Un tío mío contaba una anécdota que siempre me llamó mucho la atención. En cierta ocasión, varios compañeros de trabajo se habían puesto a hablar y la conversación, de alguna manera, recayó en cómo le gustaría a cada uno morirse. Hablaron varios, que fueron comentando lo habitual con ligeras variantes, hasta que llegó uno que se limitó a decir: “yo le he pedido a Dios una muerte lenta y dolorosa, para que me dé tiempo a arrepentirme de mis pecados”. La conversación terminó ahí, claro, y todos se quedaron en silencio y con la boca abierta. A fin de cuentas, quien más, quien menos, si los demás le habían pedido algo a Dios era no morirse nunca.
Siempre me acuerdo de esta anécdota al hablar de la muerte, porque lo cierto es que se ha producido un cambio asombroso en la forma de considerar la muerte entre los católicos. Si hiciéramos una encuesta o preguntáramos al azar a los católicos que salen de Misa de doce, la respuesta más frecuente sería el deseo de una muerte rápida, sin darse cuenta, a ser posible durante el sueño y, por supuesto, sin ningún dolor. Es algo tan asumido y generalizado que no creo que nadie se sorprenda por ello.
Digo que el cambio ha sido asombroso, sin embargo, porque esa muerte ideal de los católicos actuales fue siempre la peor pesadilla de los católicos de épocas anteriores. Basta consultar misales o devocionarios antiguos para encontrar en todos ellos la petición clásica: a morte subitanea et improvisa, liberanos Domine. De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor. ¡La muerte ideal del católico medio actual era uno de los grandes males de los que se pedía a Dios que nos librara!
En el pasado, la costumbre moderna de no pensar en la muerte, no hablar de ella y hacer como si no existiera se consideraba algo propio de los peores inconscientes y los pecadores endurecidos. En efecto, el memento mori, el recordatorio de la muerte, era constante en el arte, los monumentos públicos, la literatura y la predicación. Los predicadores advertían con gran frecuencia de la necesidad de ser conscientes de que uno iba a morir y, por lo tanto, de convertirse ya, sin esperar a mañana, precisamente por el peligro de la muerte repentina, que privaría al pecador de la última oportunidad de conversión y arrepentimiento. Los libros dedicados al “arte de bien morir”, como el de San Roberto Belarmino, eran algunos de los tratados espirituales más leídos y difundidos.
Asimismo, el sufrimiento que suele acompañar a la muerte se consideraba una penitencia saludable para el alma, generalmente muy necesitada de ella. El ejemplo de los santos mostraba que, si bien la muerte era un trance difícil, el cristiano no debía huir de ella, sino afrontarla cara a cara. San Francisco, por ejemplo, poco antes de morir le decía al médico: “hermano, dime la verdad; no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz de vivir como de morir”. En efecto, a pesar de los sufrimientos que le ocasionaba su enfermedad, murió alabando a Dios con sus hermanos frailes, escuchando la lectura de la Pasión según San Juan y dando la bienvenida a la “hermana muerte”.
¿Cómo es posible que, siendo esa la tradición cristiana, en la actualidad la inmensa mayoría de los católicos tengan una actitud completamente distinta ante la muerte? Es evidente que vivimos en una época blandita y apóstata, que no tiene respuesta para la muerte y, por lo tanto, prefiere hacer como si esa muerte no existiese. Eso no es difícil de entender: el Mundo es mundo y se dedica a sus mundanidades. Tampoco sorprende que muchos católicos se vean influidos y seducidos por el ambiente, como la semilla que crece entre espinos.
Lo extraño, lo indignante y lo triste es que la misma predicación de la Iglesia sobre este tema parece haberse adaptado en gran medida a las sensibilidades mundanas. Prácticamente nunca se habla en las homilías de la muerte y, si se hace, es de forma eufemística, como un paso inmediato y automático al cielo. Prácticamente nunca se recuerda a los fieles que van a morir y deben prepararse para el momento crucial de la muerte. Prácticamente nunca se habla, por supuesto, del valor salvífico del sufrimiento unido a la Cruz de Cristo. Prácticamente nadie pide a Dios que le libre de la muerte súbita e imprevista. La mayoría de los católicos muere sin un sacerdote a su lado, en parte porque los clérigos están muy ocupados en otras cosas y en parte porque los familiares ya no ven la necesidad y prefieren que el enfermo sea sedado hasta la muerte.
Como resultado, los católicos se han hecho indistinguibles de los paganos también en este aspecto: desean la muerte súbita, temen más al sufrimiento que al pecado, engañan a los enfermos para que no sepan que se están muriendo y gran parte de ellos miran con buenos ojos la eutanasia que proporciona esa deseada muerte súbita e indolora (incluidos, para mayor vergüenza, varios miembros de la nueva Pontificia Academia Vaticana para la Vida). La sal se ha vuelto sosa y para nada vale ya.
Dios tenga misericordia de nosotros, nos enseñe a mirar cristianamente la muerte y, si es su voluntad, nos dé la gracia de librarnos de la muerte súbita e imprevista, para que podamos arrepentirnos de nuestros pecados y morir bendiciendo a Dios, como mueren los santos.
Bruno Moreno