Parece que el presidente Trump nos despierta cada día con alguna nueva iniciativa, cada una más sorprendente que la anterior, desde la eliminación de organismos de subsidios turbios y la deportación de inmigrantes ilegales a la creación de un departamento de eficiencia gubernamental (un oxímoron donde los haya) o la marcha atrás en temas de transexualidad. Sus iniciativas y planes, además, no se limitan al interior de los Estados Unidos, sino que afectan a lugares tan dispares como Groenlandia, Gaza, Canadá, México o Panamá.
Sus enemigos políticos no esperaban esta vorágine de medidas y la nueva situación les ha pillado con el pie cambiado. Lo que más me interesa a mí, sin embargo, es la reacción de los católicos. Algunos están (con cierta razón) encantados con Trump y consideran desleal o desagradecido oponerle cualquier crítica. Otros (también con cierta razón) se empeñan en señalar que, en muchas cosas, las políticas de Trump y su conducta personal se apartan considerablemente de la moral católica, por lo que cualquier católico debe condenar públicamente al personaje.
A pesar de tener ambos su parte de razón, como ya he dicho, creo que ni unos ni otros aciertan en el diagnóstico general. Y tampoco lo hacen los que piensan que la verdad está en el término medio. Lo cierto es que la importancia de Trump no está en sus políticas concretas, algunas de las cuales son estupendas y otras absurdas o inmorales. Es necesario ir más allá. Lo importante de Trump es que es una señal, un signo de victoria que, de un solo golpe, ha roto el espinazo de la modernidad.
Me explico. La esencia de la modernidad, su ideología fundamental o, mejor dicho, su religión oficial es el progresismo. Se trata de una religión implícita e inconsciente para la gran mayoría de sus adeptos, pero no por eso menos real. Esa es la razón por la que izquierdas y derechas, conservadores o progresistas, ecologistas o nacionalistas, a la postre coinciden en promover o al menos conservar siempre el progresismo. Sus diferencias son meramente de detalle, envoltorios distintos para atraer a los diversos grupos o velocidades diferentes en una misma y única dirección.
El progresismo, a su vez, tiene un único dogma fundamental, que es el progreso continuo: lo nuevo siempre es mejor que lo viejo, hoy siempre es mejor que ayer, los hijos siempre saben más que los padres y los nietos más que los hijos. Eso es lo determinante y no los detalles. En concreto y en cada momento, lo “progresista” puede ser cualquier cosa e incluso lo contrario que lo progresista de ayer, porque lo que importa no es la cosa en sí, sino el mero hecho de ser lo nuevo, de ser un progreso, de diferenciarse del pasado.
La modernidad considera que, por su propia naturaleza, ese progreso es imparable e irreversible. A fin de cuentas, ¿quién querría retroceder, involucionar y volver al pasado, que es la suma de todos los males? Solo un loco o un malvado y esas son las categorías en las que se encuadra a cualquiera que rechace el último progreso inventado hace tres días. Los locos y los malvados enemigos del progreso deben ser, y generalmente son, acallados y marginados de la sociedad, de las instituciones y de todos los grupos sociales (incluidos los religiosos) implacablemente.
La mejor muestra de lo debilitado moral e intelectualmente que está Occidente es que durante décadas y décadas ha soportado este despropósito irracional y evidentemente manejado (o al menos aprovechado) por élites sin escrúpulos. Lo mismo, pero de forma más sangrante aún, se puede decir de una gran parte de los católicos, incluida la jerarquía, que se han rendido con armas y bagajes a la religión anticatólica del nuevo imperio mundial y le ofrecen alegremente incienso en toda ocasión. Como la clase política, unánimemente progresista, se ha asegurado además de debilitar también la familia, que era el otro ámbito de resistencia que quedaba, el dominio de la modernidad y su religión oficial ha sido casi absoluto durante toda mi vida.
En los últimos cincuenta o sesenta años no ha habido verdadera resistencia contra el progresismo, porque prácticamente el mundo entero se ha rendido o se ha pasado con entusiasmo al bando progresista vencedor. Inesperadamente, sin embargo, el más insólito campeón se ha presentado a hacer batalla: un setentón amigo del dinero, de moralidad dudosa, muy dado a las fanfarronadas y, además, con un historial político reducido y bastante decepcionante. En su contra, la práctica totalidad de la clase política mundial, la práctica totalidad de los medios de comunicación y, en apariencia, la práctica totalidad de la población de Occidente.
Más inesperadamente aún, el campeón setentón ha vencido arrolladoramente y, en vez de desaprovechar su victoria como hizo la vez anterior, la ha emprendido a mandoble limpio contra el edificio progresista en su país como si no hubiera mañana. Diversos “progresos” que parecían intocables y nadie se atrevía a cuestionar seriamente, sobre diversidad, transexualidad, multiculturalidad, fronteras abiertas y otros, han sido borrados de la faz de la tierra con una simple firma. Esto es un golpe terrible no tanto por su materialidad, porque las conquistas progresistas son legión y su eliminación requerirá décadas o siglos, sino por su carácter de signo visible: el progresismo, lejos de ser irreversible, se derrumba a poco que se le haga frente. Es posible y conveniente volver atrás en muchas cosas, en las que el camino tomado era claramente erróneo. El rey estaba desnudo, el gigante tenía los pies de barro y su aura de invencibilidad ha desaparecido, porque un estrafalario político norteamericano ha bailado sobre sus ruinas. El espinazo de la modernidad se ha roto.
