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martes, 7 de enero de 2025

25 disparates educativos, presuntamente progresistas, que nos conducen al desastre (ANDRÉS AMORÓS)




1. Sentir horror por el trabajo, el esfuerzo.

Lo encarna Lilith Verstrynge, que ha sido Secretaria de Organización de Podemos y Secretaria de Estado para la Agenda 2030: «La cultura del esfuerzo genera fatiga estructural, ansiedad y cardiopatía».

Es un error garrafal: sin esfuerzo, ni los individuos aprenden nada ni los pueblos consiguen nada valioso. Lo resume un refrán: «Pereza es llave de pobreza». No creo que ése sea un ideal progresista.

2. Despreciar la memoria.

La memoria no es algo que sirva para que se luzcan los tontos. La ensalza Montaigne: es «un instrumento de utilidad asombrosa», que debe ejercitarse y desarrollarse.

García Márquez consideraba un tesoro los poemas que había aprendido de memoria, en la escuela: un pequeño paraíso, en el que siempre podía refugiarse y que nadie le podía arrebatar. ¿Qué poemas aprenden de memoria hoy los niños, en España?

3. Olvidar la historia y la cronología.

Mi nieta, de 15 años, sabe quizá más que yo sobre la primera República española pero la pongo en un grave aprieto cuando le pregunto qué siglos comprende la Edad Media, cuándo llega a España el Renacimiento, cuál es la fecha de la Revolución Francesa. Así se lo han enseñado.

Sin saber situarlos en épocas, siglos y etapas, los acontecimientos históricos pierden su significado, se convierten en un caos. A eso ha conducido el actual desdén pedagógico por la cronología.

Y, como es bien sabido, si no entendemos la historia, estamos condenados a repetir los errores.

4. Negar la autoridad de los profesores.

Lo dijo Cervantes: «Nadie es más que otro si no ha hecho más que otro». Los que saben más de una materia son los que deben enseñarla: eso les concede autoridad moral. El «colegueo» con los alumnos que muchos profesores fomentaron no ha conducido a nada bueno.

En la película Ensayo de orquesta, Fellini muestra el caos que se produce en una orquesta cuando los músicos pretenden tocar sin director. A los sindicatos italianos no les hizo ni pizca de gracia.

5. Buscar la igualdad, no la excelencia.

Es un error básico, supone la mayor demagogia: igualar por abajo. Lo único de verdad progresista es que asciendan los que se esfuerzan, sea cual sea su origen social y su nivel económico.

6. Suprimir los exámenes, los suspensos, la repetición de cursos.

Los exámenes son antipáticos pero inevitables. Sin exigencia, los individuos y los pueblos se hunden.

A comienzos de 2020, la ministra Celaá, del PSOE, anunció que la titulación de los estudiantes «no quedará supeditada a la no existencia de materias sin superar, para que nadie se quede atrás». Los periodistas que la escuchaban tradujeron: «Aprobado general».

Eso es injusto, porque iguala a los que trabajan con los vagos. Además, desanima tanto a los profesores como a los alumnos: ¿para qué se van a esforzar, si el resultado final será idéntico?

7. Hacer depender las becas sólo de la situación económica, no del rendimiento escolar.

Lo acaba de proponer Sumar, a comienzos del año 2025: es una pura demagogia, conduce a fomentar la vagancia. Como resume la duquesa, en El Quijote: «Nadie nace enseñado».

El filósofo estadounidense Michael J. Sandel, ganador del Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, ha denunciado lo que él llama «la tiranía del mérito», porque provoca la soberbia de los triunfadores y la humillación de los que no lo logran. Propone algo tan infantil como un sorteo, para decidir quiénes pueden acceder a las universidades de mayor prestigio… A esas bobadas llegan algunos presuntos sabios progresistas.

