Al hilo de una ambigua frase del papa, han surgido interpretaciones buenistas que son completamente ajenas a la fe católica. La frase es “Dios perdona siempre”, que resulta muy atractiva para un titular, pero, para que no lleve a error, debe entenderse bien, es decir, católicamente.
La frase se puede salvar entendiendo que Dios perdona siempre… a condición de que se den las condiciones necesarias. Es decir, en el sentido de que no perdona siempre, pero siempre ofrece el perdón mientras dura la vida aquí en la tierra para el que acepta recibirlo con la disposición adecuada.
Esto no es alta teología, todos lo hemos estudiado al prepararnos para la primera comunión. Para recibir el perdón de los pecados se necesitan cuatro cosas: dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. El que va a recibir el perdón de los pecados en la confesión y no cumple alguno de esos requisitos no recibe el perdón. Es así de sencillo.
Según la enseñanza de la Iglesia, “no hay nadie, tan perverso y tan culpable que, si verdaderamente está arrepentido de sus pecados, no pueda contar con la esperanza cierta de perdón” (Catecismo Romano, 1, 11, 5). Eso significa que el Señor le ofrece el perdón y por eso está allí el sacerdote en su nombre, esperando en el camino como el padre del hijo pródigo, pero si el penitente no está dispuesto a recibir el perdón como Dios quiere que lo reciba, entonces no lo recibe. Por eso, san Pablo implora: dejaos reconciliar con Dios (2 Co 5,20).
Pero, pero, pero ¿y en casos excepcionales? ¿No son prescindibles esas condiciones? Solo algunas de ellas. Como enseña el concilio de Trento en su sesión XIV, el dolor de los pecados, el propósito de la enmienda (estas dos englobadas en lo que Trento llama “contrición”), la confesión de los pecados al confesor y el cumplimiento de la penitencia (que Trento incluye en el concepto más amplio de “satisfacción) son “actos que, en cuanto por institución de Dios, se requieren en el penitente”. Eso implica que es Dios mismo el que pone esas condiciones, no la Iglesia y, por lo tanto, la Iglesia no podría dispensar de ellas aunque quisiera hacerlo.
No todas son necesarias en el mismo sentido, sin embargo. Como también enseña Trento, la contrición perfecta alcanza el perdón de Dios antes incluso de haber recibido el sacramento de la confesión, aunque debe incluir siempre el deseo de acudir posteriormente a la confesión sacramental (y, por lo tanto, de cumplir las cuatro condiciones clásicas). Como alguien podría morir después de esa contrición, pero antes de poder confesarse, y esa persona habría recibido el perdón de Dios, eso nos indica que son absolutamente necesarias dos condiciones: el arrepentimiento y el propósito de la enmienda. Para las otras dos (decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia), en circunstancias extraordinarias basta el deseo, al menos implícito, de cumplirlas, aunque por esas circunstancias ajenas a la voluntad del penitente se haga imposible llevarlo a cabo.
No se trata de condiciones arbitrarias, impuestas por Dios “porque sí”, sino consecuencia de la esencia misma de lo que significa ser perdonado. Para recibir el perdón hace falta “un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar” (Concilio de Trento, sesión XIV). Nadie puede ser perdonado si no rechaza el pecado, tanto el cometido como el hecho de seguir cometiéndolo. Es imposible, porque alguien no puede a la vez ser liberado del pecado y permanecer voluntariamente en ese pecado. No es que Dios no quiera perdonarle, es que perdonar a alguien así no significa nada, carece de sentido. Es como pedir que dos más dos sean cinco o que alguien sea, al mismo tiempo, alto y bajo.
No hace mucho, una catequista me dijo que, en su opinión, la misericordia de Dios podía perdonar incluso al que no se arrepintiera, de modo que también esa persona que no se arrepentía podía ir al cielo. La mujer lo decía con buena intención, claro, deseando que todos se salvaran, pero hay que dejarlo muy claro: eso no tiene nada que ver con el catolicismo, ni con el Evangelio, ni con la lógica más básica. El hijo pródigo no puede volver a la casa del padre y a la vez permanecer lejos de ella. Si pretende seguir haciendo lo segundo, no estará haciendo lo primero y si se decide a lo primero, entonces está decidiendo también no hacer lo segundo. Dicho de otra forma, el pecado no puede entrar en el cielo, porque entonces ya no sería el cielo. Pretender que es posible otra cosa, además de ilógico, es negar la realidad y una forma inconsciente de creerse mejor que Jesucristo.
A todo esto se suma, por supuesto, una condición temporal: el ofrecimiento que hace Dios del perdón solo puede aprovecharse durante la vida en la tierra. Tras la muerte, la decisión ya ha sido tomada y no existe la posibilidad de acogerse al perdón de Dios. El hombre que ha muerto en pecado mortal ya ha tomado la decisión de rechazar definitivamente ese perdón que siempre se le ofrecía durante la vida terrena. Por eso el infierno y el cielo son eternos, como consecuencia de una decisión definitiva.
Es bueno saber todo esto y por eso hemos hablado de ello, pero de nada sirve si se queda en palabras. Este Adviento en el que estamos es para nosotros, para nuestra salvación. Reconciliémonos con Dios. Aprovechemos ese perdón que Cristo ganó en nuestro favor y Dios Padre nos ofrece hoy. Si hoy escucháis su voz, no endurezcáis el corazón. Ahora es tiempo de gracia, ahora es tiempo de salvación.
Bruno Moreno