Aurelio Porfiri:
Buenos días a todos, y bienvenidos al podcast de Liturgia e musica sacra. Les habla Aurelio Porfiri. Hoy vamos a conversar con monseñor Athanasius Schneider, al que ya conocen. El punto de partida de nuestra charla de hoy va a ser la nueva edición que he preparado del Catecismo de la fe católica del padre Enrico Zoffoli. Monseñor Schneider ha escrito una presentación para dicho texto. Gracias, monseñor Schneider por su participación.
Me gustaría empezar con una pregunta algo provocadora: algunas veces, cuando Vuestra Excelencia aparece en un video, sea conmigo o con otro, observo que hay mucha gente que lo insulta, porque dice que V.E. no ha entendido bien la cuestión del Papa en general, todas esas cosas que ya conocemos bien, ¿No le parece que en realidad la ignorancia de esas personas nos indicaría que el Catecismo es cada vez más necesario, porque en el fondo, lo que V.E. hace no es otra cosa que defender la Fe católica, y defender lógicamente el honor, la honra del Santo Padre, aunque sabemos bien que V.E. no siempre está de acuerdo con las posturas del Sumo Pontífice. Pero está claro que V.E. lo reconoce como el Sucesor de San Pedro. Entonces, ¿cuál es su parecer? ¿Cómo hemos llegado a esta situación?
Monseñor Schneider:
Yo diría que en los últimos siglos en la vida de la Iglesia ha surgido algo que no es saludable. Porque también es posible pecar por exceso, y por el contrario, la verdad y la virtud están en el término medio. En la mesura. En el equilibrio. Y ese equilibrio, en lo que se refiere a la persona del Papa, al ministerio petrino, se ha descompensado de una manera verdaderamente excesiva. Me gustaría decir que una veneración semejante del Papa y de su ministerio no se corresponde con lo que Dios le encomendó a San Pedro. Porque se ha llegado a un punto en que poco menos que se ha divinizado al Papa, a la persona del Papa. No hay que convertir a nadie en un dios. En teoría no, claro, pero en la práctica, y si tenemos en cuenta, no la teoría sino la realidad en los últimos siglos de la vida de la Iglesia, cada una de las palabras que dice el Papa a lo largo del día se ha vuelto infalible. Esto es una parodia del dogma católico de la infalibilidad pontificia.
Y luego, una vez más no en teoría sino en la práctica, ciertamente se considera al Papa como amo y señor de la Fe, amo y señor de la Tradición. Pero eso es lo contrario de lo que ha dicho el Concilio. El documento Dei Verbum declara que el Magisterio de la Iglesia, en primer lugar y empezando por el Papa, no están por encima de la Palabra de Dios, ya sea escrita o transmitida por la Tradición, sino por debajo de la Palabra escrita de Dios y por debajo de la Tradición, para servirla con fidelidad y transmitirla sin alterar nada, en su integridad, y custodiarla y defenderla. Eso es lo que dice el Concilio.
Recordemos que el Papa no es otra cosa que Vicarius Christi, no Sucessor Christi. No es sucesor, sino Vicario. Administrador. Los mismos Apóstoles: en el prefacio de la Misa de los Apóstoles hay una expresión muy hermosa y muy precisa. Dice la Iglesia en ese texto que los Apóstoles son simplemente pastores vicarios. Para que nos hagamos una idea: los Apóstoles no son pastores en un sentido amplio, sino pastores vicarios, dice la Iglesia. De Dios, de Cristo. Porque todos los demás son vicarios. Los Apóstoles son vicarios de Cristo. San Pedro y todos los demás. Y tenemos que ser conscientes de ello. De que el Papa es el Siervo, el Vicario, el ministro de la Verdad de Cristo. Si alguna vez o en alguna circunstancia hace algún gesto o afirma algo que sea evidentemente ambiguo, es lo contrario de lo que le exige el ministerio petrino.
Y si los obispos lo vemos, no podemos hacer la vista gorda. No volvamos a caer en una papolatría, en una divinización del Papa, poniéndolo en el lugar de Cristo y dando prioridad al servicio de una persona, por muy papa que sea, sobre el de Cristo. Por esa razón, estas advertencias –por supuesto, con reverencia, con respeto– los mismos obispos se la tienen que hacer al Papa de vez en cuando –aunque es raro; han sido pocas veces en la historia de la Iglesia, si bien pasa en estos tiempos–, tenemos que hacerlo. Es nuestro deber de obispos, porque no somos empleados sino hermanos del Papa, del Colegio Apostólico. Estamos por debajo de él, pero somos hermanos. Y lo hacemos, debemos hacerlo con amor sobrenatural al cargo petrino y a la persona del Papa, así como con reverencia, con respeto. Pero con claridad sin caer en, cómo diría yo, sofismas ni adulaciones. No sería digno.
Aurelio Porfiri:
Permítame que le haga una pregunta un poquito más provocadora: dice que no conviene caer en papolatrías, y está bien; es más que comprensible. Pero para V.E. una cosa así, ¿la diría también con un papa como Pío X o Pío XII, o sea con un pontífice que tal vez parecería mejor alineado con cierto concepto de la Iglesia? ¿Considera que también en ese caso habría que evitar caer en el error de la papolatría?