8. No aprender conocimientos, sino aptitudes.

Lo leo y lo escucho con frecuencia: «Ya que todo está en internet, no hace falta aprender nada, basta con saber cómo se hace». Igual que si se tratara del folleto de instrucciones de un electrodoméstico o de una medicina. Los más cursis lo dicen en inglés: el «know how». Es algo que conduce sencillamente a la ignorancia.

9. No estudiar, hacer trabajos.

Resignados a que sus alumnos se limiten a copiar trozos de Wikipedia, algunos profesores exigen ya que les presenten los trabajos escritos a mano: así, por lo menos, los estudiantes se habrán tomado el trabajo de copiarlos, no se habrán limitado a imprimirlos.

10. «Ninguna cultura es superior a otra».

Puede sonar muy democrático pero es un verdadero disparate. A eso conduce el multiculturalismo: vale igual la filosofía griega que un rito de los antropófagos.

Tiene esto consecuencias terribles: se busca compensar supuestos agravios, eliminando los que se consideran tradicionales elitismos. Un ejemplo claro: en una universidad inglesa, han prohibido enseñar música de todos los compositores de raza blanca. Hagan la lista…

11. Suprimir unos colonialismos que no han existido.

Los hispanoamericanos tuvieron siempre la misma consideración legal que los españoles. Igualar la labor de España en Hispanoamérica con lo que hicieron en África otros países es un dislate, aunque lo crea un ministro de Cultura.

12. Considerar anticuados los libros; lo moderno son los blogs, los resúmenes, las redes sociales.

En realidad, ninguna herramienta tecnológica ha superado al libro en riqueza de posibilidades y en sencillez de manejo. No leer libros empobrece radicalmente a los individuos, convierte a las sociedades en presa fácil de dictadores y de farsantes. Leerlos fomenta nuestro espíritu crítico, nos protege de las mentiras de la propaganda política.

Resume Cervantes, con tanta belleza como exactitud: «En algún lugar de un libro hay una frase esperándonos, para darle sentido a nuestra existencia».

13. Defender que una imagen vale más que mil palabras.

Es una simpleza y una falsedad, aunque se haya repetido mil veces. Unas palabras bien elegidas constituyen un instrumento de comunicación muchísimo más rico y más complejo que cualquier imagen.

Escribió Olegario González de Cardedal: «El hombre viene al mundo con sus alforjas llenas de mendrugos de pan, unas colodras de agua y unas pocas palabras primordiales. Con ellas nombra todas las cosas… Unas pocas palabras verdaderas, nacidas de la entraña de quien habla, es lo que necesitamos».

14. No enseñar a hablar en público.

En nuestras Universidades, apenas existen ya exámenes orales.

En nuestro Parlamento, casi todos los diputados se limitan a leer lo que llevan escrito en un papel, venga o no a cuento. Cuando se salen de eso y tienen que improvisar, suele dar vergüenza escuchar las simplezas que muchos dicen y los errores que muchos cometen.

15. No enseñar a escribir.

Hasta en los periódicos más prestigiosos leemos ahora con frecuencia textos con errores graves de vocabulario, sintaxis, puntuación, significado… A nadie le extraña: ya nos hemos acostumbrado.

16. Creer que las normas académicas no valen para nada.

Rechazar esa tontería no es un prurito académico sino un imperativo de la comunicación. Cualquier ignorante pretende tener su propio estilo, escribir como quiere. El mito de la espontaneidad conduce a textos ilegibles o que acaban transmitiendo lo contrario de lo que su autor pretendía. Para romper las reglas, como han hecho los grandes artistas, primero hay que conocerlas.

17. No se debe criticar nada: todo es discutible.

El mito posmoderno de que todo vale igual es una falacia y ha traído un verdadero desastre cultural. No todo vale lo mismo: yo no escribo en prosa como Cervantes, ni en verso como Quevedo.

