ejemplo de inquebrantable fidelidad en unos tiempos en que el venerable rito milenario es limitado como en la crisis que actualmente atraviesa la Iglesia nos motive y aliente, y cuando el clero y los fieles, por su amor al carácter sagrado de la Misa son marginados en la Iglesia y tratados como católicos de segunda categoría.

El siguiente testimonio del arzobispo Davie Kearney de Cashel (Irlanda), de comienzos del siglo XVII, es muy conmovedor:

«Cuando hay riesgo de persecución y nos buscan los soldados nos refugiamos en escondrijos. Y cuando se relaja la persecución nos atrevemos a aparecer otra vez en público. Como hacen todo lo que pueden por capturarnos, siempre estamos alerta, y casi nunca consiguen obtener información certera sobre nuestro paradero. No nos quedamos mucho tiempo en un lugar, sino que vamos de casa en casa, incluso en villas y ciudades.

También viajamos al amanecer, o de noche… Es de noche cuando celebramos las funciones de culto, llevamos de un sitio a otro las vestiduras sagradas, celebramos Misa, exhortamos a los fieles, conferimos órdenes sagradas, bendecimos la crisma y administramos el sacramento de la Confirmación. En resumidas cuentas, cuando cumplimos nuestros deberes eclesiásticos.

Los herejes llevan a cabo diligentes pesquisas para prender a quienes asisten a Misa, e imponen multas a quienes no concurren a los templos de ellos. No sólo encarcelan a quienes ayudan a los sacerdotes, sino a los que se niegan a perseguirlos y entregarlos a las autoridades. Prohíben el uso de capillas, impiden las peregrinaciones, castigan a quien les parece y descargan arbitrariamente su ira contra nosotros.

El año pasado, cuando amainó un poco la persecución, administré el sacramento de la Confirmación un mediodía en una amplia pradera al menos a unas diez mil personas, pues nuestros católicos veneran hasta tal punto este sacramento que llegan desde los rincones más apartados del país cuando tienen oportunidad de recibirlo» (cardenal Patrick Moran, History of the Catholic Archbishops of Dublin, Dublín 1884, p. 235).

En 1731 había en Irlanda 892 casas particulares en las que se celebraba la Santa Misa y 54 capillas privadas, además de altares portátiles, calculándose que existían más de un centenar. Había 1445 sacerdotes y 254 frailes que celebraban en ellos. Esto en un país en el que las autoridades no creían que hubiera un solo sacerdote católico.

Cuenta el padre Augustin OFM en su libro Ireland’s Loyalty to the Mass (Londres 1933) que un Jefe de Secretaría* de Irlanda no católico observó a principios del siglo XX: «Lo importante es la Misa. Eso es lo que cuenta. Es muy sutil, muy difícil de definir, pero se nota la diferencia entre un país católico y uno protestante. Yo diría que ése será una de los campos de batalla del futuro» (p. 212-213) [* El Jefe de Secretaría era el segundo en autoridad durante la administración británica del reino de Irlanda antes de su independencia; N. del T.].

En el libro del padre capuchino Augustine se describen testimonios históricos muy conmovedores de la fidelidad de los católicos a la Misa en la época de las persecuciones de Irlanda, los llamados santos ocultos de la Misa, como los siguientes:

«Tras un recorrido por tierras irlandesas, el ilustre Conde de Montalembert publicó en París en 1829 unas cartas muy interesantes en las que describe sus experiencias y observaciones en la Isla Esmeralda. “Jamás olvidaré –dice– la primera Misa a la que asistí en una capilla rural. Me dirigí a caballo hasta el pie de una colina, la parte inferior de cuya falda estaba cubierta por un tupido bosque de robles y abetos. Desmonté de mi montura, y emprendí la subida. Apenas había avanzado unos pasos, cuando observé a un hombre arrodillado al pie de los abetos. Luego descubrí varios más en la misma postura. Cuando más ascendía, más campesinos arrodillados veía.

Cuando por fin llegué a la cumbre, descubrí un edificio en forma de cruz toscamente construido con piedras amontonadas, sin cemento, y con el techo de paja. En torno a él, una muchedumbre de hombres robustos con la cabeza descubierta, a pesar de que la lluvia caía a raudales sobre el fango en que estaban de rodillas. Reinaba un profundo silencio. Se trataba de capilla católica de Blarney (en Waterloo), y el sacerdote oficiaba la Misa. Llegue a la puerta en el momento de la Elevación, y aquella piadosa congregación se postró unánimemente rostro a tierra. Me costó acceder a la capilla, de lo concurrida que estaba.

