A las 7:35 horas del 21 de abril pasado, lunes de Pascua, el alma de Jorge Mario Bergoglio se separó de su cuerpo mortal para comparecer ante el juicio de Dios. Hasta el día del Juicio Universal no sabremos cuál habrá sido para Francisco la sentencia del tribunal supremo al que un día todos tendremos que presentarnos. Roguemos por su alma, como hace la Iglesia en sus novendiales. Y, dado que la Iglesia es una sociedad pública, unamos nuestras plegarias a una tentativa de evaluación histórica de su pontificado.
Jorge Mario Bergoglio, 266º Romano Pontífice y primero en elegir el nombre de Francisco, ha sido durante doce años el Vicario de Cristo, si bien prefirió en lugar de este el título de Obispo de Roma. Pero el Obispo de Roma se convierte en tal en el momento en que, tras la elección, acepta el cargo petrino. Al aceptar el pontificado, el Papa acepta igualmente los títulos, que se recogen en el Anuario pontificio, de Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos de Dios y Patriarca de Occidente (este último título, que había sido eliminado en 2006 por Benedicto XVI, fue recuperado en 2024).
Estos títulos ameritan unos honores especiales, sobre todo el de Vicario de Cristo, que hace del Papa no el sucesor, sino el representante en la Tierra de Jesucristo, Dios y hombre, Redentor de la humanidad. No se honra al Papa por su persona, sino por la dignidad de la misión que Cristo le encomendó a San Pedro. Del mismo modo que en los sacramentos cristianos un gesto expresa una gracia invisible, también los honores (títulos, vestiduras, ceremonias) son signos sensibles de realidad espirituales, e incluso institucionales. La autoridad es una realidad espiritual e invisible, pero para que sea reconocida, es preciso que se manifieste de un modo visible, por medio de gestos y ritos. Sin ellos, la instituciones corren el riesgo de volverse invisibles, y la sociedad religiosa, al igual que la política, se sumiría en el caos. El cristianismo se basa en este principio: que el Dios invisible ha asumido un rostro, un cuerpo y un nombre: «El Verbo se hizo carne» (Jn.1,14). «Nadie ha visto jamás a Dios; el Dios, Hijo único, que es en el seno del Padre, Ése le ha dado a conocer» (Jn.1, 18). Entre los autores del Nuevo Testamento, es San Juan Evangelista quien desarrolla más a fondo en su Evangelio –y sobre todo en el Apocalipsis– una teología de la visibilidad de lo invisible. En ella el símbolo se transforma en visión profética a fin de demostrar el accionar oculto de Dios en la historia.
El papa Francisco no ha demostrado respeto por el decoro del papado. Desde el primer «Buenas tardes, hermanos y hermanas» que dirigió desde el balcón de la logia de San Pedro el día de su elección, hasta la aparición pública del pasado 9 de este mes, cuando se presentó en la Basílica sentado en silla de ruedas vistiendo una manta a rayas que parecía una especie de poncho sin nada que indicara su dignidad pontificia. Bergoglio sustituyó el simbolismo sagrado por un simbolismo mediático a base de imágenes, palabras y encuentros, que en muchos casos llegaron a ser mensajes mucho más elocuentes que los de los documentos oficiales: del ¿quién soy yo para juzgar?, pasando por el lavado de pies de mujeres y musulmanes, hasta su participación en el Festival de Sanremo de este año a través de un videomensaje. Hay quienes han afirmado que al hacer esas cosas el papa Francisco ha humanizado el papado, pero en realidad lo que ha hecho es banalizarlo y mundanizarlo. Es la institución del papado, y no la persona de Jorge Mario Bergoglio, la que sido deshonrada con estos y muchísimos otros gestos que han secularizado el lenguaje y los signos de los que siempre se ha servido la Iglesia para expresar el misterio divino.
