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No importa tanto entender
cuanto saber que Dios sabe,
ni tanto lo que uno hace,
cuanto dejar que haga Él.
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No creo que este blog sea sospechoso de despreciar la razón, la dialéctica o el deseo ardiente de conocer y contemplar la Verdad. A eso nos hemos dedicado durante todos estos años, espero que con buenos frutos. La labor de conocer la Verdad, sin embargo, conlleva siempre la tentación de reducir esa Verdad a lo que nosotros hemos conocido de ella, como si el universo entero y el mismo Dios y sus maravillosos designios cupiesen en nuestra cabecita.
Dicho de otra forma, la sana filosofía es buena y verdadera, y los dogmas que profesamos sobre Dios y sus cosas son verdaderos y necesarios, pero en ambos casos hay una distancia infinita entre lo que conocemos y la realidad, que es incomparablemente mayor y más rica que nuestros pobres balbuceos. Si intentamos limitar el esplendor de la Verdad (veritatis splendor) a nuestras torpes ideas, lo que en realidad estamos haciendo es meternos en una cárcel que nosotros mismos hemos fabricado. Dios siempre es más y sus pensamientos son más altos que los nuestros como es más alto el cielo que la tierra.
Por eso, para conocer la Verdad, antes que ninguna otra cosa lo que necesitamos es humildad. Paradójicamente, para llegar más alto tenemos primero que hacernos más pequeños. Como dice el Salmista: Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad. Ese es el camino, porque, como nos recuerda la parábola del fariseo y el publicano, el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. Siempre me ha impresionado la forma en que Cristo describe la oración del publicano: no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, y, sin embargo, era su oración la que llegaba al cielo y no la del fariseo.
En ese reconocimiento de nuestra pequeñez, nuestra impotencia y nuestra ignorancia, reside una gran paz. Yo no lo sé todo, pero sé que Dios sí lo sabe. Yo a menudo no puedo cambiar las cosas, pero sé que Dios sí puede. El mundo no está en mis manos, pero está en buenas manos, que son las de Dios. No entiendo por qué pasa esto o aquello otro, pero sé que, si pasa, es porque Dios quiere y sé que puedo fiarme de Él porque me ama inmensamente. Es la paz del que se siente tan contento y seguro como un niño en brazos de su madre.
Como Maese Pedro, un personaje de El Quijote, le aconsejaba a su ayudante: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala".
BRUNO MORENO