Escribía Erasmo de Rotterdam en su Elogio a la locura que “la verdadera felicidad es algo que solo la locura puede ofrecer”. Una de la ideas que sugiere es que hay algunos logros, como la felicidad, que sólo pueden ser alcanzados con un cierto grado de locura. O podemos ponerlo en otros términos: algunos logros, o algunas hazañas, sólo pueden llevarlas a cabo quienes tienen un cierto grado de locura.
El 2 de septiembre del año pasado publicaba yo un
post en el que planteaba mis serias reservas con respecto a la posibilidad de que
Javier Milei fuera un presidente apropiado debido a su rasgo de locura. No creo haberme equivocado con respecto a la existencia de ese rasgo tan peculiar, pero sí me equivoqué con respecto a la posibilidad de hacer un buen gobierno o, al menos, un gobierno mucho mejor de lo que todos esperábamos a pesar de su locura.
Enfoquemos el caso desde otra perspectiva: sólo un loco podía aplicar en Argentina, la patria del populismo peronista, un imprescindible ajuste del 7% del PBI, eliminar en pocos meses el déficit fiscal -al que la Argentina estaba condenada desde hace 70 años- y mantener no solamente la paz social sino niveles de aprobación superiores al 50%. Pero mucho más impactante aún: sólo un loco podía animarse a hacer lo que está haciendo en lo que él denomina “batalla cultural”. ¿Quién pensó que un gobernante iba a atreverse a cerrar el INADI (Instituto contra la Discriminación) o el Ministerio de la Mujer diciendo que no servían para nada y que su único objetivo era el adoctrinamiento en las políticas progresistas? Y todavía más: ¿en qué mente fantasiosa podía nacer la idea de que entregaría la política exterior argentina, exceptuando las relaciones comerciales, a un grupo de funcionarios al que los medios califican de “ultracatólicos”? Y estos funcionarios no se han dedicado solamente a hacer declamaciones: se negaron a firmar la declaración de la OEA de Asunción por lo que se debieron modificar varios párrafos donde estaban contenida la monserga progre; la delegación argentina se retiró de la Cumbre del Clima de Bakú denunciando la ideología que se esconde detrás; en la Asamblea General de la ONU, Argentina votó en contra de una resolución que protege los derechos de los pueblos indígenas (ya todos sabemos lo que eso significa); fue el único país del G20 que votó en contra de una declaración sobre la igualdad de género y empoderamiento de la mujer. Y el mismo presidente Milei, en la Asamblea General de la ONU se expresó en contra del aborto, del gobierno de las elites mundiales y de la Agenda 2030. Más aún, en el presupuesto que se está debatiendo por estos días en el Congreso, el gobierno destinará $0 a financiar la educación sexual en las escuelas, uno de los más preciados logros de la izquierda peronista. Sólo un loco como Milei podía ser capaz de hacer lo que muchos pensábamos que era imposible, y sólo un loco como Trump será capaz de tomar decisiones que nos sorprenderán tanto o más de lo que nos sorprendieron, para bien, las de Milei.
En pocas palabras: un loco —sea Milei, sea Trump y con seguridad aparecerán otros más— es capaz de patear el tablero y cambiar rápidamente lo que parecía establecido, y recuperar en pocos meses territorios que creíamos perdidos. Pero la pregunta que quiero hacerme en este post es si podemos hacer una analogía con la Iglesia. No es necesario decirlo en esta página, pero la crisis de la Iglesia es monstruosa y los católicos desesperamos de que pueda existir alguna solución porque estamos razonablemente convencidos de que ningún cardenal será capaz, una vez elegido pontífice romano, de hacer los cambios drásticos que hay que hacer. Soñemos con lo imposible, como soñábamos no solo durante los abominables gobiernos kirchneristas sino también durante el gobierno del modosito Mauricio Macri. Pensemos en un Papa que, una vez que todos los puestos jerárquicos de la Curia le presentaran su renuncia como es de rigor, se las aceptara a todos, y mandara a Tucho de capellán de la cárcel de Ushuaia (haría buenas migas con el gobernador Melella); a Roche de obispo de la isla de Juan Bravo y a todo el resto de purpurados de misioneros a Corea del Norte. Que nombrara de prefecto de Culto al padre Claude Barthe; de Doctrina de la Fe al cardenal Burke y de Obispos al cardenal Sarah. Que pidiera la renuncia a todos los obispos argentinos —como hizo Francisco con los obispos chilenos—, se la aceptara a la mitad, y nombrara en las sedes más importantes a los buenos curas que todos conocemos y que aquí no nombraremos. Y que hiciera lo mismo en España y, para reinvindicar a los curas de la Sacristía de La Vandée, los eligiera obispos para reemplazar a los impresentables que ahora están en la península. Que declarara inválidos los puntos conflictivos de Amoris laetitiae, se dejara de hablar de la madre tierra y del calentamiento global y dejara sin efecto Fiducia supplicans. Y podríamos seguir soñando indefinidamente con medidas de este tipo. Y seguramente, a los pocos minutos, nos despabilaríamos, diríamos “Basta de pavadas” y seguiríamos rezando el rosario.
Anhelos análogos, insisto, teníamos los argentinos el año pasado. Y ocurrió lo impensado: muchos de esos anhelos se hicieron realidad en mayor o menor medida, y muchos otros se seguirán concretando en los próximos meses. ¿Cómo fue posible? ¿Cuál fue la condición de posibilidad para que esos autoengaños optimistas se hicieran realidad? Curiosamente, que un loco llegara al poder. Y volvamos al caso de la Iglesia: ¿podría pasar algo análogo en la Iglesia a lo que ocurre en Argentina y ocurrirá en Estados Unidos? ¿Se animarían los cardenales a elegir a un loco para gobernar la Iglesia como último recurso para evitar su auto aniquilación? Pero todavía más importante, ¿existe algún miembro del colegio cardenalicio capaz de tales locuras?
Yo creo que existe uno, y es el cardenal Gerhard Lüdwig Müller.
Algunos buenos amigos se enfadarán y me dirán: “¡Müller es un moderno!” “¡No. Es modernista!”. “No favoreció a los tradis cuando estaba en Doctrina de la Fe”. "¡Sólo ocasionalmente celebra la misa tradicional!" “¡Era amigo de Gustavo Gutierrez!”. “¡Celebra el rito nuevo!”. “¡Concelebra!” Y otras cuestiones del mismo tenor. Más o menos lo mismo que otros buenos amigos dicen de Milei: “¡No tiene la castidad de San Luis Gonzaga!” “¡No tiene la fe de San Luis Rey de Francia!” “¡Ha nombrado a muchos judíos en su gobierno!” “¡No leyó El liberalismo es pecado de Sardá y Salvany!” Y tienen razón. Es todo eso y muchas cosas más, pero a pesar de eso, Milei está haciendo por la restauración de los principios de la civilización occidental mucho más de lo que hicieron los presidentes de los últimos cincuenta años. ¿Por qué no dejar abierta la posibilidad, entonces, de que un cardenal con el mismo grado de locura (¿o de arrojo?) que Milei haga los mismo con la Iglesia?
The Wanderer