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viernes, 8 de noviembre de 2024

Mons. Schneider: Cuando Dios permite que atravesemos pruebas, siempre nos da frutos espirituales



Monseñor Schneider

Si la Divina Providencia permite que padezcamos tribulaciones en nuestro tiempo, ello redundará indudablemente en abundantes frutos espirituales

Michael Haynes 26 de octubre de 2024

(PerMariam) — «Si tenemos la Fe, si tenemos la Santa Misa, si tenemos la Eucaristía, lo tenemos todo y no nos falta nada». Esto dice monseñor Athanasius Schneider en una charla en la que pone de relieve la belleza y autenticidad de la Fe católica.

Señala que en épocas de pruebas y de persecución Dios siempre concede gracias a la Iglesia y la sostiene, y añade que esas épocas pueden proporcionar inmensas gracias y fortaleza a la Iglesia Católica.

Su Excelencia hizo estos comentarios en una conferencia que pronunció hace unos años, pero ha tenido la amabilidad de permitirnos que la publiquemos para los lectores de Per Mariam. El prelado señala que el contenido de su charla sigue vigente y oportuno a pesar de haber pasado unos pocos años.

Dada la extensión de la conferencia, la publicaremos en Per Mariam en varias entregas. El texto comienza a continuación.

***

La luz de la Fe Católica

Monseñor Athanasius Schneider

En los tiempos recios y oscuros que atravesamos, queremos evocar la luz sobrenatural y los tesoros espirituales que poseemos, donados por Dios. Se trata de la luz de la Fe Católica, el tesoro inefable e incalculable de la Santa Misa, cuya mejor expresión es la celebración del rito en su forma más antigua.

Si tenemos la Fe, si tenemos la Santa Misa, si tenemos la Eucaristía, lo tenemos todo y no nos falta nada.

Muchas generaciones de católicos han vivido persecuciones y han sido marginados. Por ejemplo, en los cinco primeros siglos de la Iglesia, o los católicos del Reino Unido e Irlanda en la época de las leyes penales anticatólicas, las persecuciones masónicas de Francia y de México, los gloriosos confesores y mártires de Irlanda e Inglaterra, los vandeanos, los cristeros mexicanos, o en las persecuciones comunistas de España, la Unión Soviética, China y otros países.

Fueron épocas en que el Señor otorgó gracias especiales. Si la Divina Providencia permite que nosotros vivamos también una experiencia semejante en nuestros tiempos, redundará en muchos frutos espirituales: Dios dará a su Iglesia muchos confesores de la Fe y mártires, y gracias a ello vendrá una nueva generación de santos sacerdotes, obispos y pontífices.

La Divina Providencia nos ha dado para nuestros tiempos un santo especial defensor de Cristo Rey y mártir. El niño mexicano San José Luis Sánchez del Río, que nació en 1913.

El gobierno masónico de México emprendió entre 1926 y 1929 una de las mayores persecuciones que haya conocido la Iglesia Católica en el siglo XX. So pretexto de «liberar al país del fanatismo religioso», el Gobierno lanzó una ofensiva militar contra los sacerdotes, religiosos y fieles laicos que mostraran el menor indicio de profesar la fe católica.

Un día, José vio que los soldados entraban en su iglesia a caballo y ahorcaban al sacerdote. Con apenas 13 años, se alistó en el ejército cristero, que trató de combatir la persecución. José Sánchez del Río se presentó ante el general que mandaba las tropas cristeras y le dijo: «Vengo a morir por Cristo Rey».

Y así fue. Lo detuvieron, y mientras lo torturaban, no dejaba de proclamar: «¡Viva Cristo Rey!» y «¡Viva la Virgen de Guadalupe!» La sinceridad de sus palabras y el alegre e intrépido semblante del noble muchacho causaron una honda impresión al general cristero, que lo autorizó a ingresar en su ejército.

Durante un año, José Sánchez combatió en muchos enconados enfrentamientos con las tropas del masónico gobierno. Por ser el más joven, portaba un estandarte de la Virgen de Guadalupe. Muchos cristianos cayeron en la refriega. José le dijo en una carta a su madre: «Nunca fue más fácil ganarse al Cielo».

En una de dichas batallas, el general de las fuerzas cristeras perdió su caballo y estuvo a punto de ser capturado. José le dijo: «Mi general, aquí tiene mi caballo. Sálvese, aunque me maten a mí. Si me matan a mí no se pierde nada, ¡pero sin usted estamos perdidos.» Por este heroico acto, José fue capturado por los soldados del Gobierno.