Monseñor Schneider:
¡Claro! Porque la papolatría en sí no es buena. Porque es un exceso. Todo lo que es excesivo no se ajusta a la verdad, no contribuye a la verdad. Los excesos no ayudan. Desfiguran el cometido del Papa. Y así, aun los papas buenos pueden ponerse en el centro y Cristo ya no estaría tan a la vista.
Por ejemplo, el primer pontífice, San Pedro, dio ejemplo de ello, y creo que todos los papas. Cuando fue a casa de Cornelio y luego vino el Espíritu Santo, y predicó. Se postraron a los pies de San Pedro para venerarlo. Y él se lo prohibió. Les dijo: «No, yo sólo soy un hombre; no debéis postraros ante mí». No digo que si alguna vez alguien siente devoción pueda hacerlo, pero sería la excepción de la regla.
Este ejemplo de San Pedro tiene un importante valor simbólico porque un buen papa, incluso un santo, cuanta más autoridad ejerce en la Iglesia, más tentaciones hay de divinizarlo, lo cual no es saludable. Por eso, los pontífices tienen que tener mucho cuidado con todas estas formas de atraer tanta atención hacia su persona. Es preferible ser más modesto para que ante todo estén en el centro Cristo, la liturgia, la adoración, la sacralidad, la integridad de la doctrina, poner a buenos sacerdotes, obispos y cardenales en la Iglesia, y defender también la Iglesia de las herejías, tantas cosas como hace un papa, pero no debe cultivar lo que no es necesario y contribuye al culto de la personalidad. Por supuesto que debemos tratarlo con gestos normales de reverencia por el cargo que ejerce, pero moderadamente.
Aurelio Porfiri:
Excelencia, he hablado con algunos obispos y cardenales que, no es que no estén de acuerdo usted en cuanto a que es necesario manifestar al Papa su perplejidad ante ciertos gestos o acciones, pero dicen que esa perplejidad hay que manifestarla en privado y no públicamente. ¿Qué opina de esto?
Monseñor Schneider:
¡No! Porque es público. Claro que se puede hacer en privado, pero si no se consigue, si se ve que no sirve de nada, tenemos el deber de hacerlo públicamente con miras a la salud de las almas, de los fieles, de toda la Iglesia. Dice el Concilio que todo obispo, miembro del colegio episcopal, tiene también el deber de preocuparse por el bien de toda la Iglesia, no sólo de su grey o su diócesis. Ha sido así desde el principio de la Iglesia. Dios lo permitió concretamente en Antioquía.
San Pablo, que era lo que hoy en día llamaríamos miembro del colegio episcopal, subordinado a San Pedro, lo amonestó en público, no en privado. Porque San Pedro había hecho cosas ambiguas que socavaban la pureza de la fe en aquel tiempo en lo relativo a ritos antiguos judeocristianos y los cristianos nuevos recién convertidos procedentes del paganismo y que no debían observar esos ritos por decisión de los Apóstoles y del concilio. Con todo, más tarde, San Agustín y Santo Tomás de Aquino dijeron que el Espíritu Santo permitió aquel incidente de Antioquía para enseñar a toda la Iglesia que se puede, y no sólo se puede, sino que a veces un súbdito debe amonestar públicamente a su superior, aunque sea la máxima autoridad de la Iglesia cuando está en juego la pureza de la fe íntegra, del bien total de la Iglesia. Son cosas que han dicho santos, y pertenecen enteramente a la Tradición católica.
Aurelio Porfiri:
Para terminar, Excelencia, me gustaría mencionar otra vez en concreto el Catecismo de la fe católica del P. Zoffoli. V.E. también ha publicado un catecismo, y quisiera preguntarle. ¿Qué importancia tiene el Catecismo en nuestros tiempos, un buen catecismo? ¿Cuál es a su juicio la necesidad actual de contar con un instrumento semejante?
Monseñor Schneider:
Es esencial conocer la Fe para el cristiano. En los tiempos que corren es urgentísimo, es evidente, que vivimos en medio de tanta gente en la Iglesia que tienen una gran ignorancia de los conceptos básicos de la Fe católica. San Pablo dijo que no podemos invocar a Dios si no lo conocemos. Dijo también que no podemos correr si no avanzamos hacia la meta, que cómo vamos a combatir si no tenemos claro a quién; es imposible. ¿Cómo vamos a dar la vida por Cristo? Nadie da la vida por una vaguedad, por algo ambiguo. Yo doy la vida por algo que es verdad, y verdad no humana, sino divina.
Por eso, las últimas palabras de Cristo en este mundo fueron ni más ni menos una solemne orden divina a los Apóstoles, a toda la Iglesia, «Id y enseñad, docete, a todos los pueblos. Docete, doctrina; enseñad; enseñanza. Es un deber solemne señalado por Dios. Y debemos hacerlo por amor, porque no se puede amar si no se conoce. Pues el amor presupone el conocimiento. Cuanto más se conoce algo o a alguien, más se lo quiere. Por eso, considero que publicar un catecismo es un gesto eminente de amor a los fieles para ayudarlos, para que conozcan mejor y de forma segura las verdades de Dios, y puedan así amarlo más, y así vivir más íntimamente con Cristo y alcanzar así la vida eterna.
Aurelio Porfiri:
Gracias por sus palabras, Excelencia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)