En efecto, las fuerzas progresistas, al menos por el momento, parecen estar en desbandada y, para mayor humillación, se ha demostrado que su poder necesitaba apoyarse en una tupida trama de subvenciones ocultas. Sin ellas no tienen ninguna fuerza. Sin la percepción de que es invencible y cuando se corta el caudal interminable de dinero, el progresismo se disipa como un mal sueño. Los reyes, los ejércitos van huyendo, van huyendo; las mujeres reparten el botín.
Algo parecido han conseguido otros campeones menores, como Miléi, Bukele, en menor medida Orban y alguno más, cada uno a su estilo. La mayoría de ellos con grandes defectos personales o en cuanto a sus políticas concretas. De hecho, al igual que Trump, todos están más o menos infectados de progresismo, porque apenas hay nadie hoy que no lo esté. Por eso no hay nada de extraño en que muchas de sus políticas sean erradas, disparatadas o inmorales. ¿Cómo no van a serlo, si también ellos son progresistas? Pero lo importante es que, ellos también, han mostrado en sus países que el progresismo ateo, relativista, inmoral y anticatólico no es irreversible. No lo es y ese pequeño triunfo basta para cambiarlo todo.
Aunque sea doloroso, hay que señalar que, debido a la postración actual de la Iglesia, ninguno de esos campeones es católico. Hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. Por eso el campeón de la lucha contra el progresismo no ha podido ser un San Luis, un Carlomagno y ni siquiera un Constantino, porque de haberlo sido se habría tenido que enfrentar con toda probabilidad a la misma jerarquía católica. Tampoco ha podido serlo un gran teólogo, un San Agustín o un Santo Tomás. Porque nos lo merecemos, Dios nos ha dado la humillación de que los vencedores hayan sido otros, cuando era a la Iglesia a la que le tocaba por vocación liderar la lucha contra la hidra progresista y anticatólica. Como consuelo podemos fijarnos en que varios de los colaboradores cercanos de esos líderes son católicos, pero en conjunto, hay que reconocerlo, el catolicismo no ha estado a la altura.
En cualquier caso, el colmo de lo inesperado es que gran parte de la población norteamericana parece estar encantada con lo que está haciendo Trump, al igual que sucede, mutatis mutandis, en El Salvador, Argentina, Hungría et al. Y también en la población de otros países que mira a estos con apenas disimulada envidia. La reacción más frecuente ha sido el alivio: ya no hay que fingir que uno cree cien cosas imposibles y absurdas antes del desayuno, que los hombres son mujeres y las mujeres hombres, que la emergencia climática acabará con todos nosotros a pesar de que las predicciones al respecto no se cumplen nunca, que los delincuentes son honrados y los hombres honrados son el problema, que todo lo antiguo fue malo y todo lo nuevo es bueno por el hecho de ser nuevo, y un larguísimo etcétera. Lejos de ser algo inevitable e irrefutable, la cosmovisión progresista es claramente absurda y contradictoria y solo se puede mantener en el cerebro a base de una vigilancia política, legal, mediática y moral constante. Cuando la vigilancia cesa, los hombres normales rechazan ese absurdo.
Todo esto, sin embargo, no es la victoria, sino más bien un punto de inflexión en la batalla. Ni Trump ni sus versiones en otros países son en ningún sentido soluciones permanentes ni la victoria final puede venir de meras políticas humanas. Lo que se ha producido es, simplemente, un toque de trompeta esperanzador, que nos anuncia que no hace falta seguir huyendo, que la bestia no es invencible, que la victoria es posible y, para nosotros los católicos, que la fe y la moral de la Iglesia no son una carga obsoleta y oscurantista de la que convenga desembarazarse. Nada más y nada menos que eso.
Queda saber cómo vamos a reaccionar más allá del alivio inicial. El progresismo parece estar en desbandada, pero no sabemos si esta situación durará. ¿Retomaremos la iniciativa que hace tanto tiempo que habíamos perdido? ¿Aprovecharemos la victoria del insólito campeón norteamericano y sus no menos insólitos adláteres de otros países? ¿Osaremos dar el golpe de gracia a la bestia herida y, al menos por el momento, paralizada? ¿O seremos lo suficientemente estúpidos como para desaprovechar la ocasión, dejando que el progresismo se convierta de nuevo en el amo de Occidente? Hemos probado la libertad, ¿volveremos a la esclavitud de una ideología inhumana e irracional? Ante todo, ¿sabrá la Iglesia recuperar convicción de que solo Cristo tiene palabras de vida eterna y de que sus palabras no pasarán? El tiempo lo dirá.
Bruno Moreno