No había bancos, ni ornato, y el mismo suelo era de tierra, húmedo y pedregoso. El techo se caía a pedazos, y velas de sebo ardían sobre el altar en lugar de cirios. Cuando concluyó el Santo Sacrificio, el sacerdote se marchó en su caballo. Los feligreses se fueron poniendo en pie y se fueron marchando cada uno a su casa. Muchos permanecieron mucho más tiempo en oración, arrodillados en el barro en aquel habitáculo silencioso que los pobres y los fieles habían escogido en la época de las antiguas persecuciones» (Ireland’s loyalty to the Mass, op. Cit., 194-197).

Cuando reconocemos y nos convencemos de lo que realmente es cada Santa Misa, nos damos cuenta de que cada detalle del rito, cada palabra, cada gesto es importante, lleno de sentido y hondamente espiritual. Ya desde el momento en que entramos en un templo para participar en la Santa Misa tenemos que esforzarnos por elevar la mente y el corazón al Gólgota y a la liturgia del Cielo.

San John Henry Newman escribió: «La sola Iglesia Católica es hermosa. Me entenderán si entran en una catedral de otro país, o incluso en cualquiera de los templos católicos de nuestras grandes ciudades. El celebrante, el diácono, el subdiácono, los acólitos, la luz de las velas, el incienso, los cánticos… Todo se combina con miras a un mismo fin, un mismo acto de culto. Se palpa la adoración; todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato se da cuenta de que se está dando culto. Los feligreses rezan el Rosario, o hacen el acto de contrición; el coro canta el Kyrie; el sacerdote y sus asistentes inclinan la cabeza y rezan el Confíteor el uno cara al otro. Eso es adoración, muy por encima de toda razón» (palabras de Mr. White en la novela Perder y ganar, op. Cit.).

La fidelidad a la Fe católica suele ser un fenómeno minoritario, como explicó San John H. Newman: «Siempre había pensado que se acercaba una época de gran infidelidad, y efectivamente, todos aquellos años las aguas crecían anegándolo todo. Aspiro a que llegue el día, después de mi muerte, cuando las cimas de las montañas se vean como islas en la desolación de las aguas. Los dirigentes católicos habrán de realizar proezas, el Cielo deberá concederles una gran prudencia y valentía para que la Iglesia se libre de tan terrible calamidad. Y aunque toda prueba que le sobrevenga será temporal, puede ser dura en extremo mientras dura» (Carta del 6 de enero de 1877).

«Es evidente que todo cambio importante es introducido por una minoría, no por la mayoría. Por los pocos determinados, intrépidos y entusiastas. Es indudable que la mayoría puede deshacer mucho de lo que hicieron los pocos, pero los únicos que logran transformaciones son los que están especialmente adiestrados para la acción. Durante la hambruna los hijos de Jacob se quedaron cruzados de brazos. Uno o dos hombres, con humildes pretensiones para lo externo pero trabajando con empeño realizan hazañas. No se han preparado con un estallido repentino de entusiasmo ni por una vaga creencia general en la verdad de su causa, sino mediante instrucciones frecuente repetidas que se les quedan grabadas. Y como lógicamente es más fácil enseñar a unos pocos que a muchos, salta a la vista que tales hombres siempre serán pocos» (Carta del 6 de enero de 1877).

Todos los don nadies de la Iglesia actual –sacerdotes, religiosos, padres de familia, jóvenes y niños– son marginados y humillados por sola razón de su inquebrantable fidelidad a la integridad de la Fe y la liturgia católicas son sin duda la auténtica gloria de la Iglesia Católica, y Cristo los bendice con su inefable amor eucarístico.


Monseñor Schneider

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

viernes, 8 de noviembre de 2024

Presidente Trump de U.S.A 2024 | Harris y el Aborto | Libertad Religiosa | Trump y los Inmigrantes




14:48 minutos


Mons. Schneider: Cuando Dios permite que atravesemos pruebas, siempre nos da frutos espirituales



Monseñor Schneider

Si la Divina Providencia permite que padezcamos tribulaciones en nuestro tiempo, ello redundará indudablemente en abundantes frutos espirituales

Michael Haynes 26 de octubre de 2024

(PerMariam) — «Si tenemos la Fe, si tenemos la Santa Misa, si tenemos la Eucaristía, lo tenemos todo y no nos falta nada». Esto dice monseñor Athanasius Schneider en una charla en la que pone de relieve la belleza y autenticidad de la Fe católica.

