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viernes, 22 de noviembre de 2024

Quien no odia a su padre y a su madre (Bruno Moreno)




No hace mucho, se leyó en Misa la lectura en la que el Señor dice: si alguno viene a mí, y no odia a su padre y a su madre, a su mujer, sus hijos y hermanos y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo. Con sorpresa, noté que en la nueva traducción española ya no se dice eso, sino “quien no pospone a su padre y a su madre”, etc.

Supongo que es comprensible el cambio, porque lo de “odiar” siempre extrañaba a la gente y así se evita esa extrañeza. Tiendo a pensar, sin embargo, que cuando algún pasaje de la Escritura nos extraña, eso suele indicar que tenemos una especial necesidad de leerlo, comprenderlo y asimilarlo, en lugar de aguarlo para que deje de extrañarnos. Esa extrañeza es el buen escándalo, que nos hace tropezar cuando nuestros caminos no son los de Dios, que nos dice: piensas como los hombres y no como Dios. Veámoslo.

Tengamos en cuenta, primero, que odiar es una cosa muy seria. No es una mera antipatía, ni un desencuentro de opiniones. Un hijo que odia a sus padres, por ejemplo, les herirá en lo más profundo de su corazón, les volverá la espalda en su ancianidad para no verles nunca más, rechazará públicamente todo lo que le han dado como hijo suyo o les desobedecerá en cosas muy graves. A esto precisamente es a lo que se refiere la frase de Cristo. Los antiguos hebreos eran gente muy concreta y con los pies en la tierra. Para ellos, lo importante no eran tanto los sentimientos, los ideales o las buenas palabras, sino las obras.

Entonces, si para pensar como Dios y seguir sus caminos hay que odiar al padre o a la madre o a otros, ¿eso significa que hay que hacer cosas terribles como las que hemos dicho antes? Pues sí, me temo. Al menos a veces.

No lo digo yo, basta ver lo que han hecho los seguidores de Cristo a lo largo de la historia. ¿Qué hizo San Francisco? Arrojar al suelo, delante de todo el mundo, hasta las mismas ropas que su padre le había dado, para seguir a Cristo en la pobreza evangélica, aunque fuera a costa de herir profundamente a su padre. ¿Qué hizo Santo Tomás? Desobedecer a sus padres, que querían que fuera abad del gran monasterio de Montecasino con el fin de aumentar santamente el prestigio de su noble familia, y convertirse en vez de eso en un pobre fraile mendicante dominico. ¿Qué hicieron Santa Teresita de Lisieux y sus hermanas? Dejar a su padre anciano, viudo y enfermo, e irse a conventos de clausura, sabiendo que nunca volverían a abrazarle y que no podrían cuidar de él.

¿Qué han hecho innumerables santos? Desobedecer a sus padres cuando lo que mandaban era contrario a la voluntad de Dios, abandonarles para ir a países lejanos o clausuras inaccesibles siguiendo los pasos de Cristo o rechazar sus herencias y negocios familiares para abrazar la pobreza evangélica. Es decir, comportarse como si odiaran a su padre y a su madre, pero no porque sintieran odio por ellos, sino porque amaban más a Dios. Eso mismo tenemos que hacer nosotros con padre, madre, mujer, hijos, hermanos e incluso con nuestra propia vida.

Esta frase de Cristo nos recuerda algo que olvidamos con facilidad: el primer mandamiento, que está a infinita distancia del segundo. Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es un solo Dios. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda el alma, con todas tus fuerzas. Ese “todo” repetido tres veces es algo terrible, más allá de las fuerzas humanas, y es la auténtica razón de la extrañeza que sentimos al leer el Evangelio. Nuestra naturaleza caída se resiste ante el único remedio que puede curar su herida.

El corazón, el alma y la mente nos piden poner en primer lugar a los padres o a la mujer o a los hijos, pero Cristo dice ¡no!, con tremenda contundencia. El primer lugar es de Dios y de nadie más. Poner a cualquier otro en ese lugar es convertirlo en un ídolo, porque solo hay un Dios. Si tu mano te hace caer, córtatela y si tu ojo te hace caer, arráncatelo. Del mismo modo, si cualquier otro amor pretende suplantar al amor de Dios en tu vida, ódialo, arráncalo, córtalo y arrójalo al suelo, porque de otro modo no puedes ser discípulo de Cristo.

Fijémonos en que la frase evangélica no dice que, si no odias a tu padre y a tu madre, “serás un mal discípulo de Cristo” o “estarás lejos del ideal”. Es mucho más radical: si no pones a Dios en primer lugar, si no odias los otros amores cuando hace falta, simplemente no puedes ser discípulo de Cristo. No puedes, es imposible. Dios no puede estar en segundo lugar en tu vida. Si parece que lo está, más bien lo que sucede es que no está en tu vida en absoluto, porque Dios no cabe en segundos lugares.

Es una verdad durísima y pocos son los capaces de aceptarla, pero es necesario hacerlo para seguir a Cristo. Muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. A cambio, una vez que reconocemos ese lugar primordial de Dios, lo recibimos todo. Todo eso a lo que renunciamos, Dios nos lo devuelve sobreabundantemente, santificado y libre de la herida del pecado. Quien deje casas, hermanos, o hermanas, padre o madre, mujer, hijos o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y la vida eterna. Esos amores humanos que odiamos por su causa, se convierten, purificados por la gracia, en amores sobrenaturales de caridad infinitamente más reales, fuertes y duraderos. Nadie quiere más a su padre y a su madre, a su esposa, sus hijos o sus hermanos que aquel que ama más a Dios que a ellos.

No tengamos miedo de amar a Dios sobre todas las cosas, aunque nuestra naturaleza caída se rebele ante ello. Merece la pena. Más aún, es lo único que verdaderamente merece la pena.

Bruno Moreno