Estamos asistiendo a un estallido. Lo que estalla es la arquitectura jurídico-institucional del sistema de 1978. El protagonista de la explosión es el Tribunal Constitucional, órgano concebido para ejercer como garante de derechos constitucionales, pero que bajo la presidencia de Cándido Conde Pumpido, auxiliado por una mayoría de izquierdas escogida por el poder político, aspira a convertirse en máxima instancia jurisdiccional del país, desplazando de esa posición al Tribunal Supremo. Los movimientos del TC no dejan lugar a dudas: ha exonerado de sus delitos a los responsables políticos del escándalo de los ERE, torciendo el brazo de los tribunales que los condenaron (Supremo incluido); ha auxiliado en sus demandas a la ex fiscal general y ex ministra Dolores Delgado (otra vez contra el Supremo); en el caso de la amnistía al golpismo separatista catalán, ha apartado al único magistrado que se había opuesto públicamente a ella y el propio Conde Pumpido intervendrá para que la balanza caiga del lado de la amnistía. Son sólo unos ejemplos, pero hay más. La tónica está clara: el Constitucional, que no es un órgano judicial, se propone corregir al Tribunal Supremo en aquellos casos políticamente relevantes al servicio del proyecto de poder del Ejecutivo.
Hay quien habla de «golpe de Estado». No es correcto. Un golpe de Estado es, precisamente, un golpe: hay una legalidad visible, alguien que se levanta contra ella y un conflicto patente. Pero aquí no: aquí es la propia legalidad institucional la que se retuerce sobre sí misma para provocar un conflicto político. Ante un golpe, un Estado tiene instrumentos materiales de defensa: fuerzas armadas, tribunales, etc. Pero ante un proceso como el que hoy estamos viviendo en España, no hay instrumentos que valgan, pues todos ellos dependen de un modo u otro del mismo poder que está ejecutando el movimiento. En un auto reciente, y sin que aparentemente viniera a cuento, el Tribunal Supremo deslizaba la eventualidad de que los magistrados del Tribunal Constitucional pudieran ser encausados por actuar contra la ley. Era algo más que un aviso a navegantes: en un caso extremo, podríamos encontrarnos con que el Supremo acusara al Constitucional de prevaricación. ¿Imposible? Bueno, ahora mismo tenemos a un Fiscal General del Estado investigado por revelación de secretos y, pronto, destrucción de pruebas y obstrucción a la Justicia. Cualquier cosa es posible hoy en España.
Es importante señalar que esta deriva de nuestro sistema no era imprevisible. La fragilidad de los órganos de control constitucional es bien conocida desde hace un siglo, cuando la célebre polémica entre Kelsen y Carl Schmitt sobre el «guardián de la Constitución». ¿Quién debe defender la Constitución frente a sus enemigos? Schmitt pensaba que un poder soberano capaz incluso de suspender la Constitución para defenderla, lo cual abría la pregunta acerca de las verdaderas intenciones del soberano. Kelsen, al contrario, pensaba que debía ser un tribunal, lo cual, por su parte, abría la pregunta sobre la capacidad real de ese tribunal para imponer sus decisiones. Lo que hoy tenemos en España es un Tribunal que ha empezado a comportarse como un poder soberano, en la medida en que se ha arrogado de hecho la capacidad para enmendar sentencias e incluso crear derechos fundamentales, como hizo en su sentencia de 2024 sobre el aborto. Este giro altera radicalmente la estructura del Estado de Derecho. Hemos pasado de una Nomocracia, es decir, el gobierno según las leyes, a una Telocracia, o sea, el gobierno según las finalidades (políticas), que ponen a su servicio las leyes modelándolas a su conveniencia. Y sin pedirnos permiso. Es verdad que estamos en plena crisis constituyente. Eso lo dijo —recordemos— Juan Carlos Campo, entonces ministro de Justicia y hoy magistrado del Tribunal Constitucional. En su momento, pocos lo entendieron, pero hoy el proceso es transparente: el estallido del sistema, en efecto.
Ahora la pregunta es qué hacer después. Imaginemos que todas las artimañas desplegadas por el Gobierno para mantenerse en el poder fracasan, que hay elecciones y que, pese a los mecanismos de control colocados aquí y allá por el Ejecutivo, Pedro Sánchez deja La Moncloa. El nuevo Gobierno tendrá ante sí el complicadísimo paisaje de un Tribunal Constitucional declaradamente hostil (incluso si Conde Pumpido finaliza su mandato en enero de 2026), lanzado por la pendiente de una redefinición de la estructura institucional del Estado, con una jurisprudencia tras de sí que le habilita para actuar como un poder judicial de hecho y sin ninguna instancia superior que pueda corregirle. El «guardián de la Constitución» se habrá convertido en un tirano constitucional. En ese paisaje, llenarse la boca con la «defensa de la Constitución» sería perfectamente absurdo: ese momento ya ha pasado. Inevitablemente habrá que tomar medidas de restauración del Estado de Derecho, medidas que tendrán que ir mucho más allá de un retorno a la situación anterior. Sólo cabe esperar que quien se vea llamado a la obra sea consciente de su magnitud.
José Javier Esparza