Señala que en épocas de pruebas y de persecución Dios siempre concede gracias a la Iglesia y la sostiene, y añade que esas épocas pueden proporcionar inmensas gracias y fortaleza a la Iglesia Católica.

Su Excelencia hizo estos comentarios en una conferencia que pronunció hace unos años, pero ha tenido la amabilidad de permitirnos que la publiquemos para los lectores de Per Mariam. El prelado señala que el contenido de su charla sigue vigente y oportuno a pesar de haber pasado unos pocos años.

Dada la extensión de la conferencia, la publicaremos en Per Mariam en varias entregas. El texto comienza a continuación.

***

La luz de la Fe Católica

Monseñor Athanasius Schneider

En los tiempos recios y oscuros que atravesamos, queremos evocar la luz sobrenatural y los tesoros espirituales que poseemos, donados por Dios. Se trata de la luz de la Fe Católica, el tesoro inefable e incalculable de la Santa Misa, cuya mejor expresión es la celebración del rito en su forma más antigua.

Si tenemos la Fe, si tenemos la Santa Misa, si tenemos la Eucaristía, lo tenemos todo y no nos falta nada.

Muchas generaciones de católicos han vivido persecuciones y han sido marginados. Por ejemplo, en los cinco primeros siglos de la Iglesia, o los católicos del Reino Unido e Irlanda en la época de las leyes penales anticatólicas, las persecuciones masónicas de Francia y de México, los gloriosos confesores y mártires de Irlanda e Inglaterra, los vandeanos, los cristeros mexicanos, o en las persecuciones comunistas de España, la Unión Soviética, China y otros países.

Fueron épocas en que el Señor otorgó gracias especiales. Si la Divina Providencia permite que nosotros vivamos también una experiencia semejante en nuestros tiempos, redundará en muchos frutos espirituales: Dios dará a su Iglesia muchos confesores de la Fe y mártires, y gracias a ello vendrá una nueva generación de santos sacerdotes, obispos y pontífices.

La Divina Providencia nos ha dado para nuestros tiempos un santo especial defensor de Cristo Rey y mártir. El niño mexicano San José Luis Sánchez del Río, que nació en 1913.

El gobierno masónico de México emprendió entre 1926 y 1929 una de las mayores persecuciones que haya conocido la Iglesia Católica en el siglo XX. So pretexto de «liberar al país del fanatismo religioso», el Gobierno lanzó una ofensiva militar contra los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que mostraran el menor indicio de profesar la fe católica.

Un día, José vio que los soldados entraban en su iglesia a caballo y ahorcaban al sacerdote. Con apenas 13 años, se alistó en el ejército cristero, que trató de combatir la persecución. José Sánchez del Río se presentó ante el general que mandaba las tropas cristeras y le dijo: «Vengo a morir por Cristo Rey».

Y así fue. Lo detuvieron, y mientras lo torturaban, no dejaba de proclamar: «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva la Virgen de Guadalupe!» La sinceridad de sus palabras y el alegre e intrépido semblante del noble muchacho causaron una honda impresión al general cristero, que lo autorizó a ingresar en su ejército.

Durante un año, José Sánchez combatió en muchos enconados enfrentamientos con las tropas del masónico gobierno. Por ser el más joven, portaba un estandarte de la Virgen de Guadalupe. Muchos cristianos cayeron en la refriega. José le dijo en una carta a su madre: «Nunca fue más fácil ganarse al Cielo».

En una de dichas batallas, el general de las fuerzas cristeras perdió su caballo y estuvo a punto de ser capturado. José le dijo: «Mi general, aquí tiene mi caballo. Sálvese, aunque me maten a mí. Si me matan a mí no se pierde nada, ¡pero sin usted estamos perdidos.» Por este heroico acto, José fue capturado por los soldados del Gobierno.

Para conseguir que el muchacho renegara de la fe, le desollaron las plantas de los pies hasta las terminaciones nerviosas y lo amarraron a un caballo, tras lo cual lo obligaron a caminar a pie y descalzo a lo largo de 14 kilómetros. Huelga decir el dolor tan atroz que debió de sentir el muchacho. Aun así, cuando el dolor se hacía insoportable, rebosante de Gracia divina, gritaba a pleno pulmón: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!»

