El papa Bergoglio fue un papa humano, demasiado humano. Hizo de la humanidad el sentido y el horizonte de su pontificado. Humanizó lo divino, desacralizó la fe, socializó la cristiandad, tradujo la caridad en filantropía. No fue el Santo Padre, sino el Papa Hermano, y su hermandad era un poco como la fraternité unida a la égalité.
El cristiano concibe la fraternidad con respecto al Padre Eterno. Quería derribar muros y fronteras, abrirse a los no creyentes o a los creyentes de otras religiones, pero levantó muros y trazó fronteras dentro del cristianismo, entre los católicos de la tradición y los católicos del progreso, poniéndose del lado de estos últimos. Humano, demasiado humano es, como sabéis, el título de una obra de Friedrich Nietzsche; el filósofo del anticristo habría encontrado en él exactamente lo que él entendía por cristianismo y a lo que se oponía: la religión de los últimos, la cristiandad como preámbulo religioso del socialismo, del pauperismo, el Evangelio como redención y denuncia social. En el fondo, la visión del cristianismo de Nietzsche coincide con la de los cristianos progresistas. Por supuesto, el signo es opuesto, negativo en Nietzsche y positivo en ellos, pero el diagnóstico es similar.
No somos nadie para juzgar a un papa, y la historia dirá cuál ha sido su huella en la Iglesia y en el mundo. Pero si se me permite expresar con toda humildad una modesta opinión sobre su papado, más allá de las untuosas hipocresías que nos inundan desde hace dos días, Francisco no ha sido un gran papa, ni un papa grande, como se dice en la Iglesia, que entiende la grandeza como presagio de santidad. Ha sido, en cambio, un papa pequeño, que ha querido ponerse a sí mismo y a la Iglesia a la altura del mundo, de los tiempos, de la situación social. Se ha hecho pequeño para estar dentro de este tiempo; humilde, si se quiere, aunque no de buen carácter.
En el fondo, esta definición de Papa Pequeño no debería desagradar a quienes han exaltado en él precisamente este aspecto de cercanía a la humanidad, empezando por los excluidos. El carisma es el signo de una paternidad radiante y de una presencia luminosa de lo divino en la tierra; Bergoglio, en cambio, ha elegido el camino opuesto, el de humanizar a Cristo y al Vicario de Cristo en la tierra, hasta convertirlo en «uno de nosotros». No el amor por lo lejano, sino el amor por los lejanos, los más alejados de la civilización cristiana, de nuestro Occidente, de la Iglesia, ocupándose ampliamente de los migrantes, es decir, de aquellos que venían de otros mundos, de otras religiones. No ha afrontado el nihilismo de nuestra época, la desertificación de la vida espiritual, limitándose a criticar legítimamente el egoísmo y la prepotencia. Buscó la simpatía, a veces el agrado, más que la conversión y el misterio de la fe.
Murió el día del Sepulcro vacío, el día después de Pascua, en el que el ángel anuncia a las mujeres que el Hijo ha vuelto al Padre, que ya no está en la tierra, y también esto, para quienes creen en los símbolos, es una coincidencia significativa. Un día especial, no solo porque era lunes de Pascua, sino porque este año la Pascua católica coincidía con la ortodoxa; y era el 21 de abril, día del Nacimiento de Roma, en el que el sol entra perfectamente en el opaion del Panteón, el óculo abierto en la cima del círculo, y atraviesa la puerta de bronce y a quienes se encuentran en el umbral del tiempo dedicado a todos los dioses. Su papado duró doce años, un tiempo no tan largo como el de Juan Pablo II, ni tan breve como el de los papas meteoros, como le sucedió a Juan Pablo I, el papa Luciani.
Dejará un importante legado al cónclave que deberá elegir al nuevo Papa y tal vez iniciar la santificación del Papa Bergoglio: ha elegido más cardenales que cualquier otro predecesor, el ochenta por ciento del cónclave, dejando así una amplia mayoría bergogliana. Por eso, su legado será realmente importante en el próximo cónclave, aparte de la inspiración del Espíritu Santo.
