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miércoles, 29 de enero de 2025

La funcionarización de los obispos



Ya hablamos hace tiempo, en un artículo titulado La bananerización del derecho en la Iglesia, de la tendencia preocupante a prescindir del derecho canónico en el ámbito eclesial, cambiándolo por la mera arbitrariedad y dejando indefensos a los fieles. Esa tendencia, por desgracia, parece ir acentuándose cada vez más, en lugar de corregirse, y quizá su aspecto más llamativo sea el peligro de convertir en la práctica a los obispos en meros funcionarios empleados por el Papa.

Durante los últimos doce años, hemos visto cómo los obispos son tratados de forma poco acorde con su condición y prescindiendo de los procesos canónicos pertinentes o incluso de las normas de cortesía más básicas. Esto es muy grave, teniendo en cuenta que se trata de sucesores de los apóstoles, que deben ser tratados como tales. ¿Alguien imagina, por ejemplo, que San Pedro se negara a recibir al apóstol San Felipe cuando este intentara hablarle de cuestiones graves o gravísimas? ¿O que destituyera a Santo Tomás sin explicarle siquiera por qué lo hacía? Desgraciadamente, algo así es lo que parece que ha sucedido numerosas veces en este pontificado.

Basta consultar las hemerotecas para descubrir que ha habido multitud de casos lamentables. Monseñor Rogelio Livieres, obispo de Ciudad del Este (Paraguay), que fue destituido fulminantemente y sin proceso canónico, viajó a Roma para hablar con el Papa y, asombrosamente, no fue recibido por él. El cardenal Zen se vio obligado a publicar artículos en Internet con la esperanza de que llegaran a conocimiento del Papa porque este no quería recibirle. Los cuatro cardenales de los dubia presentaron una cuestión gravísima de fe relativa a Amoris Laetitia y, de nuevo asombrosamente, no recibieron respuesta (dos de ellos han muerto ya). Monseñor Daniel Fernández, obispo de Arecibo (Puerto Rico) fue destituido por el Papa sin proceso canónico por “falta de comunión” (aparentemente, por el simple hecho de negarse a firmar un comunicado de la Conferencia Episcopal sobre las vacunas del COVID con graves errores morales, como por otra parte tenía el derecho y el deber de hacer). El año pasado, monseñor Strickland, obispo de Tyler (Estados Unidos), fue destituido, de nuevo sin ningún proceso canónico. Este mismo año, monseñor Dominique Rey, probablemente el mejor obispo de Francia, cedió por obediencia a las presiones del Papa y aceptó dimitir tres años antes de llegar a la edad prevista para la jubilación, lo que en la práctica constituye una ofensa gratuita y asombrosa (¿tan malo era que resultaba imposible que continuara tres años más?). Recientemente nos hemos enterado de que el cardenal Cipriani ha sido condenado al silencio y a la desaparición de la vida pública sin ser escuchado y ni siquiera permitirle conocer las acusaciones en su contra, contra todos los principios del derecho. A todo esto se suman los casos de desaires y de jubilaciones aceptadas con una prisa indecente, que son aún más numerosos.

Me consta, además, que multitud de obispos tienen miedo de hablar con claridad y procuran mantener un “perfil bajo”, para que no les suceda lo mismo. Se trata de obispos ortodoxos y con un gran amor al papado y a la Iglesia. El mismo cardenal George Pell se sintió obligado a escribir sobre la situación de la Iglesia utilizando el seudónimo de “Demos” (pueblo), como se supo después de su fallecimiento. Basta ver que casi los únicos que hablan con contundencia son obispos jubilados, que ya no tienen nada que temer. Desgraciadamente, este temor no parece afectar a obispos partidarios de posturas claramente heterodoxas, como varios obispos alemanes y de otros lugares.

Se podría alegar que siempre hay que suponer lo mejor del Papa, que tendrá sus razones y que, además, ostenta la autoridad suprema en la Iglesia. Todo eso es cierto, por supuesto, pero cabe señalar que una cosa es un caso aislado, en el que se pueden suponer razones graves y de peso para actuar así, y otra cosa muy distinta es toda esta serie de casos uno detrás de otro de actuaciones sin proceso canónico alguno. La acumulación de casos hace que la impresión de que se está actuando arbitrariamente sea casi inevitable.

En cuanto a suponer lo mejor del Papa, que es una regla de actuación sensata, no podemos olvidar que, en el mismo sentido y por las mismas razones, también habrá que suponer lo mejor de los obispos mencionados. No sería justo suponer lo mejor de uno y no de los otros. Para eso existe precisamente el derecho, para evitar las parcialidades y, si se prescinde de él, es muy fácil caer en la tentación de ser excesivamente laxos con los amigos y excesivamente severos (o directamente injustos) con los enemigos. El hecho de que los obispos disciplinados sean prácticamente siempre los que no le caen bien al Papa o a los amigos del Papa es un indicio de que, en efecto, se ha caído frecuentemente en esta tentación. En sentido inverso, con los “amigos” del Papa parece haber una enorme paciencia, como muestran los ejemplos de Mons. Zanchetta, el cardenal Daneels, Mons. Ricca, el P. Rupnik o los obispos del grupo de McCarrick que han recibido el capelo cardenalicio.

Finalmente, es cierto que el Papa tiene la autoridad suprema en la Iglesia y, por lo tanto, está dentro de su poder condenar a alguien, incluso a un obispo, sin un proceso canónico previo. Sin embargo, que el Papa pueda hacer algo no significa que convenga que lo haga. Prescindir de los principios fundamentales del derecho, de los procesos canónicos y de la transparencia en las decisiones siempre es muy peligroso y, si se toma como forma habitual de actuar, lleva a consecuencias desastrosas y proyecta una imagen nefasta. Más aún que la mujer del césar, el Papa no solo debe ser irreprochable, también debe parecerlo.
Hablar por activa y por pasiva de sinodalidad a la vez que se trata a los obispos como a meros empleados quizá no sea hipócrita, pero sin duda lo parece.
Conviene recordar, por último, el efecto que tiene todo esto en los esfuerzos por promover la unidad con los no católicos. En efecto, con esta forma de actuar se hacen realidad los peores temores de ortodoxos y protestantes. Cuando el Papa actúa como un monarca absolutista, deponiendo obispos a su antojo, ¿cómo no van a temer los ortodoxos que les suceda lo mismo a ellos si vuelven a la Iglesia Católica? Si los protestantes observan que el Papa puede decir cualquier novedad en materia de doctrina y moral sin que nadie se atreva a contradecirle, inmediatamente se confirmarán sus prejuicios de que el “papismo” católico es una religión del Papa y no de la Revelación de Cristo.

Debemos tener siempre en cuenta que, según la fe católica, los obispos no son meros empleados del Papa y la misión de este no debe sustituir ni absorber a la misión de los obispos. Como señaló el Concilio Vaticano II, “los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió”, ejercen con el Papa el “oficio de atar y desatar”, “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas” y la “potestad que personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata”.

El Papa no es inmune por su cargo a las tentaciones y despreciar a los obispos, especialmente a los que osan corregirle, puede muy bien ser una de ellas. Para afirmar la autoridad del Papa no hay que rebajar la autoridad de los obispos, porque ambas tienen el mismo origen. Fue el mismo Cristo quien dijo: uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Como corresponde a auténticos hermanos, el Vicario de Cristo debe tratar con exquisito respeto y caridad fraterna a los que son auténticos vicarios de Cristo en sus diócesis y sucesores de los Apóstoles como él es sucesor de Pedro.

Bruno Moreno