Para conseguir que el muchacho renegara de la fe, le desollaron las plantas de los pies hasta las terminaciones nerviosas y lo amarraron a un caballo, tras lo cual lo obligaron a caminar a pie y descalzo a lo largo de 14 kilómetros. Huelga decir el dolor tan atroz que debió de sentir el muchacho. Aun así, cuando el dolor se hacía insoportable, rebosante de Gracia divina, gritaba a pleno pulmón: «¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la Virgen de Guadalupe!»

Impotentes para conseguir que José abjurase de su fe con los dolores más insoportables e inimaginables, los soldados trataron de intimidarlo de otra manera.

Cuando llegaron al pueblo en que nació con la intención de ejecutarlo al día siguiente, los soldados obligaron a la madre a escribirle una carta pidiéndole que renegara de la fe católica si quería que lo pusieran en libertad. José Sánchez del Río respondió con las siguientes palabras:

Querida mamá: Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que en los momentos actuales voy a morir, pero no importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios. No te preocupes por mi muerte, que es lo que me mortifica; antes diles a mis hermanos que sigan el ejemplo que les dejó su hermano el más chico. Y tú haz la voluntad de Dios, ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Saluda a todos por última vez. Y tú, recibe el corazón de tu hijo, que tanto te quiere y, verte, antes de morir, deseaba.

Al día siguiente, 10 de febrero de 1928, cuando el muchacho estaba por cumplir 15 años, ofreció su vida terrenal para no perder la eterna ni la visión beatífica de Jesucristo, en el que con tanto valor y fidelidad había cifrado su fe.

Cuando Pío XI tuvo noticia de José y de los padecimientos de los cristianos mexicanos, escribió:

Venerables Hermanos, algunos de estos jóvenes y adolescentes -y al decirlo no podemos contener las lágrimas-, con el rosario en la mano y la invocación a Cristo Rey en los labios, han encontrado voluntariamente la muerte.

El obispo Henry Grey Graham, que se convirtió de la Iglesia Presbiteriana de Escocia a la Santa Iglesia Católica y falleció en 1959, escribió en su autobiografía que Dios había fundado una Iglesia a la que había confiado su verdad para que la conservara y perpetuara hasta el final de los tiempos. Que Dicha verdad era «un cuerpo concreto y reconocible de doctrina, y que a la Iglesia se la tuvo que dotar de autoridad para guardar, enseñar y transmitir esa verdad» (From the Kirk to the Catholic Church, Glasgow 1960, p. 38).

«Era propósito de Dios que la Iglesia se perpetuase a lo largo de los siglos, viviendo, creciendo y extendiéndose, pero en todo caso enseñando la misma verdad; que mantuviese una continuidad y sucesión ininterrumpidas conforme a la promesa de su Fundador de que las puertas del Hades no prevalecerían sobre ella. No se concibe que una Iglesia que tuvo que superar numerosos siglos remontándose sobre santos, doctores y padres hasta los Hechos de los Apóstoles para llegar a su origen, repudiando y rechazando cuanto se interpusiera, no sea la institución que Nuestro Señor deseó para que persistiendo a lo largo de los tiempos descollara como testigo de su doctrina revelada siglo tras siglo.

»Contra viento y marea, la Iglesia Católica ha sido el único cuerpo de creyentes cristianos en este mundo que ha afirmado poseer la luz y la verdad, y que las ha transmitido con infalible certidumbre. Puede darse la fecha, lugar y circunstancias del surgimiento de cualquier otra iglesia en la historia, así como los nombres exactos de quienes fueron sus principales fundadores. Sin embargo, es imposible determinar la fecha o lugar en que nació la Iglesia Católica como no sea aquella ocasión en que Nuestro Señor le dijo a San Pedro: «Tú eres Pedro y sobre esta Roca edificaré mi Iglesia. Es una Iglesia que ha llegado hasta mí con una genealogía incuestionable, que viene desde el mismísimo Jesucristo. Una Iglesia que puede honrarse de haberse desarrollado ininterrumpidamente a partir de una pequeña semilla hasta llegar a ser un corpulento árbol, desde la niñez hasta la edad adulta (pp. 44-45).

»Estaba convencido de que la intención de Cristo era que todo cristiano profesase las mismas verdades exactas, un mismo cuerpo de doctrina, que siempre debe ser la misma. Tiene que ser inmutable, por la simple y sencilla razón de que Él mismo bajó del Cielo para enseñar una serie de verdades. Y esas verdades son, por supuesto, divinas y jamás se podrán alterar; por tanto, todo lo que se aparte de ellas tiene que ser falso. Esas verdades del cristianismo son tan inalterables como las reglas de las matemáticas. Si ayer fueron ciertas, deber serlo hoy también, así como mañana y por los siglos de los siglos. Modificarlas significaría que son susceptibles de cambio y de mejora, en cuyo caso nunca habrían sido ciertas» (pp. 48-49).