En un país de osados charlatanes, como es el nuestro, sigue siendo válido lo que dijo Ortega: en España, lo verdaderamente revolucionario sería que cada cual hablara sólo de lo que sabe. Quizá reinaría entonces un inmenso silencio…

18. La verdad no existe, sólo es un medio de opresión, forjado por los poderosos.

El que no cree en nada, juega cínicamente con las palabras y con las ideas, dice que lo suyo no es mentir sino cambiar de opinión. Lo vemos todos los días.

Unamuno nos muestra lo que debemos hacer, en ese caso: «¿Tropezáis con uno que miente? , gritadle a la cara: ¡mentira!, y, ¡adelante!». Nos los enseña Jesús, en el Evangelio de San Juan: «La verdad os hará libres».

19. El patriotismo es propio de fachas.

En ninguna nación civilizada se acepta esta simpleza. El país que lo creyera sería incapaz de cualquier progreso material y moral. El paletismo localista es muy malo pero carecer de raíces (o negarlas) resulta lamentable y estéril.

20. España es una nación de naciones.

Nadie sabe qué significa con exactitud ese juego de palabras. Puede aludir tanto a excelencia («actor de actores», «libro de libros») como a división en partes («cantar de cantares»). Pero sí está claro lo que ahora se pretende, al usarlo: negar la unidad de España.

21. Debemos pedir perdón a Hispanoamérica.

Con sus luces y sus sombras, lo que hizo España en Hispanoamérica es, objetivamente hablando, una de las mayores hazañas de la historia de la humanidad.

Así lo definió ya Francisco López de Gómara, en la dedicatoria a Carlos V de su Historia general de las Indias: «La mayor cosa después de la creación del mundo, sacando la encarnación y muerte del que lo crio, es el descubrimiento de Indias. Y así las llaman Mundo Nuevo».

Los murales de Diego Rivera han ilustrado para la historia del Arte, la leyenda negra de España en América

22. Todas las lenguas de España tienen igual valor.

Parece ser que existen hoy en el mundo cerca de siete mil lenguas vivas. Todas merecen respeto pero sería un disparate creer que todas ellas tienen el mismo valor cultural y social.

Como resumió Amado Alonso, el castellano se convirtió en español y éste, luego, en nuestro idioma nacional. Es la única lengua común a todos los españoles. Un separatista vasco necesita el castellano para entenderse con un separatista catalán.

23. El bable y el andaluz son lenguas de cultura.

Con todo respeto, las dos son hablas, no lenguas de cultura: no tienen una gramática propia ni una literatura considerable.

El bable es un habla derivada del antiguo dialecto astur-leonés.

El habla andaluza –resume Rafael Lapesa– reúne una serie de meridionalismos lingüísticos; se caracteriza por la entonación ágil, el ritmo rápido y vivaz, la articulación relajada. Es un habla, con sus bien conocidas variedades locales, pero no es una lengua distinta de la común, la española. Ningún español tiene problemas para entenderse, cuando va a Andalucía. Exactamente igual que sucede con el español de América.

Defender que el bable y el andaluz son lenguas obedece a motivos puramente sentimentales, de autoafirmación. En el caso del bable, además, responde a intereses económicos: ha servido para que se hayan creado departamentos, plazas de profesores, becas….

24. El franquismo sigue vivo.

Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Los españoles que vivieron conscientemente la etapa del franquismo tienen hoy más de 70 años: evidentemente, no son la mayoría de nuestra sociedad ni tampoco los que ocupan los puestos directivos.

Alertar ahora del peligro que suponen las reliquias del franquismo es una pura operación política interesada; como define nuestro refranero, «dar lanzada a moro muerto».

25. No se debe enseñar el cristianismo.

Al margen de las creencias de cada cual, es absolutamente indiscutible que el cristianismo es una de las raíces básicas de la historia de España.

Un estado no confesional no puede ignorarlo: hacerlo supondría renegar de lo que somos y condenarnos a no entender nada de nuestra historia ni de nuestra cultura.

De la educación nacen la mayoría de nuestros males. El presunto progresismo español actual ha hecho suyos, entre otros, todos estos disparates. Así estamos.

Andrés Amorós