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lunes, 17 de febrero de 2025

Ya basta. Bala y plomo eclesiales




La situación la venimos arrastrando desde hace décadas pero cada vez se hace más acuciante. ¿Cómo es posible que en la Iglesia hayamos llegado al nivel en el que nos encontramos? ¿Cómo es posible que con frecuencia casi semanal se destapen escándalos en los que están involucrados sacerdotes y obispos, relacionados con el abuso sexual, en la gran mayoría de los casos con personas de su mismo sexo? Aunque sea un tema que lo hemos tratado ya varias veces en el blog, es necesario volver sobre él y discutir algunos puntos.

1. No estamos hablando por supuesto de caídas ocasionales. Todos somos hijos de Adán y el pecado original nos afecta a todos. Por lo que cualquiera puede tener caídas, aún cuando sea sacerdote u obispo. Ver la cosa de otro modo sería adquirir una postura farisaica. Pero hay un elemento a tener en cuenta. Santo Tomás enseña que los obispos deben estar en “estado de perfección”. Es decir, no deberían tener siquiera caídas ocasionales. La teología moral francisquista, en cambio, dice que ese es el ideal y que la cosa consiste en caminar hacia ese ideal, aunque no se lo posea en acto en el día mismo de la consagración episcopal. Que cada cristiano elija la opción que más le convenza.

2. Hay una cuestión de antropología básica. Quien dice: “Hoy voy a refocilarme con mi chofer”, u “Hoy voy a manosear a un par de seminaristas”, u “Hoy me voy a desnudar con algunos jovencitos”, no tiene caídas ocasionales; tiene hábitos arraigados, y muy arraigados, contrarios a la virtud de la castidad. Es decir, no es casto. Y quien no tiene la virtud de la castidad, entendida como continencia perfecta, fuertemente arraigada, no puede ser sacerdote de rito romano, y tampoco obispo en ninguno de los ritos de la Iglesia católica. Un sacerdote o un obispo tiene que procurar estar a la altura de su ministerio, y si no lo está, rechazar el nombramiento y, si ya lo aceptó y ve que no alcanza esa altura, irse. Pongamos un ejemplo: soy medio chicato y me designan chofer de la seguridad presidencial: debería rechazar el nombramiento. Supongamos que me dicen que el presidente me quiere así como soy, que poco a poco lograré mejorar la visión, que estamos en camino de ver, etc.. Entonces debo procurar ver lo mejor posible o comprarme unos anteojos. Pero si mi visión no mejora, debo renunciar porque, conmigo al volante, morirán todos los que van en el coche. Y no vengan con que estas son posturas rígidas, que por tolerar posturas fláccidas, desde Juan Pablo II a esta parte, así nos ha ido.

3. Si un sacerdote u obispo procede de esa manera, según los ejemplos —reales—, que mencioné en el punto anterior, resulta claro que su vida está planificada sobre la hipocresía y la mentira. Si planea con anticipación de días o meses, el modo de ganar la confianza de algunos muchachitos para abusar de ellos, o ahorra para unas vacaciones nudistas, ese consagrado vive en estado permanente de pecado mortal, y aún así, celebra y recibe los sacramentos, cometiendo diariamente sacrilegios espantosos. Y frente a esto no hay muchas opciones: o es un esquizofrénico, o perdió la fe católica fabricándose una fe propia con todas las flaccideces y acomodamientos que le convienen, o es un cínico que simplemente dejó de creer y se sirve de los bienes, y de los jóvenes, que le provee la Iglesia para llevar una vida cómoda.

4. Este tipo de personajes, en los últimos tiempos, se han convertido en plaga dentro de la Iglesia. No es necesario mencionar aquí los casos que todos conocemos. Contentemonos con recordar al obispo Gustavo Zanchetta, abusador de seminaristas (¿regresó de Roma o continúa prófugo y protegido por Bergoglio?) o el ex- sacerdote Christian Gramlich, abusador de menores. ¿Cómo ha sido posible que los tales hayan llegado a la ordenación sacerdotal y, aún más, a la consagración episcopal? Muy sencillo: porque muchos que los rodeaban callaron e, incluso, encubrieron. Si, como hemos dicho, un obispo abusador lo es porque posee hábitos o vicios de ese tipo, lo más probable es que los tuviera también mientras era sacerdote. Y no resulta creíble que nadie supiera nada de sus conductas depravadas (esa situación es privilegio sólo del cardenal Kevin Farrell, que vivió durante décadas en la misma casa de McCarrick, y nunca vio nada…), y los que sabían no hablaron.

5. Es ineludible afirmar lo evidente: aquí hay un último culpable, y ese es el Papa Francisco, que es quien elige a los obispos. Muchos dirán que hay miles de obispos en el mundo y siempre se le puede pasar alguno. Pues para eso están los nuncios, para hacer una prolija labor de investigación de los candidatos. Y si no la hacen con el cuidado necesario, deberían ser expulsados.

