Hace cinco años, los más listos de la clase —con alzacuellos incluidos— nos decían que una vez arrancado el cuerpo de Franco del Valle, todo volvería a la calma.
Que había que entregar el cadáver porque el gobierno, satisfecho tras su grotesca profanación, dejaría en paz la Basílica. Que los demonios, una vez saciada su sed de venganza, se retirarían a sus cuevas. Y como entonces nos atrevimos a decir que no, que esto era solo el principio, nos llamaron histéricos. Radicales. Exagerados. Nostálgicos. Franquistas. Ultras.
Pero he aquí que el tiempo ha hecho su trabajo y ha dejado a todos en evidencia. Pero no se dan por enterados. Y siguen hablando con esa superioridad clerical que te da la hora con el mismo tono que una homilía.
El Valle está siendo desmantelado con más saña cada día. Se va a profanar, con el aplauso de los obispos. Y mientras tanto, los mismos que nos llamaron alarmistas, celebran entre bastidores que han “conseguido salvar la Cruz”. Como si se pudiera salvar una Cruz entregando a Cristo. Como si lo conseguido fuera fruto de su estrategia cuando es, en todo caso, simple clemencia del enemigo, por ahora. Como si el hambre del mal se calmara con un aperitivo.
La verdad es esta: entregaron a Franco con la esperanza de que se contentaran. Y lo único que han conseguido es darles la certeza de que pueden aplastar sin resistencia. De que no sólo es meliflua su voz. Porque aprendieron que bastan cuatro amenazas para que obispos, fundaciones y católicos profesionales se arrastren como perritos maltratados.
Y así, los que deberían haber sido soldados, se comportaron como contables. Los que deberían haber levantado la voz, se quedaron mudos. Los que deberían haber defendido el Valle como se defiende una basílica, se escondieron detrás de las faldas de Cantera. Hasta que pudieron apuñalarle.
Porque aquí está la raíz del problema: no saben lo que es el Mal. No lo reconocen cuando lo tienen delante. Creen que se puede razonar con él. Creen que cediendo, cederá. Que se puede dialogar. No entienden que al Mal se le combate, se le enfrenta, se le muerde si hace falta. Que no se le entrega un solo centímetro. Que cada vez que retrocedes, avanza. Y que su meta no era Franco: su meta es todo lo que, por cierto, Franco defendía. Su meta es la Cruz. Y no pararán hasta derribarla.
Jaime Gurpegui