Impotentes para conseguir que José abjurase de su fe con los dolores más insoportables e inimaginables, los soldados trataron de intimidarlo de otra manera.

Cuando llegaron al pueblo en que nació con la intención de ejecutarlo al día siguiente, los soldados obligaron a la madre a escribirle una carta pidiéndole que renegara de la fe católica si quería que lo pusieran en libertad. José Sánchez del Río respondió con las siguientes palabras:

Querida mamá: Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero no importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios. No te preocupes por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes diles a mis hermanos que sigan el ejemplo que les dejó su hermano el más chico. Y tú haz la voluntad de Dios, ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Saluda a todos por última vez. Y tú, recibe el corazón de tu hijo, que tanto te quiere y, verte, antes de morir, deseaba.

Al día siguiente, 10 de febrero de 1928, cuando el muchacho estaba por cumplir 15 años, ofreció su vida terrenal para no perder la eterna ni la visión beatífica de Jesucristo, en el que con tanto valor y fidelidad había cifrado su fe.

Cuando Pío XI tuvo noticia de José y de los padecimientos de los cristianos mexicanos, escribió:

Venerables Hermanos, algunos de estos jóvenes y adolescentes -y al decirlo no podemos contener las lágrimas-, con el rosario en la mano y la invocación a Cristo Rey en los labios, han encontrado voluntariamente la muerte.

El obispo Henry Grey Graham, que se convirtió de la Iglesia Presbiteriana de Escocia a la Santa Iglesia Católica y falleció en 1959, escribió en su autobiografía que Dios había fundado una Iglesia a la que había confiado su verdad para que la conservara y perpetuara hasta el final de los tiempos. Que Dicha verdad era «un cuerpo concreto y reconocible de doctrina, y que a la Iglesia se la tuvo que dotar de autoridad para guardar, enseñar y transmitir esa verdad» (From the Kirk to the Catholic Church, Glasgow 1960, p. 38).

«Era propósito de Dios que la Iglesia se perpetuase a lo largo de los siglos, viviendo, creciendo y extendiéndose, pero en todo caso enseñando la misma verdad; que mantuviese una continuidad y sucesión ininterrumpidas conforme a la promesa de su Fundador de que las puertas del Hades no prevalecerían sobre ella. No se concibe que una Iglesia que tuvo que superar numerosos siglos remontándose sobre santos, doctores y padres hasta los Hechos de los Apóstoles para llegar a su origen, repudiando y rechazando cuanto se interpusiera, no sea la institución que Nuestro Señor deseó para que persistiendo a lo largo de los tiempos descollara como testigo de su doctrina revelada siglo tras siglo.

»Contra viento y marea, la Iglesia Católica ha sido el único cuerpo de creyentes cristianos en este mundo que ha afirmado poseer la luz y la verdad, y que las ha transmitido con infalible certidumbre. Puede darse la fecha, lugar y circunstancias del surgimiento de cualquier otra iglesia en la historia, así como los nombres exactos de quienes fueron sus principales fundadores. Sin embargo, es imposible determinar la fecha o lugar en que nació la Iglesia Católica como no sea aquella ocasión en que Nuestro Señor le dijo a San Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia. Es una Iglesia que ha llegado hasta mí con una genealogía incuestionable, que viene desde el mismísimo Jesucristo. Una Iglesia que puede honrarse de haberse desarrollado ininterrumpidamente a partir de una pequeña semilla hasta llegar a ser un corpulento árbol, desde la niñez hasta la edad adulta (pp. 44-45).

»Estaba convencido de que la intención de Cristo era que todo cristiano profesase las mismas verdades exactas, un mismo cuerpo de doctrina, que siempre debe ser la misma. Tiene que ser inmutable, por la simple y sencilla razón de que Él mismo bajó del Cielo para enseñar una serie de verdades. Y esas verdades son, por supuesto, divinas y jamás se podrán alterar; por tanto, todo lo que se aparte de ellas tiene que ser falso. Esas verdades del cristianismo son tan inalterables como las reglas de las matemáticas. Si ayer fueron ciertas, deber serlo hoy también, así como mañana y por los siglos de los siglos. Modificarlas significaría que son susceptibles de cambio y de mejora, en cuyo caso nunca habrían sido ciertas» (pp. 48-49).