La Iglesia Católica, «y solamente la Católica, ha sido siempre objeto de diatribas, como lo fueron los cristianos después de Pentecostés y durante los primeros siglos. Esto se muestra como una señal de su divino origen. Que la Iglesia Católica haya sobrevivido, prosperado y progresado a pesar de la debilidad de sus miembros y autoridades y de que éstos sean pecadores demuestra que tiene un lado divino, como ningún otro cuerpo de creyentes ha tenido» (pp. 52-53).

Monseñor Henry Grey recalca la importancia de la Iglesia Católica con estas palabras:

«Debo reconocer que el culto de la Iglesia de Roma me atrajo tanto como su doctrina. Ejerció sobre mí una influencia santificadora y apaciguadora que eleva el alma y no había experimentado en ningún otro sitio. ¡Qué esplendido y estimulante era el rito de la Misa y la Bendición! Percibí en ella una grandeza y una solemnidad, un influjo santificador y edificante, que brillaba por su ausencia en las frías, aburridas y pesadas reuniones de los presbiterianos. Los templos mismos los encontré santos y edificantes, verdaderas casas de oración, y que los católicos que se lo podían permitir, los hacían claramente lo más dignos de la majestuosidad de Dios que pudieran hacerlos unos pobres mortales» (pp. 53-54).

»Mi experiencia en este sentido ha sido similar a la de muchos otros. Aquello de que en medio de vosotros ha estado Uno al que no habéis conocido, se puede afirmar perfectamente de muchos que no son católicos y visitan un templo católico como de los judíos del tiempo de Nuestro Señor. Hasta que no reciben el don de la fe no se dan cuenta de lo qué era aquella fuerza silenciosa, poderosa e irresistible que los atraía al altar como el imán al acero, y los apremiaba a quedarse allí hasta que el propio Dios encarnado les hería el corazón con las flechas de su amor» (p. 55).

»A Dios le agrada la belleza, y el culto al Altísimo no es más grato para Él cuando es feo, monótono y malo. El culto de la Iglesia de Roma tiene que ser hermoso y fascinante, porque es el culto verdadero; todas las obras de Dios son perfectas. El culto hereje es terrible, porque es falso. La Verdad es bella, y el error feo. El rito de la Misa no puede ser cualquier cosa; debe ser sublime y hermoso, porque lo ha forjado el Espíritu Santo para que sea el único culto verdadero de la única Iglesia verdadera de Dios» (p.55).

La liturgia católica «consagra y embellece la ofrenda interior de los fieles. Es el marco del cuadro, la joya en que está engastado el diamante, por así decirlo. Contiene alguna verdad doctrinal, alguna verdad revelada por Dios. Es una ceremonia creada por Él, y una forma de restituirle lo que Él mismo nos ha enseñado. Pues los católicos creemos que Dios Todopoderoso no sólo nos ha indicado la verdadera Fe, sino la también la forma indicada de rendirle culto. Ha prescrito la manera de tributarle adoración pública. No nos ha dejado librados al azar. La Misa es, pues, la liturgia que ha dispuesto el Altísimo como acto supremo del culto cristiano, y no tenemos derecho a tributarle otro» (p. 55).

«Consideramos muy apropiado que todos los tesoros del arte, la música y el ritual sean marca distintiva del culto litúrgico a nuestro Creador. ¿Vamos a tener que conformarnos para siempre con una liturgia que lastima los sentimientos, ultraja la estética y el buen gusto musical y es un insulto para todo principio reconocido de belleza y orden? Gracias a Dios, muchos que no eran católicos han llegado al redil verdadero gracias al sublime y celestial rito que Roma ha ido componiendo siglo tras siglo bajo la guía del Espíritu Santo».

»Esa forma de atraerlos fue idea de Dios mismo. Fue así como llegaron a entender que el culto interior a Dios, las verdaderas doctrinas y la vida de sacrificio en la Iglesia eran más hermosos todavía que el culto externo que los había atraído. No hay contradicción entre el esplendor externo del rito y el culto interno ofrecido por el alma. Si la hubiera, ¿cómo habría podido ser objeto del amor de millares de personas de probada santidad, que llegaron a unirse al Señor así? La objeción protestante a la hermosura del culto romano procede de falsos principios sobre la naturaleza del culto y de la naturaleza del hombre» (pp. 57-58).

(Continuará.)