Ahora bien, el primero que despojó a la Iglesia de su majestad no fue Francisco sino Pablo VI, que renunció a la tiara y el 13 de noviembre de 1964 la depuso sobre el altar del Concilio, después de lo cual abolió el uso de la silla gestatoria, la guardia noble y la Casa Pontificia, que no eran pompas superfluas, sino manifestaciones de la honra que corresponde a la Iglesia Católica Romana en cuanto institución humana y divina a la vez fundada por Jesucristo. Desde esta perspectiva, el pontificado de Bergoglio no supone, como piensan algunos, una ruptura con los anteriores, sino más bien la culminación de una línea pastoral introducida por el Concilio Vaticano II, a la que apenas parcialmente Benedicto XVI intentó dar marcha atrás.
La exhortación apostólica Amoris laetitia del 19 de marzo de 2016 creó sin duda alguna desorientación en vista de su apertura hacia los divorciados vueltos a casar y parejas en situación irregular. El Documento sobre la fraternidad humana suscrito con el gran imán de la mezquita Al Azhar el 4 de febrero de 2019 inició una nueva etapa en la vía del falso ecumenismo; el fomento de la inmigración, la promoción de la agenda global, la proclamación del sinodalismo, la discriminación de los tradicionalistas y la posibilidad de bendecir a las parejas de homosexuales y la posibilidad de que laicos de ambos sexos puedan llegar a presidir un dicasterio han suscitado legítimas reacciones en el mundo católico. Gracias a esta resistencia, objetivos a los que apuntaban obispos progres, como la ordenación de diaconisas, el matrimonio para los sacerdotes o la atribución de autoridad doctrinal a las conferencias episcopales no se han alcanzado con el papa Francisco, y esto ha decepcionado a sus más ardientes partidarios. El aspecto más revolucionario de su pontificado sigue siendo con todo la larga serie de palabras y actos que han transformado, mundanizándola y debilitándola, la manera en que se entiende el primado petrino.
Se cierra una época, y nos preguntamos cuál será la nueva que se abra. El próximo papa podrá ser más conservador o más progresista que Francisco, pero no será bergogliano, porque el bergoglianismo no ha sido un proyecto ideológico, sino un estilo de gobierno pragmático, autoritario y con frecuencia improvisado. Al no dejar un legado, las grandes tensiones y polarizaciones que se han dado con Francisco podrían estallar ya desde el cónclave.
Hay que recordar que Francisco proclamó el Año de San José en 2021; consagró Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María el 25 de marzo de 2022; dedicó al su cuarta encíclica, Dilexit nos, del 24 de octubre de 2024, al culto al Sagrado Corazón de Jesús. Todas estas cosas se ajustan a la espiritualidad tradicional de la Iglesia y son muy distintas del culto pagano a la Pachamama, a la que el mismo Papa llegó a venerar en el Vaticano. Como vemos, lo que ha caracterizado a la era bergogliana han sido las contradicciones. Entre otras cosas, Francisco negó a la Virgen el título de Corredentora y la calificó de mestiza del Misterio de la Encarnación, pero escribió en su testamento que siempre había confiado su vida y su ministerio «a la Madre de Nuestro Señor, María Santísima». Por eso, pidió que sus restos mortales «descansen esperando el día de la resurrección en la Basílica Papal de Santa María la Mayor». «Deseo –añadió– que mi último viaje terrenal concluya precisamente en este antiquísimo santuario mariano, al que acudía para rezar al comienzo y al final de cada viaje apostólico, para encomendar con confianza mis intenciones a la Madre Inmaculada y darle las gracias por su dócil y maternal cuidado».
Su último viaje queda, pues, encomendado a la Santísima Virgen María mientras la Iglesia afronta un momento de extraordinaria gravedad y complejidad en su historia. Y en María también, Madre del Cuerpo Místico de Cristo, ciframos hoy todas nuestras esperanzas, con la certeza de que a los días de sufrimiento de la Iglesia sigan cuanto antes los de su resurrección y su gloria.
Roberto De Mattei