No ha logrado detener la hemorragia de la fe cristiana en el mundo, el descenso sin precedentes de las vocaciones en la Iglesia y en los conventos y de la participación de los fieles en los sacramentos y en las misas; las iglesias vacías, la fe abandonada.
Un proceso largo que dura desde hace tiempo, que se ha acelerado al menos desde el Concilio Vaticano II y que sus predecesores no lograron frenar; con él, la descristianización ha sido aún más amplia y rápida.
El papa Bergoglio se granjeó la simpatía de muchos que no eran cristianos ni creyentes y que siguieron siéndolo; no convirtió a ninguno de sus simpatizantes no creyentes, mientras que, dentro del cristianismo, como decíamos, se agudizó el desacuerdo y la división entre los católicos más vinculados a la tradición y los católicos más abiertos a los nuevos tiempos y a un mundo cada vez más descristianizado. Ha dialogado más con los progresistas no católicos que con los católicos no progresistas; abierto a los primeros, hostil a los segundos, la fe católica se ha convertido en una variable secundaria con respecto a la posición histórico-social. Elogió el diálogo interreligioso, pero no partiendo de los más cercanos, como los cristianos ortodoxos de rito greco-bizantino, sino de los más lejanos, como los musulmanes y los más remotos del mundo.
Sus temas dominantes fueron la paz, la acogida, los migrantes, el medio ambiente, la apertura a las mujeres con roles eclesiásticos y el diálogo con los ateos. Denunció las injusticias sociales, defendió a los pobres, criticó el capitalismo y el consumismo, como corresponde a un Papa. Se mantuvo firme en algunos principios y opciones de vida, en materia de aborto, maternidad, familia, lobby gay; pero los medios de comunicación silenciaron sus llamamientos contrarios a la corriente dominante. También en materia de paz, ha hecho resonar con fuerza su palabra ante las guerras y los genocidios, sin distinguir entre unos y otros. Menos atento, en cambio, a las persecuciones de los cristianos en el mundo. Se ha mostrado reacio a los ritos, los símbolos y la liturgia sagrada.
Quedan algunos misterios grandes y pequeños, como el hecho de que en doce años de pontificado nunca haya vuelto a su Argentina; ha estado en Brasil, en sus fronteras, pero nunca ha cruzado el umbral de su casa, y los medios de comunicación siempre han guardado silencio sobre los motivos de esta extraña decisión.
La Iglesia que deja es más frágil, deshabitada y lacerada que la que, ya en crisis, recibió de su predecesor, el papa Benedicto XVI. Y sigue lastrada por algunas sombras de infamia, como la pedofilia y la corrupción, que desde hace muchos años asolan la Iglesia y a los sacerdotes.
Algunos, para responder a la crisis de vocaciones y a la pedofilia, proponen el matrimonio para los sacerdotes, pero eso no es remedio para ninguno de los dos problemas. No entraremos en la espinosa cuestión de la legitimidad de su pontificado, no tenemos competencia para ello y es un tema demasiado delicado para abordarlo en un artículo. Siempre hemos estado divididos entre la obediencia al Papa, sea quien sea, por lo que representa y por nuestra incapacidad para juzgar, y la crítica a algunas de sus posiciones, que estaban en clara contradicción con el magisterio de los pontífices anteriores y con las enseñanzas de los santos, teólogos y doctores de la Iglesia.
Su muerte exige respeto, piedad y oración por su regreso al Padre. Bergoglio ejerció su papel de Pontifex tendiendo puentes entre los pueblos más que entre el hombre y Dios. No construyó puentes entre el tiempo y la eternidad, sino entre la Iglesia y su tiempo, en un sentido unidireccional. De hecho, su Iglesia se abrió al hoy, pero el hoy no se abrió a la Iglesia.