Sin embargo, se sabe que para Argentina, a los obispos los elige directamente Bergoglio, sin intervención alguna de la nunciatura, ni consejo de la Conferencia Episcopal ni del clero. Mons. Carlos Domínguez, por ejemplo, fue provincial de su orden, los agustinos recoletos, con sede en Buenos Aires, y allí conoció al cardenal Bergoglio, y le cayó simpático. Y el pontífice, en algún momento de 2019, se acordó de él y decidió hacerlo obispo. Este es el modo en el cual se maneja el Santo Padre: su criterio de elección es su capricho. Los resultados están a la vista; los escándalos explotan a montones. Recordemos nomás lo ocurrido hace pocos meses con Mons. Mestre en La Plata, y con la sede de Mar del Plata.

6. Algunos sacerdotes, a los que caritativamente calificaré de ingenuos porque el epíteto que les corresponde es otro, opinan que estos casos deben ocultarse, y por dos motivos: el dolor de las víctimas de los abusadores y el bien de la Iglesia. Sacarlos a luz es signo evidente —dicen— de poco amor a la Iglesia. Son argumentos que atrasan 40 años; quizás en el juanpablismo podían esgrimirse; ahora ya no se puede porque los resultados de esa política los seguimos sufriendo.

7. El dolor de las víctimas es real y merece el mayor respeto y discreción. Sin embargo, cualquier persona más o menos informada sabe que una de las condiciones fundamentales para paliar ese dolor y curar esas heridas, es que el culpable sea juzgado y castigado. Y sabemos que los jerarcas de la Iglesia tienden indefectiblemente al encubrimiento en estos casos; sabrán ellos por qué lo hacen. Por tanto, es función de los seglares, a partir de información fidedigna y de fuentes cruzadas, sacar a la luz los escándalos procurando siempre proteger a las víctimas. Es el único modo —e insisto—, el único modo de forzar a los obispos a que castiguen a los culpables. Y, nuevamente, hay una riada de casos para mencionar. Apelo al último: el del ex-sacerdote Ariel Principi. Si no hubiese sido por la presión de los medios, su castigo por abusar de menores habría sido poco más que una mera reprimenda.

8. El argumento de buscar el bien de la Iglesia resulta nuevamente de una tierna ingenuidad propia de una viejecita del siglo XIX. Cuando a partir de los ’70 los casos de escándalos y abusos sexuales comenzaron a estallar en la Iglesia, la práctica fue ocultar todo, desentenderse de las víctimas y trasladar al culpable a otra diócesis. Esta política, hay que decirlo, es la que siguió a rajatabla Juan Pablo II. El prestigio de la Iglesia estaba por encima de la justicia. Y así se logró que los abusadores dejaran un tendal de víctimas, confiados en la omertá que los protegía. El único modo de curar esta enorme infección que padece el cuerpo de la Iglesia, y que amenaza con convertirse en septicemia, es exponer el pus y eliminarlo. Los casos de abusos, aunque sean terriblemente dolorosos no solamente para las víctimas y sus familias, sino para todos los católicos que se toman su vida de fe en serio, deben ser sacados a la luz —preservando, insisto, la identidad de las víctimas—, los culpables juzgados y severamente castigados. Los cancilleres diocesanos y demás sacerdotes con responsabilidad que intentan convencer a los abusados de que, por amor a la Iglesia, callen, en realidad están condenándolos a no sanar jamás, están impidiendo que se haga justicia (parece que a esta virtud no la tienen muy en cuenta los curiales) y están provocando que la infección continúe corroyendo las entrañas mismas de la Iglesia.

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En la Edad Media, se recurría en estos casos al ritual de execración de obispos. Era una ceremonia solemne utilizada para la deposición de un obispo caído en herejía, cisma o graves delitos, como el abuso sexual. Generalmente incluía los siguientes pasos:

1. Juicio eclesiástico: Antes de la ceremonia pública, se realizaba un juicio canónico en el que se examinaban las acusaciones. Si el obispo era hallado culpable, se procedía a su condena formal.

2. Despojo de los ornamentos episcopales: Durante la ceremonia, el obispo era llevado ante un concilio o sínodo y se le despojaba de sus insignias episcopales (mitra, báculo, anillo, capa pluvial, etc.). Este gesto simbolizaba su pérdida de autoridad espiritual.

3. Pronunciación de la maldición o anatema: Se leía en voz alta la sentencia de excomunión o deposición, a menudo en forma de una fórmula ritual que invocaba la condena divina.

4. Extinción simbólica de su dignidad: En algunos casos, se apagaban cirios o lámparas, simbolizando que el obispo era expulsado de la luz de la Iglesia. Se podía arrojar su anillo episcopal al suelo y pisotearlo, mostrando la ruptura de su unión con la Iglesia.

5. Expulsión de la Iglesia: El obispo condenado era formalmente expulsado del lugar sagrado. A veces, los asistentes sacudían el polvo de sus pies en señal de desprecio y ruptura total.

6. Entrega a la autoridad secular (si correspondía): En los casos más graves, el obispo podía ser entregado al poder civil, lo que en la práctica significaba el riesgo de prisión o ejecución.

No hay esperanza alguna de que en el misericordioso pontificado de Francisco este ritual sea restaurado. Por eso mismo, exigimos tolerancia cero para todos aquellos ministros del culto cuyo delito canónico haya sido probado. Bala y plomo eclesiales, es decir, expulsión del estado clerical y, si hay contumacia, excomunión.

THE WANDERER