La Iglesia Católica, «y solamente la Católica, ha sido siempre objeto de diatribas, como lo fueron los cristianos después de Pentecostés y durante los primeros siglos. Esto se muestra como una señal de su divino origen. Que la Iglesia Católica haya sobrevivido, prosperado y progresado a pesar de la debilidad de sus miembros y autoridades y de que éstos sean pecadores demuestra que tiene un lado divino, como ningún otro cuerpo de creyentes ha tenido» (pp. 52-53).

Monseñor Henry Grey recalca la importancia de la Iglesia Católica con estas palabras:

«Debo reconocer que el culto de la Iglesia de Roma me atrajo tanto como su doctrina. Ejerció sobre mí una influencia santificadora y apaciguadora que eleva el alma y no había experimentado en ningún otro sitio. ¡Qué esplendido y estimulante era el rito de la Misa y la Bendición! Percibí en ella una grandeza y una solemnidad, un influjo santificador y edificante, que brillaba por su ausencia en las frías, aburridas y pesadas reuniones de los presbiterianos. Los templos mismos los encontré santos y edificantes, verdaderas casas de oración, y que los católicos que se lo podían permitir, los hacían claramente lo más dignos de la majestuosidad de Dios que pudieran hacerlos unos pobres mortales» (pp. 53-54).

»Mi experiencia en este sentido ha sido similar a la de muchos otros. Aquello de que en medio de vosotros ha estado Uno al que no habéis conocido, se puede afirmar perfectamente de muchos que no son católicos y visitan un templo católico como de los judíos del tiempo de Nuestro Señor. Hasta que no reciben el don de la fe no se dan cuenta de lo qué era aquella fuerza silenciosa, poderosa e irresistible que los atraía al altar como el imán al acero, y los apremiaba a quedarse allí hasta que el propio Dios encarnado les hería el corazón con las flechas de su amor» (p. 55).

»A Dios le agrada la belleza, y el culto al Altísimo no es más grato para Él cuando es feo, monótono y malo. El culto de la Iglesia de Roma tiene que ser hermoso y fascinante, porque es el culto verdadero; todas las obras de Dios son perfectas. El culto hereje es terrible, porque es falso. La Verdad es bella, y el error feo. El rito de la Misa no puede ser cualquier cosa; debe ser sublime y hermoso, porque lo ha forjado el Espíritu Santo para que sea el único culto verdadero de la única Iglesia verdadera de Dios» (p.55).

La liturgia católica «consagra y embellece la ofrenda interior de los fieles. Es el marco del cuadro, la joya en que está engastado el diamante, por así decirlo. Contiene alguna verdad doctrinal, alguna verdad revelada por Dios. Es una ceremonia creada por Él, y una forma de restituirle lo que Él mismo nos ha enseñado. Pues los católicos creemos que Dios Todopoderoso no sólo nos ha indicado la verdadera Fe, sino la también la forma indicada de rendirle culto. Ha prescrito la manera de tributarle adoración pública. No nos ha dejado librados al azar. La Misa es, pues, la liturgia que ha dispuesto el Altísimo como acto supremo del culto cristiano, y no tenemos derecho a tributarle otro» (p. 55).

«Consideramos muy apropiado que todos los tesoros del arte, la música y el ritual sean marca distintiva del culto litúrgico a nuestro Creador. ¿Vamos a tener que conformarnos para siempre con una liturgia que lastima los sentimientos, ultraja la estética y el buen gusto musical y es un insulto para todo principio reconocido de belleza y orden? Gracias a Dios, muchos que no eran católicos han llegado al redil verdadero gracias al sublime y celestial rito que Roma ha ido componiendo siglo tras siglo bajo la guía del Espíritu Santo».

»Esa forma de atraerlos fue idea de Dios mismo. Fue así como llegaron a entender que el culto interior a Dios, las verdaderas doctrinas y la vida de sacrificio en la Iglesia eran más hermosos todavía que el culto externo que los había atraído. No hay contradicción entre el esplendor externo del rito y el culto interno ofrecido por el alma. Si la hubiera, ¿cómo habría podido ser objeto del amor de millares de personas de probada santidad, que llegaron a unirse al Señor así? La objeción protestante a la hermosura del culto romano procede de falsos principios sobre la naturaleza del culto y de la naturaleza del hombre» (pp. 57-58).

(Continuará.)